Publicada en la revista “Izquierda Nacional” N° 21 – Mayo de 1972 (2)
Que los radicales, en el momento de renovar su conducción nacional, no tengan otra alternativa que votar por Balbín o Alfonsín, muestra la resistencia del viejo partido a toda renovación auténtica, su capacidad para destruir (absorbiéndolo y por rechazo) todo intento de actualización programática, de restablecimiento de la tradición yrigoyenista perdida, de replanteo de su trayectoria, que es lo único que podría sacarlo del marasmo.
Entre los actuales contrincantes para la jefatura radical es difícil encontrar diferencia significativa alguna. Por un lado, provienen ambos del mismo núcleo. Amigos y abogados de comerciantes acomodados, ganaderos medianos y acopiadores de granos de la Provincia de Buenos Aires, se vinculan a ese mundo concentradamente conservador que formó tradicionalmente el núcleo director del radicalismo bonaerense. Y si se exceptúan los floreos “de izquierda” que Don Raúl lanza para consuelo de sus sostenedores juveniles, no podríamos entender qué los separa en los criterios sobre el momento político, el papel del radicalismo y, sobre todo, la trayectoria de su partido.
Es sabido que en el radicalismo, paradójicamente, existe un amplio sector disconforme con la política de Balbín, sus compromisos con el gobierno, la participación de Mor Roig en el gabinete de Lanusse, y la alianza con el peronismo en “La Hora del Pueblo”.
Aparentemente, el papel de Alfonsín consiste en mantener a los disidentes en la causa común, garantizar al Comité Nacional contra la perspectiva de su alejamiento y para tal objeto, disimular que el mismo, en definitiva, carece de independencia frente a la conducción del movimiento. Si fuera así, la experiencia diría que ha debido ir demasiado lejos, al punto de transformarse en opositor a su jefe.
Sin embargo, tal hipótesis no nos convence, no porque ignoremos la destreza de Balbín en el manejo de su partido, sino porque supone en sus opositores verdaderos una ingenuidad que no creemos, a pesar de que algunos jóvenes parezcan dispuestos a ver en Alfonsín a una especie de Robespiere de Chascomús.
Preferimos pensar que Alfonsín es, en realidad, tan necesario a Balbín como al ala “izquierda”.
EL HOMBRE PROVIDENCIAL
Para Balbín, su ex discípulo es un puente hacia la oposición, que no puede aceptar su política sin mediaciones amortiguadoras. Él necesita alguien que sostenga que es posible un radicalismo que él no puede practicar, pero que es el radicalismo que los disconformes desean. Un radicalismo combativo, sin pactos ni ataduras con los déspotas, un radicalismo de “avanzada”. No puede decirles: no, somos así, no podríamos ni deseamos ser de otra manera, éste es nuestro rostro. Y no puede él mismo, por otra parte, satisfacer los anhelos más radicalizados. Le queda pues la posibilidad de encauzar las rebeldías hacia un punto en que se esterilicen, por el mecanismo de arrastrar a los disconformes más reacios tras los centristas que, en última instancia, capitularán ante la perspectiva de la escisión, si la escisión se transforma en el único modo de no transigir.
Para el ala “izquierda”, Alfonsín cumple la función de evitarle la aceptación amarga de que el radicalismo es un camino cerrado; aquieta su conciencia, y le permite, por ese mecanismo, dar con una fórmula honorable de no-ruptura con Balbín. Porque si Alfonsín es mucho más tibio e inconsecuente que ellos contra Balbín, esa responsabilidad no les afecta directamente. Es posible transferirle la responsabilidad de su propia debilidad impotente ante el balbinismo.
El hombre providencial permite establecer la armonía en la discordia, sin resolver la contradicción, pero paralizando sus efectos.
RADICALISMO Y PEQUEÑA BURGUESÍA
El problema, sin embargo, consiste en que de esa manera la contradicción se traslada a las relaciones entre el radicalismo y sus bases sociales. Porque todo es evitable, menos la necesaria redefinición de esas relaciones, ante el hecho cierto de que los partidos pequeño-burgueses, el radicalismo entre ellos, no están en condiciones de responder a las necesidades y aspiraciones políticas de las clases medias.
Pero no se trata aquí de una cuestión atingente al mayor o menor olfato político de los viejos partidos. Se trata de que es la Argentina semicolonial la que no puede absorber a su estructura de privilegios a ese vasto sector, en el momento de su crisis. El anacronismo de las antiguas figuras surge de que ideológica y psicológicamente están atados a los horizontes de una realidad desaparecida.
Su agudeza para advertir el sentido de la corriente llevó a Balbín a una alianza con el peronismo, reflejando a su manera el vuelco de las clases medias hacia el proletariado. “La Hora del Pueblo” interpreta ese anhelo, vertebrado por la capacidad de los militares para unificar al país en su contra. Pero lo hace de una manera mezquina. Expresa la unidad del pueblo argentino en la aspiración por recobrar su soberanía política, pero de una manera capituladora. La soberanía del pueblo, que los trabajadores y pequeños-burgueses pobres del interior habían conquistado prácticamente en la lucha de masas, se transforma en la concordancia en un mero principio jurídico que reclaman formalmente ante el régimen usurpador.
La oposición “de izquierda” del radicalismo no puede pasar por alto que su partido no está a la altura de las circunstancias. Alfonsín nos lo dice, cuando señala que no es posible aceptar condicionamientos, que el plan de los generales es irse no yéndose. Pero no dice, no puede decirlo, qué cabe hacer para evitarlo. No se refiere, desde luego, a las movilizaciones populares posteriores al “Cordobazo”, sin las cuales es inexplicable el proceso electoral abierto que se dispone a usufructuar. Y si le preguntan (“La Opinión”) cómo resolver el problema del costo de la vida (es decir, lo introducen en el fondo económico de la crisis) responde que con (3) ¡la “institucionalización”!
La pequeña burguesía, en tanto sus representantes políticos se mantengan en el terreno por el que transcurren hoy los radicales, no tendrá más opción que volverles la espalda. Y todo confirma que de los viejos cráneos no saldrá una gota miserable de luz.
Lo contradictorio en el radicalismo, resulta del hecho de que la oposición expresa, de alguna manera, el estado de ánimo generalizado en la pequeña burguesía, y al mismo tiempo es impotente para generar una auténtica renovación política en su partido.
Sin embargo, la contradicción es aparente, si hacemos cuenta que el viejo partido ha perdido capacidad de atracción en su propia base social, lo que lo priva a priori de la posibilidad de una regeneración, al consagrar el predominio indiscutido de los aparatos, que es lo único que realmente permanece vivo en el movimiento fundado por Irigoyen (4).
Notas (actuales):
1) Esta nota juvenil sólo justifica su reproducción aquí por su aptitud para evidenciar los méritos de la mirada marxista de la Izquierda Nacional, que me permitía explicar los matices de la política –en el caso, los que se advierten entre los jefes del radicalismo alvearizado post-irigoyeneano, en un marco signado por la nacionalización, y deriva hacia la izquierda, de la pequeña burguesía– como datos cuya comprensión era sólo posible partiendo de la caracterización de las fuerzas sociales de cuya entraña proceden, sin incurrir en el error de ignorar los límites que su naturaleza de clase impone a los líderazgos, cuya “libertad” nunca debería sobreestimarse. Las virtudes del método suplen, pues, la tosquedad del principiante y el resultado, curioso, es haber anticipado, en cierto modo, las capitulaciones que, once años más tarde, nos permitieron calificar como “el fraude alfonsinista” al ciclo inaugural de la recupera-ción de la democracia. Sin ese hecho, no existirían para mí razones para sacar el texto de los archivos.
2) El título juega con la fórmula planteada entonces por Lanusse de “El Gran Acuerdo Nacional”.
3) Es notable el anticipo de la consigna del 83 “con la democracia se cura, se come, se educa”, señalada por Spilimbergo como la ilusión de una “democracia sin liberación nacional”. Ideológicamente, puede decirse que hay continuidad en una visión democratista formal, en la cual se omite toda referencia al poder real oligárquico-imperialista y se sustituye la oposición de los bloques sociales antagónicos del país (nación o colonia) por la contradicción imaginaria de “la democracia” y “el autoritarismo”.
4) Es obvio recordar que al finalizar el ciclo de la dictadura militar oligárquica el viejo partido logró tener “un momento de esplendor”. No obstante, lo que vino más tarde da validez a esta conclusión final.