Alguna duda sobre la ocasión para publicar el texto tuve, a cinco días del 25 de octubre. Sin embargo, me impulsa a no dilatar el asunto la zozobra con que aguardamos los resultados del domingo, contrastando con lo que fue, hasta la muerte de Perón, el poder electoral sin rivales del peronismo.
Han pasado doce años, desde la llegada de Néstor Kirchner a La Casa Rosada. Los gobiernos que se sucedieron, hasta hoy, son lo mejor que tuvo el país, luego del ciclo del General Perón. Sin embargo, no puede soslayarse, frente a las ofensivas oligárquicas y ciertos contrastes que se materializaron después del conflicto con “el campo”, que a diferencia del primer peronismo, entendiendo por éste al que vimos antes de 1976, el kirchnerismo no pudo formar una fuerza electoralmente imbatible, que asegure la continuidad del proceso abierto después de la crisis del neoliberalismo. Dicho de otro modo, fue incapaz de superar la debacle y descomposición del movimiento nacional de mediados de los 70, prologo del golpe cívico-militar. Ahora bien, esa imposibilidad no fue casual, a nuestro entender; es mucho más que un “punto débil” o “fragilidad”, dentro de lo que suele llamarse “el proyecto”, palabra que en verdad carece de sentido si falta una formulación explícita de políticas y si nada se dice sobre la cuestión de cómo se construye el sujeto político apto para independizar al país, a partir un programa de liberación nacional que liquide para siempre el dominio imperialista (1). Sin esa construcción el gobierno popular sólo fue sostenido de modo constante por lo que ha dado en llamarse una minoría “intensa”, con la precaria simpatía de una masa de opinión despolitizada, oscilante y amorfa, que al recuperar la democracia –atontada frente a la crisis del peronismo clásico luego de su desempeño de la década del 70– fue incapaz para prever el fraude alfonsinista, convalidó más tarde el privatismo de los 90 y reaccionó sólo cuando el caos del 2001 la golpeó en la cara; sin adquirir, no obstante, opiniones firmes, carente de reflejos ante la demagogia oligárquica.
Es el objeto de este trabajo examinar las razones que determinaron el fracaso del kirchnerismo en la empresa –reconstituir ese bloque de poder popular–sin cuya consecución los comicios (la oligarquía desafía hoy electoralmente al campo popular/contra Perón debía violar la legalidad, apelar a la proscripción, imposibilitada de batirlo en elecciones libres) representan un motivo de angustia para el pueblo argentino y los militantes comprometidos con el interés nacional. Y, sin limitarnos al cuestionamiento, señalar qué creemos que debe hacerse para reconstruir hoy al Frente Nacional, herramienta insustituible para unificar a las fuerzas del pueblo argentino y liberar la patria definitivamente.
Hace cuatro años, en otro texto, hemos dicho (lamentablemente, acertando) que la modalidad verticalista impuesta apriorísticamente por Néstor Kirchner era un impedimento para lograr la emergencia de un movimiento popular cualitativa y cuantitativamente fuerte (2). Decíamos, en aquella oportunidad, que Perón impuso la conducción vertical luego de consolidar su relación con las masas, no antes de lograr tal cosa. Era previsible, no obstante, que la cúpula peronista actual –no lo ignorábamos, entonces, y toda la experiencia posterior lo confirma– careciera de la audacia del coronel del 45, que asumió el riesgo de ser desbordado por los trabajadores que su acción había movilizado. Aunque debe decirse, para justipreciar de modo ecuánime todos los factores que estaban en juego, que el joven militar contaba con el respaldo de las Fuerzas Armadas, para imponer límites al movimiento de masas (3).
El kirchnerismo y sus tentativas de reconstruir fuerzas
Conviene recordar que Néstor Kirchner advirtió sin duda la necesidad de reconstruir las fuerzas degradadas en los 90; por eso rechazó la presión del PJ, que pretendía ser su apoyo exclusivo y secundar el viraje encarnado por el sureño, pero era renuente a respaldar sus propósitos de ampliar la base de apoyo político. Kirchner porfió, con la fórmula de la “transversalidad” y más tarde insistió con la “concertación plural”. Había en ambos casos una noción difusa, pero en principio justa, de que el sistema político carecía de representatividad y las canteras en las cuales había que basar su reconstrucción eran múltiples y estaban dispersas, después de la crisis de las fuerzas tradicionales, cuestionadas en el 2001 por su responsabilidad en la entrega del país y la falta de fidelidad a sus mejores antecedentes. Al mismo tiempo, la reconstrucción industrial y una política de seducción hacia el movimiento sindical y la clase obrera, vigentes por entonces, buscaban cimentar bases de apoyo en la “columna vertebral”, sin cuyo respaldo es imposible enfrentar al poder oligárquico (4).
Esa perspectiva, sin embargo, para crear cimientos, debió apoyarse en un debate amplio sobre el pasado inmediato y la crisis de los partidos, indagando sobre los orígenes de la decadencia del país, que condujo al caos del 2001; no para buscar un chivo expiatorio, sino para actualizar las bases doctrinarias del campo nacional, sin temor a examinar la descomposición sufrida tras la muerte de Perón, en 1974. Y esos exámenes, a su vez, solventar la lucha por democratizar y recomponer las fuerzas populares, sin temor a crear formas que facilitaran el protagonismo popular, no ya el acompañamiento pasivo del viraje hacia lo nacional. No se cuestiona el uso de maniobras tácticas, los intentos de fragmentar al bloque enemigo, el empleo de medios de diverso orden para sumar incluso aliados dudosos, pero dichas acciones debían subordinarse al asunto central: consolidar un sistema de cuadros políticos, promover el compromiso patriótico y la claridad de ideas, con líderes emergentes de una movilización de masas conscientemente estimulada. Es sabido que esto, que era imprescindible para hacer algo más que una maniobra limitada a lo circunstancial y fugaz, brilló por su ausencia y “la selección del personal” fue ante todo la cooptación de oportunistas listos a prometer “fidelidad al jefe”… a cambio de cargos. Pero, sería un error creer que esos “defectos” derivan de la personalidad del líder popular. En realidad, su explicación remite a la mayor dificultad del nacionalismo burgués, ante la tarea de conducir el frente nacional en países dependientes con cierto grado de desarrollo industrial y, por tanto, del proletariado: la ineptitud para soportar a un aliado insumiso, cuyos intereses y cuya conciencia lo inducen a preservar su autonomía y protagonismo, reclamando la cuota de participación sindical que Perón le otorgó en el seno del peronismo, participación cancelada, en las vísperas del menemismo, por la “renovación peronista”. El kirchnerismo, después de la muerte de Néstor Kirchner, ratificó esa exclusión, un factor principalísimo en la generación del conflicto con la CGT de Hugo Moyano, y las relaciones distantes con el movimiento obrero y la clase trabajadora que caracterizaron a los últimos años del ciclo actual. La derivación visible de ese divorcio fue la caída electoral del 2013 –Massa fue una “invención” del kirchnerismo, que le regaló dirigentes y bases de apoyo– y el único modo de hacer un balance crítico del asunto es juzgar los hechos con perspectiva estratégica: la crítica de los extravíos del camionero no debe ocultar la responsabilidad y miopía del propio gobierno y, sobre todo, ignorar la significación y el peso de la clase trabajadora en la política del país (5).
Algunas generalidades que interesa recordar
El socialismo revolucionario de la Izquierda Nacional se ha caracterizado por comprometer sus energías en la lucha del bloque nacional-popular y, en tanto seamos una fuerza minoritaria en el seno del mismo, por secundar a su jefatura nacional-burguesa. Partimos de la consideración, ignorada por las vertientes del “izquierdismo” abstracto, de que la contradicción principal, en el mundo actual, es la que opone al imperialismo mundial –en la jerga académica, los países “avanzados”, en los que pudo desarrollarse el capitalismo moderno en base al saqueo de todo el planeta – y su vasta periferia, los países coloniales y semicoloniales, sometidos económica, política y culturalmente por aquel puñado, que pudo alcanzar las cimas del capitalismo, pero cuya lógica de acumulación, señalaba Trotsky, lleva a que “los civilizados les cierren el camino a los que quieren civilizarse”. Eso significa que necesitan perpetuar el saqueo colonial, no por una carencia de “humanidad” de sus líderes y empresas, sino por razones de orden estructural: su desarrollo capitalista “nacional”, tras madurar, choca con la estrechez del mercado local y las contradicciones sociales que esto desata sólo pueden amortiguarse con el aporte creciente de la plusvalía extraída en el mundo “subdesarrollado”, que sustraen a la periferia, mientras ésta lo permite, con el resultado de privarla de los medios que necesita para su desarrollo económico y bienestar social. Esta situación, descripta y analizada a fondo por Lenin, se torna más aguda, hoy, por el carácter particularmente depredador de la etapa senil del capitalismo central, que ha generado la hipertrofia del sector financiero; sin anclaje en la producción real de bienes, ese monstruo insaciable exige la sangría creciente de los pueblos, aún en los centros de su poder global, donde gozaron otrora del “estado de bienestar”.
Al mismo tiempo, sin vacilaciones, hemos marcado los límites del nacionalismo burgués, con el cual compartimos –sin disimular sus inconsistencias, y ofreciendo a las masas nuestro propio programa nacional democrático, que se propone liquidar para siempre el dominio extranjero y el saqueo del país– la lucha contra el imperialismo y sus aliados locales, aunque nos distinga en la tarea una voluntad más firme. El análisis del bloque dominante revela que el imperialismo no es en nuestras patrias un “factor externo”: su presencia en el seno del país se manifiesta en el predominio de grandes firmas de capital extranjero, con papel dominante en áreas claves de la economía nacional. Comprobar tal cosa es algo simple: basta con observar, por ejemplo, lo que muestra el ciclo del dominio británico, cuando los ferrocarriles, los bancos, los frigoríficos y los puertos estaban en manos del capital inglés; o, en nuestro presente, establecer el origen de las 400 mayores empresas residentes en la Argentina y su participación desmesurada en el PBI y las exportaciones. Opera a su vez, como reflejo y garantía de la preservación del status dependiente, una penetración cultural también avasallante. En dichas condiciones, que son las típicas del “tercer mundo”, los revolucionarios socialistas deben asumir como propia la lucha empeñada por los movimientos nacionales, cuyo propósito consiste en liberar al país del yugo extranjero, aun cuando, por la inmadurez relativa de la clase obrera –algo que se expresa en el incipiente desarrollo de la propia organización socialista revolucionaria– la lucha nacional sea liderada por alguna variante del “nacionalismo” burgués, que ha ganado la primacía al levantar las banderas –reiteradas en la periferia– de la independencia económica, la soberanía política y la redistribución del ingreso, en beneficio del consumo y la capitalización del país.
Aunque la “izquierda” colonial quiera ignorarlo, desde los primeros años de la Revolución Rusa hasta hoy, una vasta obra ha tratado el tema, con textos clásicos de Lenin y Trotsky, cuyas tesis pioneras, enriquecidas luego por otros marxistas, fueron corroboradas por la experiencia viva, a lo largo del siglo XX, en todo el planeta, sin exceptuar hechos históricos grandiosos como la Revolución China, la gesta vietnamita, y las luchas actuales por la unidad latinoamericana, que prologaron otros combates anteriores. En cada uno de los casos citados es posible encontrar, bajo su forma particular, una reiteración de las dos constantes señaladas por el marxismo, con respecto a la lógica que caracteriza los conflictos entre el poder imperialista y los pueblos de la periferia: 1) la opresión imperialista genera en el seno del país oprimido, como respuesta ante el saqueo, un movimiento nacional, que procura impedir (con moderación) o poner término (más decididamente) a la fuga de sus recursos que, como se ha dicho, privan al país de la renta de su trabajo, impidiendo que se destine a cumplir el ciclo de la reproducción ampliada y, en más de un caso, atentando contra la mera subsistencia de las mayorías, penurias acompañadas por el atropello político, la asfixia cultural y el racismo de las metrópolis. El contenido original de la lucha revolucionaria –visto de otro ángulo, el interés común del conjunto de las clases y sectores que concurren al bloque antiimperialista– es por consiguiente nacional-democrático-popular. De ningún modo, como piensan los ultraizquierdistas, ese bloque puede encontrar en “la burguesía” a su enemigo principal, ya que ese rol está ocupado por el imperialismo y sus aliados, las clases interesadas en sostener sin variantes el poder extranjero, que brinda a sus socios un lugar relativamente privilegiado (con relación al status del mundo atrasado); 2) la burguesía “nacional”, que desea crear un país semejante a los países centrales, es incapaz de advertir que su atraso histórico (y mezquindad de visión) le impiden cumplir esa tarea, y niega el hecho de que el único actor estratégicamente nacional en el mundo colonial es el Estado, si no esterilizan su rol económico las formaciones burocráticas, lo dirigen patriotas, y se imponen mecanismos que lo preserven de la depredación de las empresas privadas y las deformaciones alimentadas por el atraso relativo del país. Es que el impulso a constituir la nación, como ámbito geopolítico del desarrollo capitalista pleno, una tarea histórica que maduró en el seno de la Europa feudal, no nace, entre nosotros, del desarrollo “natural” de la sociedad burguesa, tal como ocurrió, con las particularidades de cada caso, en los países centrales. Es el fruto, por el contrario, de las condiciones de asfixia que impuso a la periferia la expansión imperialista, la fase decadente del capitalismo de las metrópolis. El poder económico del capital extranjero y la “burguesía compradora” asociada a él, es dominante y las burguesías de la periferia son muy débiles y mezquinas, frente al pueblo llano, y de modo particular ante las clases obreras que vinieron al mundo, en nuestros países, paridas en parte por la exportación de capitales del ciclo imperialista, y en parte como fruto del desarrollo fragmentado de la economía nativa. El empresariado “nacional” disputa con el imperialismo por el mercado interno, pero ese hecho no anula, sin embargo, su propensión a respetar y reverenciar a sus empresas emblemáticas, un factor contradictorio que deriva por un lado de la ideología burguesa, pero también de su dependencia material de aquellas y de lazos de diverso orden que, en momentos críticos, se sintetizan en la defensa del orden establecido, de la propiedad privada y la explotación de los obreros.
Contradicciones características del nacionalismo burgués
Impulsada por la defensa de sus intereses objetivos, peleando su lugar en el mercado interno, la burguesía nacional debe, a su pesar, promover la resistencia del país sometido; busca liderar a las masas populares, sin cuyo apoyo es impotente frente al enorme poder del imperialismo mundial y sus socios nativos. Se le impone movilizar a las clases mayoritarias, pero teme que las mismas escapen a su control y pongan en cuestión sus privilegios sectoriales, al cuestionar la legitimidad del orden vigente, dentro del cual los burgueses estiman su lugar de segundones bien comidos, lejos de las penurias del pueblo llano, al que no respetan, ni creen apto para ser el protagonista de la transformación necesaria. Dicha situación, contradictoria en extremo, se plasma al fin creando una situación aparentemente paradójica: por una parte, el discurso (y las acciones, si está en el gobierno) del nacionalismo burgués generan entusiasmo entre las masas populares (6), ya que promueven el empleo y el consumo, aunque sus medidas irriten al propio empresariado, que desea beneficiarse con bajos salarios, y alientan los ímpetus de la liberación nacional, la resistencia política del país sometido.
Nada tiene de extraño que, con esos estímulos, tienda a desarrollarse una militancia popular, y a buscar caminos para “profundizar” los cambios. Es comprensible, asimismo, que la jefatura burguesa procure lograr que esas energías sostengan su política, pero no adquieran, al mismo tiempo, un dinamismo y clarificación de fines que puedan desafiar la mezquindad reformadora del empresariado “nacional”, incapaz de concebir una verdadera revolución. La sola amenaza de un desenvolvimiento tal conduce al liderazgo nacional burgués a poner en práctica fórmulas que esterilizan/asfixian esa voluntad de protagonismo, impidiendo que “los de abajo” puedan incorporar demandas incompatibles con la visión burguesa de lo que debe transformarse, que excluye afectar el “respeto a la propiedad” (7). Sin ignorar otros factores, reales pero de orden subordinado y accesorio, esas contradicciones generan la emergencia de formas bonapartistas de liderazgo, que son típicos del mundo periférico (jefes que “arbitran”, entre sectores sociales contrapuestos del bloque antiimperialista, en términos congruentes con la naturaleza social del nacionalismo burgués) y son el secreto del modelo verticalista de conducción política, con el cual se neutraliza el protagonismo popular, aunque se cacaree la participación y la iniciativa popular …mientras no se trate de tomar decisiones. Los mecanismos que impulsan un modo pasivo de participación popular se apoyan en la pobreza de formación doctrinaria y el ahogo o el desaliento al debate político e ideológico –pretextando que el liderazgo tiene el monopolio del saber qué hacer– y en una estructura llamada “movimientista”, carente de intermediarios entre la conducción y las bases, ya que el papel de los organismos y cuadros –que deberían ser el esqueleto de esas fuerzas– lo cumple, a su modo mediocre, y empantanando más de una vez las iniciativas de la cúpula que declara amar, un sistema burocrático de funcionarios, cuyo única función es “obedecer y reverenciar al jefe” (8).
Teoría y práctica de la conducción verticalista
La defensa del modo de conducción vertical, en el terreno ideológico, se basa en suponer que la crítica del verticalismo sólo puede llevar a la defensa de “la horizontalidad” (obviamente, un planteo “bienintencionado”, pero impracticable; de filiación anarquista, no marxista). El ardid, obvio, de “ganar” el debate luego de inventar un oponente bobo, tiene patas cortas. Es sabido (salvo para los anarquistas, duchos en desarmar al campo popular, delirando con La Anarquía) que el movimiento de masas requiere una conducción, si quiere enfrentar al bloque enemigo. Pero el apologista a ultranza del “líder indiscutido”, omite decir que ese asunto ha merecido ya mucha reflexión, desde el campo marxista. Una abundante biblioteca analiza estos temas: el carácter de la democracia burguesa, donde no se “gobierna” de modo directo, sino “por medio de los “representantes”; las experiencias, hasta hoy efímeras, pero a las cuales se debe prestar atención, de modos de centralización y gobierno por medio de órganos de las masas (soviets, consejos o juntas populares); la construcción del “partido revolucionario”, para el cual (Lenin) se postula una fórmula denominada “centralismo democrático”, noción que articula el debate irrestricto de las tareas políticas con el compromiso militante y la disciplina partidaria, y coloca en manos de una dirección colectiva elegida por la totalidad del activo partidario la función de conducir a esa totalidad, a la que no se adjudica un rol pasivo. Volveremos a estos planteos más adelante, buscando extraer enseñanzas prácticas para las exigencias que impone la lucha por la unidad y liberación de Latinoamérica, cuyas experiencias pasadas deben examinarse, para evaluar sus avances, pero también y especialmente sus trágicas caídas.
Una justificación más sutil del liderazgo verticalista se funda en atribuir al modelo bonapartista un carácter fatal: se trataría de un fenómeno inevitable en las condiciones del mundo colonial y semicolonial, donde con razón cabe hablar de cierta inmadurez en la formación de las clases y estructuras sociales, en particular de aquellas que se sienten expresadas por el movimiento nacional, por compartir las banderas de independencia nacional, soberanía política, justicia distributiva. Aunque se puede hallar algo semejante en planteos efectuados por la Izquierda Nacional, esta comprobación sólo nos lleva a formular como autocrítica el replanteo del tema, que se debe examinar sin pruritos. La verdad es siempre concreta, se ha señalado. El carácter policlasista de los bloques antagónicos es innegable en nuestras sociedades. Es cierto, además, que la única clase “madura” del país colonizado (9) detenta no sólo con el poder económico; es la que impuso al país su propia ideología (“civilización y barbarie” es la piedra angular), reflejo de la satelización a los centros imperialistas, logrando que reinaran como las ideas dominantes en la colectividad, con aptitud para arrastrar hacia ciertas políticas a los sectores intermedios y a la “intelligentsia” semicolonial, alienados emocionalmente por las luces del “primer mundo”, al que idolatran sin comprender. Pero no es cierto que el “jefe providencial” sea el único modo de generar una conducción de las fuerzas nacionales; menos aún, la conducción más acorde a la necesidad histórica. Esa suposición es, en definitiva, una extorsión: si el liderazgo verticalista es insustituible, postular otra fórmula es igual a negarse a liberar a la Argentina. Se ignora, con alevosía, el aventurerismo implícito en la idea de subordinar a la sobrevivencia de un hombre, por excepcional que sea, el destino nacional.
El nacionalismo “espontaneo” y el partido marxista
El nacionalismo burgués, cuyos límites estructurales le impiden cumplir, en esta época, y luego del agotamiento del programa del 45, la tarea de reconstruir el frente nacional en los términos necesarios para derrotar al imperialismo, fue derrotado, por esas limitaciones, sin completar su misión –y justamente, por ineptitud para concluirla–, en 1955 y 1976; en 1983, la memoria del caos y la descomposición desatada después de la muerte de Perón y los feroces episodios que acompañaron la lucha entre sus fracciones internas, lo llevó, por primera vez, a la derrota electoral, que sólo “superó” para llevar adelante, liderado por Menem, la mayor tentativa de destrucción de la Argentina burguesa del primer peronismo. En ese marco, interesa establecer las razones profundas que le permitieron resucitar y canalizar el viraje generado por la crisis del 2001, con la promesa de construir un “capitalismo serio”. Promesa que, en doce años, pese a los méritos del ciclo kirchnerista, no logró la fortaleza programática, y el nivel de autonomía nacional alcanzado en el ciclo que frustró la llamada “revolución libertadora”.
Si dejamos de lado las particularidades del caso, el secreto de esa perdurabilidad política debe buscarse en lo que tienen de común los países de la periferia colonial y semicolonial. En todos los casos, la depredación imperialista genera espontáneamente fuerzas que se rebelan contra la situación opresiva, encarnaciones de la necesidad de defender el país. Si, como ocurrió en la Argentina, tras la crisis mundial de 1930, se alcanzó un desarrollo industrial autóctono, aunque parcial e hipertrofiado, un conjunto de clases y fracciones sociales, con avances y retrocesos, ha de buscar canales para luchar por el sostenimiento de un capitalismo nacional. Tras la debacle del 2001, el notorio viraje que esa coyuntura generó en el seno de la sociedad argentina no encontró un cauce más adecuado que el ofrecido por Duhalde (con mezquindad extrema y concesiones imperdonables hacia los mismos grupos de poder económico antes beneficiados por el ciclo neoliberal), primero, y Néstor Kirchner, después, con una coherencia y profundidad mayor; todo lo cual confirma la regla señalada por los marxistas sobre los cambios de frente de la burguesía “nacional”, su oscilación constante entre el enfrentamiento y la subordinación al bloque imperialista; conducta que genera, en definitiva, la sucesión de ciclos de predominio oligárquico con intervalos en los que se impone (de modo transitorio) el nacionalismo burgués; un eterno recomenzar, al modo de Sísifo, que frustra siempre las oportunidades del país. Salvo que la acción de un partido marxista con base obrera y popular gane para su propio programa nacional –el programa nacional de una alianza plebeya– a las grandes masas, no será posible superar los ciclos de ascenso y derrota, ese recorrido circunvalar. Sin embargo, roto el “eterno retorno”, y abierta la ruta de una salida revolucionaria, ante el peligro, las clases explotadoras cancelarán sus diferencias; la burguesía “nacional”, al menos su estrato más elevado, derivará hacia el bloque oligárquico-imperialista. Pero tendremos patria, definitivamente.
No obstante, en esa situación no ingresaríamos, como puede suponerse, a la construcción de una sociedad de tipo socialista, que, si se la entiende debidamente, sólo será viable después de alcanzar una plataforma de desarrollo integral que no sea inferior al que rige hoy en el mundo avanzado. Es que no se trata de “socializar” el atraso y la escasez consiguiente, sino de lograr con métodos revolucionarios la continuidad del proceso de reproducción ampliada, lesionada hasta hoy por el despilfarro oligárquico y la fuga de capitales, inevitables mientras prevalezca el “derecho” de propiedad como valor absoluto –aun cuando lesione el derecho a vivir de toda la sociedad–, que la ideología del capitalismo ha ubicado por encima de la patria y el interés de las grandes mayorías. Desde luego, implicará, sí, una democratización de la vida económica; el desarrollo, junto a un Sector Estatal, de un Sector Privado de empresarios medios y pequeños, cooperativas y áreas de economía social, junto a empresas colectivas que sean administradas por sus propios trabajadores.
La paradoja, formal, es que para realizar la revolución nacional (burguesa) de un modo efectivo sea necesaria la ideología socialista –al no sacralizar el derecho de propiedad, no se retrocede en presencia de la propiedad oligárquica y el desvío parasitario de la renta–, cuya naturaleza social, no alienada a la defensa del régimen capitalista, le permite impulsar la democratización interna del movimiento de masas –facilitando su transformación en factor activo de la política y la economía nacional–, democratizar socialmente el país, liquidar definitivamente el dominio imperialista. Lo paradojal, sin embargo, es aparente: se trata de la lógica de la lucha de clases.
Naturalmente, esto no significa que la democratización interna del movimiento de las masas interese exclusivamente a la Izquierda Nacional. Por el contrario, esto es vital para coronar con éxito lo que las mayorías populares necesitan para vivir, el nacionalismo burgués promete que realizará y sus contradicciones internas lo llevan a traicionar, objetivamente. En el plano de la subjetividad, por otra parte, las tradiciones democráticas del pueblo argentino, enraizadas en las clases medias y el impulso transformador de las capas más postergadas de la sociedad semicolonial, en general, invisten de legitimidad nuestra apelación al protagonismo popular; el propio nacionalismo popular se ve obligado a plantear el problema de la organización política y el papel del pueblo en esa construcción, negando en los hechos lo que predica de palabra. Es sabido que Perón, que reclamaba que sólo “la organización vence al tiempo”, practicaba la política de impedir como fuera la organización del peronismo, que debía limitarse a obedecer sus órdenes supuestamente infalibles. Algunas interpretaciones vieron en esta modalidad un “vicio profesional”, derivado de los hábitos de la vida militar: Pero, si así fuese, carecería de explicación que ese modelo verticalista sobreviviera y fuese seguido al pie de la letra cuando la cúpula del movimiento fue ocupada por Néstor y Cristina, figuras civiles que en modo alguno formaron su carácter en el mundo del cuartel. Metafóricamente, cabe decir que la naturaleza de clase opera para seleccionar sus agentes idóneos e imponer su fatalidad al carácter de las personas, en definitiva. En el momento en que escribimos estas líneas, para ratificar el modelo, transformado en tradición, hay una sorda pugna en torno a la perdurabilidad del liderazgo de la presidente, ya que Scioli, de consagrarse presidente, “deberá” ser el nuevo jefe, obviamente verticalista, como lo anticipan sus seguidores, al sincerarse.
El partido marxista se crea y afianza construyendo las fuerzas nacional-populares
Ahora bien, si la opresión imperialista genera en las mayorías del país oprimido, por oposición, las condiciones que impulsan la regular aparición de un movimiento nacional y la naturaleza de sus banderas será necesariamente nacional-democrática, su efectiva conformación dependerá de la existencia de un factor aglutinante –en el peronismo histórico ese rol fue cumplido por el Ejército nacionalista– y el éxito de la empresa dependerá de su aptitud para ganarse el apoyo de las grandes masas, y muy particularmente de la clase obrera –si el país, como ocurre con la Argentina, cuenta con una plataforma industrial y de servicios relativamente moderna. En estos años, como nueva tentativa de reconstruir una fuerza semejante –la existencia inercial, por “horror al vacío”, del atomizado peronismo, no lo liberaba de la crisis de representación, que se manifestó a fines del 2001– la necesidad se encarnó en un liderazgo pequeño burgués, de ideología “progresista”, imbuido de ilusiones de corte desarrollista, que dio sin duda lo mejor de sí, pero fue incapaz para agrupar en torno suyo a una mayoría sólida y consolidar ese respaldo, por sus concesiones y erróneas expectativas respecto a sectores de la gran burguesía –pretendió identificarlos como burguesía nacional– y por los límites y prejuicios que puso de manifiesto al relacionarse con la clase obrera y el movimiento sindical, sin cuyo protagonismo no es posible reconstruir el movimiento nacional (10). A nuestro juicio, estos rasgos específicos deben inscribirse dentro del cuadro, más general, de la imposibilidad histórica de recrear el frente nacional del 45, para no hablar del verdadero desafío de conformar una alianza de las clases “plebeyas”; reunir en el seno del bloque nacional a la clase obrera y las clases medias, en los términos señalados en este mismo trabajo.
Ahora bien, si el nacionalismo burgués no puede lograr la emancipación nacional (si, tomando en serio el alcance latinoamericano que dicha emancipación exige para ser viable, se considera la necesidad de una construcción política continental, esta conclusión será más pesimista, aun, en cuanto al nacionalismo) y del éxito en dicha empresa depende el porvenir, ¿cómo construir un movimiento nacional no sometido a la burguesía “nacional”? Las bases histórico-sociales son las que provee el país real; no se “inventan” condiciones objetivas; y la mera frustración, tantas veces vivida, no generará espontáneamente una “superación”: los impedimentos, en tal sentido, son ideológicos, políticos, metodológicos, y responden a un factor inmodificable, cual es la naturaleza de clase de las conducciones burguesas. Sin la presencia de un actor nuevo, cuya acción permita superar esos límites, las mayorías nacionales reiterarán sus giros sobre la noria frustrante, “esperando a Godot”, o atomizadas y carentes de una identidad firme. Ese actor es, aunque debe probarlo ganándose en la lucha la confianza de las mayorías, un partido marxista de izquierda nacional, que no surgirá parido por la espontaneidad, ni “heredará” la fuerza y estructuras creadas por otros, para otros fines, a menos que ocurra una catástrofe y que ese partido cuente con un mínimo desarrollo. Sus cuadros son una “creación de la teoría” (Lenin) o, dicho de otro modo, la traducción organizativa de una ideología totalizadora y una voluntad consciente, cuyo propósito es representar a la clase obrera en la sociedad burguesa, y, en el caso particular de un país oprimido por el imperialismo mundial, nace para luchar junto a las fuerzas nacionales y disputar la conducción de una revolución burguesa que la burguesía “nacional” no puede concluir y abandona siempre a mitad de camino. Esa situación, singular, que va a determinar todas sus tácticas, le impone constituirse como representación nacional y articular las fuerzas del bloque antiimperialista, en base a un programa que orienta lo nacional profundizando lo social y sólo apoya lo nacional-burgués, al decir de Trotsky, “en determinada dirección”.
El punto de partida es la conformación de un núcleo de difusión ideológica, sin cuya existencia es imposible avanzar en la construcción partidaria propiamente dicha. En ese primer estadio, si caracterizamos al partido, en gestación, podemos juzgarlo como representación histórica de la clase obrera. Para que logre revalidar su entidad en los hechos, deberá probarse, y acrecentar sus fuerzas en la construcción de fragmentos del frente nacional que, antes de transformarse en un nuevo movimiento nacional de las masas, van a fortalecer a las fuerzas nacionales, con el aporte de una visión ideológica totalizadora del mundo, un debate abierto de los grandes problemas de la patria y el pueblo, y métodos democráticos en la toma de decisiones, atento a: (1) la necesidad de fortalecer desde sus soportes al movimiento popular; (2) enfrentar las tentativas de fracturar al pueblo y (3) generar formas de selección de los jefes basadas en su idoneidad para ser reconocidos por las propias bases como dirigentes naturales, cuyo peso y prestigio no sean el fruto de ningún “dedo”. En esa senda, por inserción real en frentes de masas, la “representación histórica” se irá transformando en la expresión política de sectores del pueblo, hasta transformarse en la identidad del pueblo mismo.
La Izquierda Nacional sólo supo cumplir esa tarea (durante la dictadura militar de Onganía) en el movimiento estudiantil(11), abandonándola en 1971 para construir un partido con personaría electoral que ampliaba el ámbito de difusión de sus ideas y la ponía a prueba en el escenario de la política pública; pero constituía sin embargo, curiosamente, un retorno a las modalidades de la etapa “superada” en el frente estudiantil, ya que la posibilidad de incorporar a nuestras tareas a otros militantes dependía otra vez de su identificación con el Socialismo de Izquierda Nacional, que ese era el ideario del FIP, siendo insuficiente una adscripción al nacionalismo democrático, como fue el caso de las Agrupaciones Estudiantiles. Como corroboración de este aserto, el FIP fue sólo la expresión jurídico-electoral del PSIN (12); una mera fachada del partido marxista, de ningún modo una formación frentista apta para reunir y movilizar fuerzas de signo nacional-democrático-popular, a partir de su decantamiento por el programa nacional de la clase obrera. A nuestro juicio, este fue nuestro error más grave de aquel momento y no, como se ha querido sostener más tarde, la táctica electoral, u otras cuestiones, importantes, pero derivadas de aquel, o más puntuales (13).
Y no hablamos sólo de formas y contenidos programáticos, aunque sean significativos. Se trata además de los presupuestos mismos a partir de los cuales se aborda (o debe abordarse) –en el momento en que pasamos de la propaganda general a la lucha por insertarnos en frentes de masas– la pugna por transformarnos en expresión política de un sector determinado, como paso previo a lograr tal cosa en la escala más vasta del frente nacional. Porque ahora partimos, para usar una fórmula actualmente en boga, de una “demanda” político-reivindicativa parcial, para “descubrir” con otros como dicha demanda se articula con lo general, durante el trayecto de una lucha por organizar núcleos (que compartimos, sin disolver la organización propia y sin diluirnos) que busquen satisfacerla (14). Un enfoque adecuado de los problemas implicados en esa empresa –sólo posible desde una visión general comprometida con el destino de las mayorías– habrá de incorporar esa lucha parcial a la lucha nacional del pueblo y la patria, si los actores de la acción asimilan la conclusión (previsible, para la teoría) de que “no hay salvación sino es con todos”.
Si omitimos el caso de los intelectuales marxistas y otros individuos aislados que normalmente llegan al campo revolucionario movidos por una visión crítica de la sociedad, que los impulsa a la acción, las multitudes llegan al movimiento nacional movidos por la presión de los intereses de clase, y, más inmediatamente, por la necesidad de apelar a la movilización de masas cuando se busca encontrar una respuesta efectiva a demandas legitimadas por la cultura y la tradición, y la ruina del régimen vigente niegan la satisfacción de anhelos naturalizados. Sólo entonces la realidad (social) busca a “la Idea” (Marx). Consecuentemente, si “la Idea” ha de facilitar el encuentro, es necesario que los propagandistas de la transformación estructuren fuerzas que partan de lo real (una demanda político-reivindicativa sectorial, desde el cual se “descubren” los nexos con lo general –el programa nacional de la clase obrera–, que por su contenido será nacional popular, pero las conducciones burguesas tienden a rechazar, o a ceñir a “su” visión, porque conducen el conflicto fuera de su alcance, al poner en cuestión un sistema al cual sólo pretenden retocar). La difusión de ideas, por consiguiente, ha cedido la prioridad a la agitación política, clima en el cual surgen habitualmente líderes naturales, los que serán destinatarios de un diálogo en profundidad, en el cual “la Idea” y las masas se enriquecen en la experiencia, y se entrelazan en la perspectiva de facilitar la emergencia del protagonismo popular (15).
En el ciclo descripto el partido revolucionario prueba su condición de factor necesario, ante los ojos del pueblo y la militancia popular. Como resultará obvio, la construcción implica crecer en la estima de todos los actores del movimiento nacional y, en consecuencia, sostener el terreno ganado hasta el presente, ya que la continuidad de un proceso de luchas viabiliza y facilita toda perspectiva de profundización política.
Algo más, sobre “la sucesión histórica”
En el pasado, la Izquierda Nacional, y especialmente su mayor vocero, Jorge Abelardo Ramos, intentando prever las condiciones en las cuales el partido marxista podría ganar la conducción del movimiento nacional-popular, solía decir que la burguesía “nacional”, en algún momento, “arriaría las banderas” de la Independencia Económica, la Soberanía Política y la Justicia Social, y que en esas circunstancias las masas nos verían sostenerlas en alto, transfiriéndonos la tarea de llevarlas adelante(16). Personalmente, creo que se trata de un planteo fatalista, apoyado en la verificación de las “sucesiones históricas” del pasado nacional. A mi modo de ver, la profecía aquella, que todos compartíamos, o no cuestionábamos, subestimaba el problema de crear un sistema de cuadros estable, con inserción real en las clases populares, aunque se trate sólo de fuerzas minoritarias, como condición para poder aspirar efectivamente a constituirnos en polo de un reagrupamiento de las grandes mayorías, ante una crisis de conducción del movimiento, o al emerger una situación que frustre las expectativas depositadas en él. Más allá del dato de que el mismo Ramos, al presentarse la ocasión, con el giro menemista, terminó sumándose al abandono de las banderas nacional-burguesas, consideramos que el peso del aparato político y la ideología burguesa del movimiento nacional, en condiciones análogas, si el partido marxista no alcanzó a reunir esa “masa crítica” capaz de tornarlo una alternativa real, lo esperable es más bien la degradación y el retroceso del campo popular; la desmoralización política, tal como ocurrió en la década del 90. El “trabajo gris” del que hablaba Lenin y la paciencia del constructor, sin perder en el camino la capacidad para advertir esos bruscos virajes que suele usar la historia para descolocar a los rutinarios, no podrán suplantarse con los recursos de la alquimia.
Córdoba, 17 de octubre de 2015
Notas:
1) Dice Aldo Ferrer, con referencia a los “países exitosos”: “En los casos mencionados la concentración del ingreso coexistió con elites y liderazgos empresarios nacionales capaces de acumular sus excedentes y, consecuentemente, aumentar la inversión y la tasa de crecimiento. Una cosa es, en efecto, la concentración del ingreso en elites inclinadas al despilfarro y otra en aquellas con vocación de acumulación de poder en sus propios espacios nacionales”. Ver “El capitalismo argentino”. FCE. 1998
2) Nos referimos a la nota “La conducción vertical, después de Perón”, del autor.
3) No es posible, en los marcos del trabajo, hacer un análisis más exhaustivo del tema de las diferencias entre uno y otro momento histórico, sin limitarnos a señalar “la audacia de Perón”. En la nota al pie siguiente, intentamos dar un fundamento más general.
4) Cabe hacer una observación puntual, en relación a esto: se habló mucho en estos años de “volver a enamorar” a las clases populares. Sin ignorar el valor de generar trabajo, y restablecer derechos perdidos con el neoliberalismo, es difícil pensar que con solo eso pueda recrearse una pasión popular. En la década del 40 Perón elevó socialmente a los trabajadores a una condición social cualitativamente distinta a la anterior, ingrediente insustituible para ganar el corazón de una clase sumergida… junto al odio visceral del campo oligárquico y los sectores aferrados a la jerarquización tradicional.
5) En el momento oportuno, ese conflicto dio origen a la nota “El conflicto gobierno-CGT y el rol político de la clase obrera”, del autor.
6) El entusiasmo popular no es el fruto de la “demagogia populista”, ni está manifestando alguna clase de “engaño”, por parte de las mayorías. En la “Ideología Alemana”, Marx nos explica que toda clase que aspira al poder debe presentar su interés de clase como “interés general de la sociedad” y (cito de memoria) que en su época de ascenso esto coincide hasta cierto punto con la realidad, ya que todas las clases emergentes, en mayor o menor grado, comparten una plataforma y un enemigo común. Si tenemos en cuenta (Lenin) que en los países atrasados se padece más “por falta de desarrollo del capitalismo, que por el capitalismo como tal”, nada tiene de extraño que los pueblos se movilicen para respaldar medidas que tienen como fin la ampliación del mercado en su propio país, lo que implica elevar el consumo de la mayoría. Por lo demás, al motor económico –tomando distancia del mecanicismo “marxista”– cabe añadir los estímulos culturales y emocionales ligados al rechazo del sometimiento nacional.
7) De allí el encono del mundo empresario ante las imprevistas y empíricas estatizaciones kirchneristas (nunca hubo un plan explícito, anticipatorio; se las justificó a posteriori en base a razones de hecho, no como parte de una visión general, en la cual el Estado ha de quedar a cargo de ciertas áreas, como único agente del interés general). Es obvio el hecho de que no por ello son menos valiosas y dignas de apoyo. Pero no respaldarlas a partir de una posición ideológicamente clara es sin duda una debilidad, manifestada en discursos de Cristina Kirchner, que necesita aclarar que no responden a una visión estatista, a pesar de que la experiencia prueba en los hechos la hipótesis general de que el capital privado sólo se guía por el beneficio inmediato y toda empresa de valor estratégico no puede ser entregada al mismo, si quiere resguardarse el interés general.
8) Describir un sistema es algo diferente a juzgar a las personas. En el gobierno de Perón, un ministro insigne como Ramón Carrillo llevaba adelante con gran visión, y pericia de sanitarista, una tarea que estaba lejos de responder a indicaciones puntuales del líder y estaba inserta, no obstante, en el marco aquél señalado por el General al decir que lo rodeaban “adulones y chupamedias”. Pero, los casos singulares que desdicen la norma no pueden usarse para ignorar su existencia. Añadamos que, en el caso de Carrillo, era su acción acotada a lo “técnico”, sin incursionar ni inmiscuirse en el terreno de lo que se entiende habitualmente como “la política”.
9) Señalamos como “madura” a una clase provista no sólo de poder económico, sino al mismo tiempo de un universo cultural, que refleja la dependencia y el rol subordinado del país al imperialismo, pero es no obstante la única ideología de carácter totalizador que puede señalarse como ideología dominante, ya que impera en la colectividad y la provee de patrones, al servicio de la oligarquía, en nuestro caso.
10) Reflejando, y procurando justificar, esas limitaciones ha surgido cierto “revisionismo”, en ámbitos del kirchnerismo, que desea transferir a los desocupados y marginalizados el rol de vanguardia de la lucha revolucionaria, con el pobre argumento de que ellos “no tienen nada que perder”, mientras los trabajadores, socialmente incluidos, “se han vuelto conservadores”.
11) Se procuró analizar este desarrollo táctico y sus relaciones con el objeto de la presente nota en “La Izquierda Nacional y AUN: acerca del tema de la construcción del partido”.
12) Para hacer comprensible el significado de las siglas, cabe aclarar que el PSIN (Partido Socialista de la Izquierda Nacional) fue fundado en 1962, la táctica AUN (universidad) y ASENA (secundarios) fue madurada durante el gobierno militar de Onganía, Levingston y Lanusse (1966-1973) y el FIP (Frente de Izquierda Popular), el partido con Personería Electoral nacional y en las 24 provincias del país fue constituido en 1971, con el fin de participar en el proceso electoral abierto con el retroceso de la dictadura oligárquica.
13) Estas experiencias, entendemos, sin altanería, no merecieron una reflexión acabada de nuestra parte; y esos límites en la autocrítica, aunque no agotan para nada la cuestión, deben considerarse un factor concurrente en la crisis del FIP y el retroceso sufrido por nuestra corriente en un contexto histórico nacional y global de “crisis del pensamiento revolucionario”, que invita a eludir explicaciones reduccionistas.
14) En la versión expuesta por Laclau las demandas integran un “discurso”, no manifiestan las contradicciones de una realidad objetiva, exterior a la conciencia. El conflicto, como exteriorización una sociedad contradictoria, y la existencia misma de las clases sociales ha desaparecido, ya que “nada existe sin ser pensado”. Esta visión idealista sostiene en definitiva el orden vigente, se rinde a los pies de la burguesía “nacional”, y le permite dislates como sostener que La Cámpora es “la vanguardia” del pueblo argentino.
15) Como hemos señalado en otra oportunidad, esta esquematización del papel cumplido por la agitación política no implica desconocer que la propaganda (muchas ideas, para los elementos de vanguardia) es insustituible como herramienta para ganar y formar a la militancia popular.
16) En un reportaje para la revista “Confirmado”, en 1971, Ramos usaba el ejemplo chino. A tal punto, entiendo, se trataba de plantear una suerte de metáfora sin el valor de un diagnóstico apto para guiar nuestro trabajo práctico, que el vocero del FIP usaba un ejemplo muy poco ajustado a su hipótesis de “la sucesión”: las características del largo proceso protagonizado por el maoismo, en el que acertadamente se inventariaban las complejas y contradictorias relaciones de colaboración y rivalidad con el nacionalismo chino, no dieron lugar a una “herencia vacante”, que cayera súbitamente en manos de los marxistas. Al contrario, ocurrió que la fracción del movimiento nacional liderado por los comunistas, que ocupaban y administraban regiones del país mucho antes de que toda la nación cayera en sus manos, creció a costa del sector dirigido por Chiang Kai Sek, hasta tornarse al fin en una fuerza abrumadoramente mayoritaria dentro del conjunto de las facciones antiimperialistas, lo que impulsó a su vez al “nacionalismo” burgués, ya impotente para recuperar el control, a buscar el apoyo del imperialismo yanqui, lo que terminó de convencer a las mayorías del país de que Mao y sus fuerzas eran los únicos garantes de la independencia nacional y las aspiraciones sociales de la nación oprimida, incluidos sectores de la burguesía “nacional”.