Publicada en el diario “Comercio y Justicia” el 22 de octubre de 2012
La designación de César Isella, por parte del gobierno argentino, como “Embajador de la Música Latinoamericana” con rango de subsecretario de la Nación, es un gran suceso en nuestra historia musical, por su valor simbólico. Y, como instrumento de un cambio, podría serlo la creación del Instituto Nacional de la Música, un proyecto de Eric Calcagno que pareciera prosperar en la Cámara de Diputados. Ambas noticias son alentadoras. Es malo, sin embargo, que pasen desapercibidas y no las acompañe un debate esclarecedor sobre lo que está en cuestión. El país ignora su trayectoria musical, al menos en lo que se refiere a la satelización cultural que le fue impuesta y, más precisamente, al rol que cumplió la extranjerización cultural de nuestras élites, cuya inautenticidad y rastacuerismo se reveló eficaz para anular y distorsionar toda tentativa de creación autónoma, en éste y otros ámbitos de la vida artística. Si tuvimos de todos modos una creación auténtica, especialmente en el ámbito de la música popular, el mérito le es ajeno a la cultura oficial, ya que ocurrió al margen de su influjo y, más precisamente, a pesar de su presión, desalentadora.
La cultura oficial, como es obvio, fue la expresión “espiritual” de la subordinación y balcanización de la patria latinoamericana, de la cual nació la “argentinidad” ficticia del país semicolonial que aún somos.
Décadas después de la derrota de Bolívar, dominada cada fracción de la patria rota por los vasallos y socios de Gran Bretaña, simiescos admiradores del gusto francés, la “gente culta” de los grandes puertos y capitales latinoamericanos quiso enterrar la tradición musical de la colonia española –que se visualizaba a sí misma como un fragmento no inferior del imperio hispanoamericano–, para tornarse consumidora del arte europeo, de espaldas a una “barbarie” que a juicio de Sarmiento tenía su origen en que nuestra matriz, España, era en verdad parte del África.
La élite comercial y las aristocracias ligadas al monocultivo de café, cobre, estaño, bananas, granos y carnes, se enriquecía exportando esos productos primarios para su elaboración transoceánica. Como moneda de cambio y estableciendo los precios con “el manual del almacenero”, como decía Jauretche, Europa nos mandaba su producción industrial. Y, para asegurar su dominio con el auxilio de la cultura –éramos países jurídicamente libres, no colonias– nos vendía también sus libros y sus intelectuales, su música y sus orquestas, favoreciendo la inclinación de los cholulos colonizados a despreciar la identidad y las tradiciones criollas, para sentirse “ingleses” en política y economía, “franceses” en moda y cultura y ajenos por completo al mundo de los indios, cholos, guasos, negros, zambos, gauchos y gaúchos que los alimentaba, sin otra recompensa que la miseria y el desprecio. Entre el consumo espiritual de esa minoría privilegiada, que gustaba tener un “salón francés”, un lugar destacado tenían las Compañías de Ópera Italiana y de Zarzuela Española, que se llenaban de dinero en Buenos Aires, Montevideo, Valparaíso y Guayaquil, cuyos funcionarios rivalizaban para demostrar su empeño en impulsar “el buen gusto del público local”, nutriendo sus Academias estériles y aburridas con algún “maestro” formado en Europa, que al emigrar lograba más de una vez ingresar al patriciado. En “Cien Años de Soledad”, de García Márquez, Prieto Crespi encarna ese tipo de músico ultramarino que adiestra en el pianoforte y enamora a las “niñas” lánguidas y no tan lánguidas de las familias “decentes”.
Ésa era, casi sin excepciones, la América Latina de los tiempos del Centenario. Voy a dar un par de ejemplos, que son ilustrativos, entre muchos más que caracterizan toda una época de la vida musical argentina.
En 1916, en Santiago del Estero (no en Buenos Aires), Andrés Chazarreta se dirige al gobernador, pidiendo que se facilite el teatro oficial para brindar un espectáculo de canto y danza nativa. No lo logra, ya que la respuesta dice que el santuario sólo se abre para promover la música considerada culta. Y así como el tango recién ingresará a los salones “decentes” tras triunfar en París, la tarea de Chazarreta va a necesitar de una presentación exitosa en el Politeama porteño, promovida por el nacionalismo de Ricardo Rojas, para que en “la cuna del folklore” los santiagueños europeizados reconozcan al comprovinciano sus méritos de precursor.
No les iba mejor, sin embargo, a los artistas volcados hacia las “altas esferas de la gran música”. En Arturo Beruti, que sería pionero en el estudio de nuestra música popular, se manifiestan las taras provocadas por ese clima de artificialidad cultural. Era sanjuanino, destacado desde muy joven, fue premiado por el gobierno de Roca para perfeccionarse en Europa, donde es influenciado por las corrientes del romanticismo musical que valorizan “lo nacional” como fuente de inspiración. En un primer momento, al parecer Beruti no entiende bien de qué se trata, y compone una obra sobre Tarass Bulba, un tema nacional…ruso; luego, mejor orientado, recrea, con la Ópera “Pampa”, el drama gauchesco de Eduardo Gutiérrez, “Juan Moreira”. No obstante, incurre en la torpeza de aceptar un libreto escrito en italiano y, según el testimonio de un asistente al estreno de su creación, cuando el protagonista (Juan Moreyra), representado por un tenor italiano vestido con chiripá, exclama dolorido, “io sono disonorato”, el público estalla en una sola carcajada, para humillación del autor.
La producción musical y artística, en general, como el gusto del público, no pueden comprenderse sin las circunstancias sociales que las rodean y nutren. En la época de Rosas, al conservarse todavía los gustos de la colonia, los auditorios, sin pretenderse bilingües en nombre de la moda, exigen la traducción al castellano de una representación de Rossini. El error de Beruti era impensable en tiempos de Alberdi, al que los argentinos ignoran como músico y que se relaciona con ese arte como un autor americano.
Más adelante, la actitud imitativa y la adscripción al eurocentrismo musical que le sirve de fundamento han querido disimularse, con argumentos que contraponen la supuesta “universalidad” de la música culta con el “localismo” de lo popular, como si fuese posible sostener tal cosa, pese a los aportes del romanticismo tardío y sus búsquedas en lo folclórico. Mario de Andrade, el gran brasileño, ha dicho con razón que la presunta música universal es “un esperanto hipotético que no existe”. La universalidad de Beethoven y Wagner, creemos con respaldo en la musicología no eurocéntrica, de ningún modo niega su impronta musical nacional, que se proyectó al mundo por el aporte original de sus grandes figuras.
Afortunadamente, arrinconados y en soledad, algunos latinoameri-canos apreciaron nuestra singularidad, los extraordinarios frutos nacidos del entrevero de lo europeo con lo aborigen y lo africano, que en diversas combinaciones había creado, a lo largo de tres siglos, en toda América, una producción musical tan rica e innova-dora como la que resume nuestro folclore y se proyecta hacia lo universal con el jazz, el tango y una música culta de raíz latinoame-ricana. Es el caso de Gómez Carrillo, de Guastavino y algunos más, en la Argentina.
Europa luce hoy agotada, con su grandeza en el pasado. Los latinoamericanos, por nuestra parte, buscamos ingresar al porvenir en libertad. Ha pasado el tiempo del dominio y el saqueo, aunque estemos marchando y aún no hayamos roto más que algún eslabón de las duras cadenas. La inferiorización cultural no es un hecho que deba subestimarse. Algunos europeos dedicados a la musicología, inocentemente o no, como Curt Sachs, desde el altar de “la ciencia”, buscan descalificar a la música no originada en Europa, sin reparar en el hecho de que en algunos casos, como China o India, tienen enfrente culturas milenarias musicalmente refinadas, que son representativas una tradición distinta, no inferior. Para ellos, todos los continentes, Asia, África, América, Oceanía son productores de “música étnica” y sus creaciones son obras “primitivas”, dentro de la escala en cuyo máximo nivel caprichosamente distinguen como algo “superior” el desarrollo que sigue al renacimiento europeo.
Como es natural, los libros de Sachs servían para formar en nuestras universidades a los musicólogos americanos, incapacitándolos para ver que Ravel y Debussy, con el ánimo de renovar una creatividad aparentemente agotada, nutrían sus obras en base al saqueo musical de algún país “atrasado”, como la “exótica” España. Es el colmo de la colonización que las víctimas juzgaran ese robo, consumado contra los “bárbaros”, como un acto benéfico, que “elevaba” su folclore hacia “las cimas del arte”.
En ese contexto, la música popular latinoamericana de raíz folclórica era valorada como objeto de estudio para la antropología, indigna de la atención especializada del musicólogo. Valía, únicamente, por pintoresca y testimonial, en el género de la producción “étnica”, “primitiva”. Y aunque despertara interés la música sagrada del periodo colonial, elaborada con los cánones del arte europeo, se ignoraba incluso lo lusitano-español, el componente europeo en el sincretismo musical materializado en los géneros gestados aquí, luego de tres siglos de entrecruzamiento cultural, en el curso del cual vinieron al mundo hombres que no son ni indios ni europeos, y tampoco negros. Son una mixtura, con parientes muy próximos o muy lejanos en tres continentes, a los que han dejado definitivamente atrás, quiéranlo o no. En el universo musical que fueron urdiendo, donde un mulato de origen modesto creaba en Brasil una bellísima Missa Pastoril para Noite de Natal que nada podría envidiar a las grandes creaciones europeas, están los recursos y las fuentes de inspiración para salir de una vez de la inferioridad de los colonizados y expresar al mundo que nos legó el destino, criollo, mestizo, originario y negro, incomparable, único.