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ECONOMÍA Y SOCIEDAD

¿HACIA DÓNDE VAMOS? LA ALDEA GLOBAL DESPUÉS DE LA PANDEMIA

socialismo utópico y socialismo científico

 “Como no puede suponerse que la senilidad del sistema vaya a generar de un modo automático, sin resistencia y sin lucha, la superación del capitalismo, es necesaria una comprensión de lo que debe hacerse para retomar ese intento que fracasó en Rusia, pero promete triunfar en el escenario chino…”  ¿Hacia dónde va China? Su transformación y el futuro del orden global, 06 de febrero de 2019, del autor.

Algunas figuras de la intelectualidad “progresista” de los países centrales[1], frente a la pandemia, están  pronosticando el fin del capitalismo. Reiteran, en verdad, lo que ya decían luego de la crisis del 2008, que les recordó la existencia de Carlos Marx, al que habían sepultado al desaparecer la URSS, como si  fuese el autor de esa catástrofe geopolítica. Es una fantasía “el fin de la historia”, concluyeron después del derrumbe bursátil; el reino del capital está en apuros. Al libre mercado de Friedman y sus alumnos  lo mandaron al rincón, a purgar las culpas. Al capitalismo, insalvable, lo cuestionaron no sólo por ser inhumano, sino inviable. Debía enterrárselo y volver a las fuentes del humanismo europeo. Y, si bien los rasgos del nuevo orden no se establecían, los augures decían que iba a ser distinto a lo que fue en su tiempo “el socialismo real” –no era cuestión de apostar a un modelo ya obsoleto, al que sus padres intelectuales tributaban culto, mientras estuvo vigente– pero, fuese como fuese, iban a reinar pautas de solidaridad, mayor igualdad y se abandonaría la fiebre de acumular riqueza empobreciendo a las sociedades. Esta bella quimera, lo hemos dicho en otro lugar, ignora el problema de cuáles son las fuerzas sociales impulsoras del cambio –el actor revolucionario, “la fuerza material” que  hace suyo el programa, para el marxismo–, bajo qué cánones logra unirse la voluntad colectiva y qué cuestiones deben resolverse, en el periodo gestatorio, para triunfar sobre la resistencia que opondrán los núcleos del stablishment ¿O se supone que éste se sumará de buen grado a la sugestión de ceder el poder y los beneficios que protege, iluminados por el verbo de los epígonos de Charles Fourier?

La inconsistencia de esos planteos es abismal. Se menciona a Marx –otorga prestigio– pero con tanta incongruencia que el resultado es vender gato por liebre, sin que el cliente lo advierta. Si no hubiese esa finalidad, si descartamos la estafa ¿cómo explicar el retorno abierto al tipo de formulaciones que fueron tildadas (Engels dixit) de “socialismo utópico” por los creadores del marxismo, siendo que sus obras son conocidas? De pronto, un “nosotros” nacido del convencimiento espontáneo del género humano, nos lleva a Utopía (a una nueva cultura, ni más ni menos); salimos de la barbarie actual…sin los dolores del parto. Los latinoamericanos, afectos a reverenciar “la sabiduría” europea, deberemos comprender que la decadencia del viejo mundo está allí también, en la inconsistencia sin límites de su intelectualidad  “progresista”, cuya endeblez es patética.

No hay dudas de que la catástrofe actual generará cambios, en el mundo y en la Argentina, nuestra patria chica. Tal como lo conocemos, el paradigma neoliberal difícilmente sobrevivirá. Como mínimo, cabe suponer que la pandemia, como ocurrió con la crisis de 1930, impulsará el estatismo, al menos en el área de la salud pública. Será enorme la presión a sacar de allí a los mercaderes de la medicina; una montaña de muertos que eran evitables, acompañada de una catástrofe económica, también global, presionará a favor de políticas que sustraigan la supervivencia social de las manos del libre mercado, cuya lógica ignora el interés colectivo, aun en los términos de la reproducción del sistema. No obstante, la resistencia a cambiar (para “salvar lo principal”), por extraño que nos parezca, será feroz, allí donde existen poderosas fuerzas que crecieron destruyendo el “estado de bienestar”. Una de esas fuerzas, afirmadas en las décadas del mundo unipolar –que se sintió liberado de un enemigo sistémico, tras el derrumbe de la URSS– está constituida por las gigantescas empresas de salud, cuya acción, al vaciar los sistemas sanitarios públicos, crearon las condiciones que hacen fracasar hoy tan dramáticamente la lucha contra el coronavirus.

¡Raro sistema, éste, cabe decir, que tiene seguros para tantos riesgos y carece de red cuando salta en el trapecio, sin la mínima precaución! Ésa es la lógica, sin embargo, del capitalismo “de timba”, que es el dueño del poder actual. La especulación sin freno tolera a Trump, pero parece incapaz de escuchar a Sanders, el moderado, cuyas políticas atenderían más racionalmente a la preservación del sistema, amenazado por la avidez de Wall Street. No olvidemos, por otra parte, que la modalidad vigente sólo acentúa “lo natural” del orden capitalista. Los industriales de Bérgamo, que condenaron a muerte a sus propios obreros para no parar una producción de bienes que quizás no encuentren la demanda hoy, no fueron más cuerdos ni más deshumanizados que sus homólogos norteamericanos del sistema industrial, comercial, financiero… y hospitalario privado.

Antes de fantasear sobre “el día después”, debemos analizar qué ocurrirá durante la pandemia, país por país o, más precisamente, en aquellos Estados cuya situación, al finalizar este ciclo, pesará más en el futuro global. La pertinencia de plantearnos en estos términos el problema es evidente, si se advierte que el covid-19 ha puesto en cuestión el futuro de los países centrales del mundo y que la diferente capacidad de cada uno de ellos para responder a la crisis es desigual y probablemente determinará un cambio en las relaciones de poder entre unos y otros. En segundo lugar, es decisivo considerar cuánto se tardará en superar la pandemia, dada la relación, muy estrecha, entre la duración de la crisis y los daños que ocasionará, en vidas humanas, en destrucción de riqueza y en la aparición de tentativas dirigidas a replantear el rumbo que tienen los asuntos humanos, en nuestro tiempo. En este sentido, es útil evocar el impacto imborrable que sobre el espíritu humano tuvo el desarrollo de la primera guerra, en el doble sentido de terminar con la ilusión de que habíamos superado las tinieblas del medioevo, ingresando a un tiempo de humanización y progreso, mientras se desataba –recreando en cierto modo la fe en el hombre– la revolución, triunfante en el escenario del Imperio Zarista y amenazante, pero al fin fallida, en buena parte de Europa. Es semejante lo que puede decirse de la segunda guerra. Y, más cerca de nuestros días, la conmoción causada por la caída de la URSS, fatal para algunos y festejada por otros.

En principio, mal que les pese a los vendedores de utopías, es preciso decir que carece de sustento plantear la posibilidad de una transformación social progresiva sin un sujeto político apto para impulsarla, algo que supone, a su vez, trazar un programa que anticipe cuál será la formación social que releve al capitalismo. Sin bases programáticas ¿cómo construir una fuerza revolucionaria capaz de llevar el  proyecto a la práctica? Eludir esa tarea y “prometer” un cambio, en los términos que plantea cierto progresismo[2], es adormecer la conciencia pública, obstaculizar la tarea de construir sin demora el arsenal teórico-práctico que hará posible derrocar al capitalismo. Sin empezar por eso,  de un modo consecuente, la barbarie actual puede adoptar otras formas, pero no cederá: en suma, debe superarse el retraso, signado por “la crisis del pensamiento”, en el campo revolucionario. Si esta premisa es acertada, se impone analizar los orígenes y el desarrollo del abandono de la teoría que se calificaba  a sí misma como científica y revolucionaria, para retomar esa herencia intelectual, hoy extraviada. Esa empresa incluye luchar contra las baratijas que venden los postmodernistas “de izquierda” del género de Laclau[3] –una política sin clases sociales, fundada en “el discurso”– por una parte; por otra, proceder a una crítica también implacable contra el “marxismo” contemplativo que floreció en la Europa del Estado de Bienestar, para reasumir el que sostuvieron Lenin y Trotsky[4].

Pero veamos antes qué cabe esperar del despliegue de la pandemia en el mundo central, epicentro de la crisis y asiento, como sabemos, del imperialismo mundial.

La situación de los EEUU

Antes de la crisis del coronavirus, EEUU veía amenazado su poder global por la transformación de China en una potencia ya no limitada a una producción basta, sino que apostaba a ensanchar la barrera del conocimiento científico y tecnológico, mientras consolidaba su papel de “taller mundial”. Despejando su teatralización –por el lado estadounidense, ya que los chinos cultivan “el perfil bajo”–era un peligro cierto, pero ante el cual cabía trazar planes, para conjurarlo, sin que se precipitara una  catástrofe que pusiera contra las cuerdas al país del norte. La crisis del coronavirus alteró las cosas, al acentuar las tendencias que venían advirtiéndose, creando una situación de imprevisible final para la lucha por la hegemonía en el orden global. Si la prolongación de la pandemia supera la estimación frívola de Trump, los daños sufridos por la economía estadounidense pueden llevarla a la extrema debilidad que padecieron los europeos tras las guerras inter-imperialistas del siglo XX. Un estado en el cual, cabe recordarlo, Gran Bretaña y Francia vieron desvanecerse su imperio colonial, Alemania fue dividida y sólo el Plan Marshall –omitamos hablar del activo papel que tuvo Stalin, para cumplir con el pacto negociado en Yalta– aventó el peligro de la revolución social en el sector occidental del viejo continente.

 Es preciso eludir la tentación catastrofista. Pero no podemos, por esa razón, evitar la contemplación de una situación que socava el liderazgo mundial de EEUU. En primer lugar, es durísimo el golpe a la credibilidad del país, modelo emblemático del neoliberalismo. Ese paradigma, que comparte con sus aliados de la vieja Europa, fue desacreditado por la vergonzosa fragilidad de sus sistemas sanitarios y la clara irresponsabilidad del gobierno de Trump en el manejo de la pandemia. El Presidente fue un líder en hacer de la salud un mero negocio, rechazando incluso la débil ampliación de las coberturas médicas impulsada por Obama[5]. La ausencia estatal elevará criminalmente la cantidad de víctimas, como se vio en Italia, España, Francia y Gran Bretaña, que han sufrido las mismas políticas. Es de prever, sin embargo, que la debacle norteamericana adquiera una gravedad mucho mayor. A pocas semanas de iniciada la pandemia, tiene el país ya 27 millones de nuevos desocupados, lanzados a la calle por una legislación que libera el despido. Los cesantes, en consecuencia, se han sumado a los marginales en demanda de comida, generando colas a las que acuden hoy millones de hambrientos. Mientras tanto, el esfuerzo financiero del país se destina a salvar a las corporaciones del quebranto ocasionado por la  virtual desaparición de la demanda en ciertas ramas. En otros casos, una inmensa masa de recursos financieros, cedida a los gurúes de Wall Street, carente de opciones de inversión productiva, impulsa a la Bolsa a obrar como si nada estuviese pasando, con índices cuasi “normales”, evocando a la orquesta impávida del Titanic. A fines de marzo, 37 millones de estadounidenses eran víctimas del hambre, según Stiglitz. Carmen Reinhart, economista y profesora en Harvard, señala por su parte: “El deterioro en el mercado laboral en EEUU que vimos en tres semanas tomó 24 semanas en la recesión de 2008 y 2009”. Un colega suyo, Kenneth Rogoff, declara: “El derrumbe en curso será comparable o superior a cualquier recesión de los últimos 150 años”; “nada podrá evitarlo”. Señala, también, que “sin solución sanitaria es imposible predecir cómo terminará la crisis”; lo que sucede, a su juicio, “se parece a una invasión alienígena: la determinación y creatividad humana triunfarán, pero ¿a qué costo?”. Y agrega: “mientras la situación sanitaria no se resuelva, la situación económica será sombría. Y, una vez superada, el daño a las empresas y mercados de deuda tendrá efecto duradero, porque el nivel de endeudamiento era ya muy alto”[6]. Finalmente, en la última semana de marzo, Goldman Sachs pronosticaba que el PBI de los EEUU se contraerá a una tasa anual del 24% en el trimestre de abril a junio. Nadie cree, en el momento actual, en una rápida salida de la crisis. Y si ésta se prolonga más allá de cierto límite imposible de precisar, es posible pensar en un hundimiento catastrófico de la potencia norteamericana, que sumerja al país, como ocurrió con la URSS, en una situación de descontrol sistémico. Con Europa sumergida en su propio drama, nos preguntamos si el coronavirus –en la hipótesis de que las cosas se desarrollen de esa manera– no nos llevará, contra lo previsto en todos los exámenes previos a la aparición del covid-19, a un abrupto final de época.

Esta presunción no es alocada, creemos; sí lo sería predecir cómo se desarrollarán las cosas. La clave, respecto a lo principal, es que su historia y su sistema de creencias influyen negativamente en EEUU a la hora de enfrentar al “enemigo invisible”. Se trata, sabemos, de un país impregnado por la noción bíblica del “pueblo elegido”, macerado en el mito de su propia superioridad; habituado a pugnar en guerras lejanas y, con la excepción de Vietnam, a ganarlas sin que lastimen sus ciudades y campos; a subir hacia el poder global sin rasguños. Ideológica y políticamente sus ciudadanos son inusualmente primitivos, individualistas al extremo y aunque los últimos años hirieron parcialmente su confianza básica, con la deslocalización industrial y el retroceso industrial, el impacto se limita a incentivar el resentimiento hacia los trabajadores migrantes y hacia los señuelos que la prensa pone frente a sus ojos, para desviar hacia ellos la hostilidad resultante[7]. Trump ha explotado estos sentimientos, para vencer a los globalizadores que preferían a Clinton. Pero el resultado de su éxito fue dar al país un liderazgo en el cual el impulso reemplaza a las ideas claras e incluso a la sensatez[8] –quizás por eso de Dios ciega al que quiere perder–, un fatalismo que se traduce en que la decadencia norteamericana era irreversible y sólo es posible dilatar el fin. Ese estado de descomposición, anterior a la pandemia, puede ser acelerado por esta sorpresa[9] del covid-19, pero la antecede largamente.

La Unión Europea en la cuerda floja

Caulitativamente, si omitimos el caso particular de Alemania, los países europeos no están mejor, sino más débiles[10]. El brexit ya anticipaba el riesgo de un divorcio fatal. Las mezquindades nacionales, en el cuadro de la pandemia y la devastación económica consiguiente, pueden acelerarlo. Se negocia, en estos días, algo que se enuncia como un “nuevo Plan Marshall”, que nos evoca la frase famosa de los franceses, le mort saisit le vif (el muerto agarra al vivo): nadie explica quién pagará la fiesta, dado que no estarán los EEUU. ¿Alemania?: sus decisiones de las últimas décadas –recordar  que Grecia todavía sufre la determinación expoliadora de la banca germana– desalientan la apuesta, que ignora lo fundamental del orden senil, en ambas orillas del Océano Atlántico: la rigidez extrema del capital financiero y su origen, que no es moral; sólo remite a la naturaleza del capitalismo,  más desnuda que nunca en la era del parasitismo y la especulación financiera reinante en los centros del imperialismo mundial. No es previsible que Merkel sea una excepción, hoy, cuando debe afrontar los problemas de su país, que no serán pocos, en el próximo período. La mayoría de los restantes miembros de la Unión Europea, sin considerar a los ex países socialistas, sufren asfixia por la deuda externa, contraída en su mayor parte para transferir al Estado los quebrantos privados que originó la crisis del 2008. Con sus industrias heridas por la competencia china, refugiados en el rol  –el caso de Londres es emblemático en tal sentido– de plataformas operativas para la especulación financiera, privadas de la posibilidad de lograr un renacimiento de la producción industrial, sólo Alemania luce en ese escenario como una economía relativamente sólida.

Al mismo tiempo, la obsolescencia del sistema político es en todos los casos una manifestación de las resistencias sociales a registrar adecuadamente los datos de la realidad. La socialdemocracia luce más corrompida e inútil que nunca, para servir de instrumento de un cambio social. A su izquierda, nuevas formaciones, como Podemos en España, apenas apuestan a matizar con retoques el orden establecido por los neoliberales con la complicidad “socialista”: el capitalismo de timba. Y hasta las formaciones que prometían retomar un rumbo de transformación serio, como Syriza, capitularon ante las finanzas, es decir, demostraron ser válvulas de escape de la rebeldía popular, reflejando, quizás, los límites de su base social de sustentación[11].

En definitiva, ya que la recomposición de las estructuras políticas no sigue mecánicamente los ritmos de la realidad, la catástrofe en Europa no logrará producir a tiempo la renovación que podría salvarla del ingreso a un periodo de convulsiones económicas y sociales sin salida a la vista, muy semejante al reino de la barbarie que Rosa Luxemburgo señalaba como alternativa al triunfo del socialismo, en los primeros años del siglo XX. Si aquel señalamiento traduce actualmente cuáles son las opciones de Europa[12], cabe suponer que aquéllos que piensen en retomar la lucha revolucionaria asumida por el marxismo, que fracasó en la URSS, pero ha logrado hasta hoy triunfar en China, deben prepararse para una larga marcha.

El sujeto de la transformación  

Como una manifestación más de la vacuidad reinante en el pensamiento europeo “de izquierda” han de recordarse las teorizaciones que postulaban la presunta “desaparición del proletariado”, el actor revolucionario de la teoría marxista. Entre otras cosas, este manoseo frívolo de la teoría omitía considerar al menos dos hechos, no menores: en primer término, que la noción de proletariado nada tiene en común con la mirada de un sastre, que identifica al obrero si viste de mameluco. Para Marx, la determinación se relaciona con la necesidad de vender la fuerza de trabajo, no con la prenda que el trabajador usa. En tal caso, si los asalariados, ampliamente mayoritarios en el mundo europeo, son conformistas, habrá que averiguar de qué lugar proviene la renta que le permite al capitalismo de las metrópolis corromper a “su” proletariado con “buenos” salarios. Para Lenin y Trotsky es clara la respuesta: proviene de las colonias y semicolonias; en segundo lugar, que en estas décadas hemos visto el desarrollo del mayor proletariado de la historia universal, formado por 400 millones de chinos. Su representación política, el PCCH, emplea una formación “capitalista de Estado” para crear bases que son indispensables para llegar al socialismo. Ese proletariado y el partido que lo expresa, con deformaciones burocráticas, lleva adelante un programa cuyo final decidirá la lucha de clases a escala internacional, pero es un actor imposible de ignorar en la construcción del futuro.

Pero esta manera de analizar la cuestión, tan alejada de la trivialidad de gente como Laclau, Derrida, Zizek y Cía, requiere, como paso previo, romper la escisión, cuya paternidad fue netamente europea, entre una teorización supuestamente marxista, pero desentendida de la lucha política y el mandato de Marx de transformar el mundo.

Este fenómeno de disociación, entre el desarrollo teórico del marxismo y la lucha revolucionaria, en términos cada vez más acusados, arranca con el triunfo de Stalin en la URSS y se consolida a partir del asesinato de Trotsky[13], en Coyoacán. Después de la segunda guerra, mientras en Europa oriental el Ejército Rojo expandía las fronteras del “socialismo real” con eje ruso, el avance de la revolución, en otros teatros, como Yugoslavia y China –más tarde aparecerán Vietnam y Cuba–, no restauran la unidad entre teoría y práctica. Los líderes de todas las revoluciones triunfantes, Mao, Ho Chi Ming y Fidel, son grandes conductores y revolucionarios prácticos pero, salvo algún texto útil para orientar puntualmente a sus bases, no aportan algo nuevo a la teoría marxista, como ocurría antes con Lenin y los suyos ¿Es necesario recordar el nivel del debate y producción de documentos de los primeros Congresos de la III Internacional? Esa riqueza desapareció con la muerte de Trotsky[14], si atendemos a la elaboración de una teoría pensada para la lucha revolucionaria, respondiendo a la pauta trazada por Marx en la novena tesis sobre Feuerbach.

Esa “crisis del pensamiento” se exterioriza con la caída del “socialismo real”, pero no se origina en ese momento, sino en la imposición del “marxismo leninismo”, eufemismo destinado a escamotear la degradación del pensamiento marxista, que deja de ser un método vivo para adquirir el carácter de una retórica burocrática[15]. Pero no se trata de una desviación acotada, como otras que enfrentó el movimiento obrero en su historia anterior, sino de la “teoría” oficialmente adoptada por el país rector de la Internacional Comunista: Prolijamente depurada por la burocracia soviética, a lo largo de décadas, no hay ni un ápice de leninismo en sus cultores. Sus hallazgos sobresalientes, como cabe suponer, fueron “el socialismo en un solo país” –huevo de todas las criaturas horrendas paridas por el stalinismo– y la “coexistencia pacífica”, que acompañaría la derrota del capitalismo occidental en manos de la URSS, probando la superioridad de “la planificación”[16] sobre el mercado. Sobrevino lo contrario, como es sabido.

La Segunda Guerra Mundial fue un terremoto universal. Como había ocurrido con la primera, inauguró un ciclo de revoluciones coloniales que la Conferencia de Yalta y los pactos posteriores para el reparto del mundo no lograron frenar. En relación a China, la voluntad de Stalin fracasó en el intento de que Mao accediera a un acuerdo funesto con Chiang Kai Shek y la grandiosa revolución se adueñó del país, ensanchando enormemente el campo socialista. Ese triunfo pondría a prueba la hegemonía stalinista, en el corto plazo y, al confluir con otros factores, acabaría por impulsar una diáspora de los partidos comunistas locales respecto a Moscú, algo que, al conjugarse con la deriva de los partidos comunistas europeos y con los cambios experimentados en los dos escenarios en que se dividió Europa, terminó de horadar la hegemonía de Moscú. Esa situación señala un nuevo punto de partida, o una maduración en la debacle del stalinismo, que, asociada a la deriva de los partidos comunistas de la Europa occidental, que goza entretanto del Estado de bienestar, nos introduce de lleno en el proceso de la disociación antes referida, que debemos examinar.

Conviene partir de una obviedad reconocida: hasta el triunfo bolchevique, que desplaza hacia la URSS el centro de irradiación del marxismo revolucionario, su núcleo rector estaba en Europa, con liderazgo alemán. La socialdemocracia, clausurado el ciclo insurreccional posterior a la primera guerra, del cual emergió desacreditada pero resuelta a ratificar su rol de sostén del orden, superó la amenaza de pasar a la historia, aupada por la degeneración del proceso ruso. El triunfo de Stalin la situaba otra vez como defensora de “la democracia”, contra “el totalitarismo rojo”. Los zigzag del buró de la Internacional domesticada, con los extravíos y traiciones del stalinismo en China, en Alemania y en España, que concluyeron con el pacto Molotov-Ribbentrop[17], operaban para legitimar su defensa del “mundo libre”, antes y después de la Segunda Guerra.

Finalizada esta última, sin embargo, el rol de la URSS en la derrota de Hitler y el heroísmo indudable de los comunistas que lo enfrentaron en la Europa ocupada, en el marco de los padecimientos sufridos por sus pueblos, abrieron una oportunidad a la lucha revolucionaria, que los pactos de Stalin con EEUU y Gran Bretaña asfixiaron sin pudor, impulsando abiertamente acuerdos con las respectivas burguesías europeas, con la excepción de Yugoslavia, donde el mariscal Tito desobedeció y venció. El balance de la situación, que no puede excluir la ocupación por la URSS de la Europa del Este, ampliando hasta allí el “socialismo real”, restableció en general el prestigio de Stalin en el viejo mundo, mientras la mayoría de sus seguidores ocupaba el rol de oposición “democrática” al poder burgués, como representante de la izquierda del proletariado eurooccidental, con el centro a cargo de la socialdemocracia y las fuerzas burguesas a la derecha, entrelazados bajo la fórmula de la “coexistencia pacífica”.

Ahora bien, lo que se ha llamado “los treinta años gloriosos”, con la prosperidad inusitada y el “Estado de bienestar”, disiparon en Europa hasta el mínimo impulso de cambio revolucionario, adormeciendo al proletariado hasta tal punto que semejante fenómeno no podía dejar de reflejarse en el orden de las preocupaciones de la intelectualidad “de izquierda”, como una inclinación cada vez más acusada a huir de la realidad y dedicar su energía a la “teoría pura” –los matices entre el Marx joven y el maduro son un ejemplo–, lejos de las necesidades de la militancia revolucionaria[18]. Algo que a su vez no sólo traduce una resistencia a remar sobre un suelo rocoso, lo que sería atendible, sino los hábitos de mirar a Europa como el centro del mundo y a cerrar los ojos ante la explotación de la periferia, que explica la fiesta de los países centrales[19]. La enajenación adquiere un carácter “masivo”; el interés intelectual se hace ajeno al devenir histórico, si su análisis compromete. El proceso de la degeneración del Estado soviético y su proyección sobre la crisis del pensamiento “marxista” es ignorado. Es más saludable “no hablar de esas cosas”, usar el materialismo histórico en el estudio del tránsito del medioevo al mundo burgués y otras cuestiones igualmente inofensivas.

En esas condiciones, el derrumbe de la URSS terminó de disipar todo arresto “marxista”, sin merecer la atención de los que habían consagrado a Stalin como continuador de Marx y Lenin, convencidos, ahora, de que la destrucción por masas pequeño burguesas de las estatuas del jefe de la Revolución Rusa cancelaba definitivamente la perspectiva socialista. Aun aquéllos que no cedían abiertamente al planteo del “fin de la historia” limitaban sus ínfulas a pregonar la lucha por causas minoritarias, que asociaban a la utopía de “profundizar la democracia” sin revolución social.

En el escenario asiático, a su vez, chinos y vietnamitas, sin abandonar la lucha por “su” transición al  socialismo, renunciaban al afán de “exportar la revolución”, se cerraban sobre sí mismos y sustituían la retórica del “marxismo leninismo”, al menos en el plano internacional, por un empirismo centrado en establecer las relaciones convenientes para el interés nacional, de un modo crudo. Esta evolución no puede ser vista como una real pérdida, si lo vemos como admitir la inutilidad del stalinismo como “sistema de ideas”, sino más bien como un “sinceramiento”. No obstante, fue un episodio más en la disociación que analizamos, que ha sido fatal en otros territorios de la lucha por el socialismo, en los cuales el vacío gravita como pérdida de una guía para la acción. Como es de suponer, nuestro punto de vista es que superar el actual momento incluye enterrar los despojos del stalinismo, que abundan aún dispersos en muchos países.

La necesidad de actualizar el pensamiento revolucionario: tradición y renovación

La acumulación de síntomas, los quebrantos del 2008 y la pandemia actual, fenómenos que emergen  en el marco del declive de los países imperialistas y el ascenso de China, marcan la necesidad de diagnosticar a los enfermos, evitando que la barbarie siga propagándose en los EEUU y las naciones europeas, incorporando a sus sociedades a la lucha por superar las amenazas crecientes al destino humano, cuyo presente es horrible en los países periféricos. La historia opera, en las circunstancias que sufrimos, a favor de la convergencia del interés de los pueblos por superar el capitalismo senil y perverso que gobierna la actualidad. En ese marco, se impone la tarea de actualizar el pensamiento revolucionario, cerrando la escisión entre la teoría y la práctica a que nos hemos referido.

Por su alcance universal, mientras muchos de los gobiernos muestran la hilacha disputando recursos necesarios para enfrentarla, la pandemia impulsa al internacionalismo a los hombres, enfrentados a un orden que nos afecta a todos. El Manifiesto Comunista hizo de él un principio rector, traicionado por la socialdemocracia al desatarse la primera guerra europea. Usado por Stalin como taparrabos de su sinuosa diplomacia, obediente en parte a las necesidades de la URSS, pero mucho más a los virajes empíricos de la burocracia termidoriana, en su relación con los centros del poder mundial, fue arrojado al tacho de basura luego de la segunda guerra mundial, mientras se hacía manifiesto el egoísmo nacional vigente entre los trabajadores norteamericanos y europeos, cebados por el goce de la plusvalía colonial. En ese marco, que ha durado décadas, la izquierda metropolitana degeneró en bloque, al compás del aburguesamiento de sus adiposas sociedades.

El internacionalismo, sin embargo, como lo señalaron los primeros Congresos de la III Internacional, sólo puede ser consistente –no ser meramente declarativo– si saca las conclusiones que derivan del predominio global del imperialismo, que divide al mundo en un puñado de naciones explotadoras, por un lado, y una periferia semicolonial explotada por las primeras, que logran asociar a ese saqueo     a “sus” propios obreros, mientras hablan del atraso de las víctimas de su política. Como señalaba Trotsky, los “civilizados”, privándolos de su riqueza, cierran la ruta de los que quieren “civilizarse”. Mientras el proletariado estadounidense y europeo sea incapaz de asumir esta realidad y denunciar la explotación del mundo periférico, estará condenado a padecer la decadencia del sistema central y sus contradicciones crecientes. Es que, tal como lo señalara en 1810 Dionisio Inca Yupanqui, diputado por el Perú ante las Cortes de Cádiz y lo replicó Marx más adelante “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”[20].

Ahora bien, una cosa es “volver” a los primeros congresos de la III Internacional y a las enseñanzas de Trotsky posteriores a la putrefacción a que la condujo el triunfo de la burocracia soviética, para poder establecer una continuidad con la experiencia histórica del marxismo revolucionario, y otra, diferente, retroceder… hasta Fourier y la utopía de transformar a la sociedad burguesa por medio de la educación y el diseño de falansterios.

Si la expansión del coronavirus se prolonga en el tiempo y los estragos que provoca en la vida social y la economía de los países que forman el núcleo del imperialismo mundial llevan a una destrucción similar a la provocada por las guerras en el universo europeo, es posible que estemos, esta vez sí, frente a “la caída del muro” de Wall Street[21], con lo esto implica: un posible apresuramiento de lo que se insinuaba ya como ascenso de China al liderazgo global. La reconfiguración geopolítica que un cambio semejante puede ocasionar sería mayor; con ella ingresaríamos a una nueva época, difícil de imaginar con alguna concreción. Pero, dada la circunstancia de que China se estructura sobre bases económico-sociales que, usando lógicas de mercado que le permiten desarrollar la productividad del trabajo y producir bienes de calidad creciente, en base a las cuales se apuesta a “alcanzar y superar al capitalismo”, lo hace construyendo un capitalismo de Estado –mientras el PCCH se apoya en esta base para sostener el control efectivo de la economía y la dirigir al país– con la finalidad de crear las bases materiales de una sociedad socialista[22]; razón por la cual comercia con el resto del mundo sin el afán de apoderarse del trabajo ajeno, aunque no actúe como un país filántropo [23] .

De todos modos, ni la mejor de las hipótesis incluye la expectativa de que los pueblos se rediman del desquicio actual –las contradicciones del capitalismo, en su estadio senil– por la acción salvífica de uno o más actores globales, que sustituyan el protagonismo de cada comunidad. Las contradicciones sociales de cada país deben ser resueltas por cada pueblo, liderado por las fuerzas estructuralmente  capacitadas para representar más fielmente el interés general.

En la periferia –donde los latinoamericanos estamos– la debilidad de los centros del poder mundial, como ocurrió cuando los absorbía un esfuerzo bélico, facilitará la batalla por liberarnos de la asfixia de las finanzas internacionales y conquistar la independencia, necesaria para priorizar el desarrollo de nuestros países, con la perspectiva de integrarnos a la economía global sin perder autonomía y destinando nuestras rentas a la expansión productiva y a una redistribución progresiva del ingreso y la riqueza nacional. Esta perspectiva, no es ocioso decirlo, depende en alto grado de lo que hagamos en la lucha contra el covid-19, limitando el daño en vidas humanas y evitando que los parásitos de la elite latinoamerica provoquen muertes que son evitables, para salvaguardar sus intereses, que son mezquinos.

Córdoba, 30 de abril de 2020

[1] Ver algunos textos en “La sopa de Wuhan”, entre otras manifestaciones del “fin del capitalismo”. También lo que por ahora sabemos de la campaña de Zizek, que combina la promesa de “un comunismo reinventado” con el ataque a China, en el mismo momento en que la prensa imperialista agrede al país como parte de la lucha de EEUU, que ve peligrar su hegemonía global https://www.cnnchile.com/cultura/libro-slavoj-zizek-coronavirus-pandemia_20200325/

[2] Sin incurrir en la tontería de que “una nueva sociedad” puede nacer de una toma de conciencia espontánea “de la humanidad”, hay quiénes se limitan a señalar la necesidad de movilizarse para lograrlo, explicando que lo contrario sería esperar que “el virus” se encargue de enterrar al capitalismo. Omiten decir, en este caso, que “la movilización”, sin teoría revolucionaria, como enseñó Lenin, no puede sostener una acción revolucionaria

[3] Ernesto Laclau fue el autor de excelentes trabajos, mientras se identificaba con el marxismo, entre los cuales  se destaca “Feudalismo y capitalismo en América Latina”. Nuestra critica se refiere al ciclo postmodernista de su producción. http://www.formacionpoliticapyp.com/2019/10/feudalismo-y-capitalismo-en-america-latina-1/

[4] Las sectas “trotskistas”, que originalmente cumplieron el rol de salvaguardar una tradición, son también una expresión de anquilosamiento y estrechez, por completo ajenos al Trotsky vivo. Someramente, vemos más adelante el tema de la relación (dialéctica) entre “ortodoxia” y “renovación”. En este momento, nos limitamos a señalar que Lenin fue “heterodoxo”, sin dejar por eso de ser fiel a Marx.

[5] Desde la gestión de Ronald Reagan los neoliberales impusieron el dogma de que “el gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema”. Una estafa, para reducir el Estado, ya que “el gobierno” no hace otra cosa que favorecer al stablishment, desmantelando lo público. En el 2018 y el 2019 recortó partidas al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, así como despidió a la embajada médica en China, que le hubiese podido trasmitir al país rápida información sobre el desarrollo del covid-19. Trump pretende transferir a China su propia irresponsabilidad, en tal sentido, sin registrar que aun cuando el flagelo ya victimizaba a EEUU, él se empeñó en caracterizar al covid-19 como “una gripe” más.

[6] Sobre las opiniones de Carmen Reinhart, ver Clarín, 04/04/20; latercera.com 04/03/20; con Kenneth Rogoff,  reportaje en www.project-syndicate.org, 13/04/2020; pronóstico de Goldman Sachs El Economista 20/03/20.

[7] Sin alterar del todo esta situación, la confianza pública en el sistema de partidos ha decaído severamente. Sólo puede profundizarse, además, cuando se conozca la información de que diversos organismos alertaban desde el 2008 al poder norteamericano sobre el peligro de una pandemia de estas características. Remitimos, sobre el tema, al trabajo de Ignacio Ramonet “La pandemia y el sistema-mundo”, La Jornada, Méjico, 2020.

[8] Rick Bright, ex director de la Autoridad de Desarrollo e Investigación Biomédica Avanzada (BARDA, por sus iniciales en inglés) denunció que fue despedido por oponerse al intento de impulsar la hidroxicloroquina como fármaco contra el coronavirus, después de que Trump promoviera su uso desde el estrado de la sala de prensa de la Casa Blanca. Infobae, 23.04.2020.

[9] Algo más, sobre las alertas: la comunidad científica y los organismos de inteligencia advirtieron a Trump, que no  atendió a nadie. El dato puede usarse ahora para hacer del presidente “un chivo expiatorio”. Sin embargo,                una mirada más honesta indica que el stablishment, no sólo Trump, no permitió un cambio de paradigma en el sistema sanitario que lesionara a los monopolios que consideran a la salud como su coto de caza. En Europa, sin Trump, el sistema sanitario público fue igualmente destruido en Gran Bretaña, Francia, España e Italia, los cuatro países más dañados.

[10] Esta afirmación, aunque pueda parecer así, no contradice nuestro aserto sobre la mayor gravedad que reviste la crisis en EEUU. Atendíamos, en esa valoración, al papel estadounidense en el escenario internacional. En esta oportunidad tomamos en cuenta la menor potencia de los países europeos y la fragilidad del orden que los une.

[11] Si apreciamos como correctas las informaciones disponibles en América Latina, sus bases convalidaron la capitulación, prefiriendo permanecer en el marco del euro y la Unión Europea, que iba a echar a los griegos de aquélla si persistían en desafiar las exigencias de los usureros.  La pequeño burguesía progresista, técnica y profesional de Syriza no quería salir de la Unión Europea para huir físicamente del país. El propio Varufakis, quien era partidario de negociar “a cara de perro” pero no romper con la UE , fue de hecho víctima de las decisiones de Tsipras y se volvió de Londres. Los partidos decididos a romper, por su parte, carecían de peso en la conciencia popular, y al hacerse evidente que los europeos transformarían al país en un caos después de expulsarlo terminaron apoyando la claudicación.

[12] En el trabajo citado, Ignacio Ramonet subraya la mezquindad de los países “del norte europeo” ante la agonía de los mediterráneos, Italia y España, a los que privaron del auxilio financiero de la Unión, durante la pandemia. Los más afectados, opina correctamente el autor, precisan desesperadamente de un manejo monetario acorde a sus problemas y Alemania, Holanda y los nórdicos, no están dispuestos a sacrificar algo, para mantener la salud de los vínculos comunitarios. Un estallido de la UE es, por consiguiente, una posibilidad cercana.

[13] Trotsky señala que el mayor crimen del stalinismo fue “desarmar ideológicamente” al proletariado. Este juicio adquirió una actualidad dramática en los años de Gorbachov. La desintegración del sistema de ningún modo era deseada por los obreros soviéticos y varios hechos lo prueban. Sin embargo, además de carecer de un partido, lo que equivale a decir una política propia, su confusión era enorme y los incapacitaba parar sortear el dilema entre respaldar a los partidarios de sostener el orden stalinista, por un lado o apostar al triunfo de la tecnocracia pequeño burguesa entusiasmada en recorrer una ruta que a su juicio los llevaría al status de Alemania, no, como advertía Kagarlitsky, al despreciable tercer mundo.

[14] No desconocemos ningún aporte parcial posterior. Intentamos establecer, únicamente, los rasgos generales del proceso que conduce a lo que hoy se designa como “la crisis del pensamiento revolucionario”.

[15] Una manifestación flagrante de ese fenómeno se verifica en Gorbachov, elegido como sabemos legítimamente por el PCUS para conducir el partido y el estado. Basta leer cualquiera de sus trabajos para advertir la ausencia del método de Marx. Él y sus antecesores, incluido Stalin, usan una jerga de raíz marxista, invocan a Lenin y dan otras muestras externas de fidelidad al credo, pero es notorio que cuando analizan algo apelan al empirismo, sin otro recurso metodológico disponible. Igual fenómeno se advierte en los stalinistas que atribuyen la desintegración de la URSS a “la traición de Gorbachov”, retrogradando a la visión superada por Marx de “los grandes hombres” que “hacen la historia” y desentendiéndose de analizar las fuerzas en pugna.

[16] La planificación es superior al mercado a partir de un determinado umbral histórico, dice la teoría. El mercado, no obstante, no puede abolirse por una decisión; debe agotar su función útil, como el Estado. En “La revolución traicionada”, Trotsky señala con total claridad que sólo los anarquistas piensan que la mera voluntad puede resolver suprimirlos, si dispone del poder.

[17] El famoso pacto puede ser visto, con mirada occidental, como un crimen, cuando en tal caso cabe juzgarlo con la óptica que surge del registro de los errores de Stalin y la Internacional que ayudaron al triunfo de Hitler, pero, ante los hechos consumados, como un intento racional de impulsar al nazismo en dirección a Occidente, lo que se reveló salvífico  para la URSS. Por lo demás, la condena de “los demócratas” al aberrante pacto omite plantear que los aliados especulaban en sentido contrario, deseando que Hitler hiciera por ellos la tarea de destruir a su enemigo fundamental, el Estado obrero (degenerado, pero antagónico respecto al capitalismo).

[18] Éste es el sentido de situar la escisión en la muerte de Trotsky, ya que se trata del último gran intelectual marxista que era al mismo tiempo un dirigente revolucionario.

[19] En este sentido, se reproduce en odres nuevos la vieja tendencia de la socialdemocracia a la complicidad con la explotación de la periferia colonial y semicolonial. Las excepciones, dignas del reconocimiento –Sartre, con respecto a los argelinos, fue un caso ejemplar– no se apoyaban en una teoría general y una militancia empeñada en interpelar al proletariado de los centros imperialistas sobre la cuestión colonial.

[20] Es necesario reiterar, en este sentido, el señalamiento de la complicidad con “su” respectiva burguesía en que se incurre al denigrar al régimen chino desde el formalismo “democrático”, idealizando “la democracia” que reina en los centros del imperialismo mundial. Las viejas naciones, que construyeron el orden burgués en siglos pasados, no los alcanzaron con los buenos modales, sino con el uso generoso de la guillotina. El que quiera reflexionar con seriedad sobre esta cuestión, puede consultar el excelente trabajo de Barrington Moore, no casualmente centrado en tratar la historia de las revoluciones en Gran Bretaña y Francia, donde el autor prueba, sin proponérselo explícitamente, la falacia de estos “demócratas”. Nos referimos a “Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia”, Barrington Moore, Ediciones Península, 1976, Barcelona.

[21] Con esta expresión quiso caracterizarse el quebranto provocado por la crisis del 2008 en EEUU, cuyos efectos se mitigaron con el auxilio financiero del Estado norteamericano al precio de hipotecar más el futuro.

[22] Para un desarrollo de esta cuestión puede verse “¿Hacia dónde va China? Su transformación y el futuro del orden global” – http://aurelioarganaraz.com/economia-y-sociedad/hacia-donde-va-china-su-transformacion-y-el-futuro-del-orden-global/

[23] De todos modos, en relación a la pandemia es clara la diferencia  entre las conductas solidarias de China, Cuba y Rusia y las actitudes miserables y mezquinas de EE.UU. y los países imperialistas europeos.

¿HACIA DÓNDE VA CHINA? SU TRANSFORMACIÓN Y EL FUTURO DEL ORDEN GLOBAL

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                                                                    Al examinar los resultados del viraje que Deng Xiaoping impuso a China luego de la muerte de Mao Tse Tung, la mayoría de los ensayistas coinciden en señalar una “restauración capitalista”, sin otra precisión[1]; sin advertir, por ejemplo, que puede tratarse de un capitalismo de Estado y, peor aún, sin la menor preocupación por prever el impacto que el vertiginoso desarrollo del gigante asiático, dueño actualmente del mayor PBI de la economía global, puede tener en el futuro del capitalismo.  Todo se reduce a señalar –con alegría, si el analista es un partidario del sistema; con amargura, si es un marxista– que, voluntariamente o no, dicho viraje habría llevado al abandono del socialismo.  No importa si los chinos dicen lo contrario: se ignora su alegato, tachándolo de falso, de responder a la voluntad de ocultar lo inconfesable. Tampoco importa, lo que ya es absurdo, que su gobierno imponga planes y metas, sin dejar librada la asignación de los recursos a “la mano invisible”; sean de propiedad estatal los principales bancos y empresas estratégicas; se den directivas a todos los sectores; se limite y ordene el flujo de población del campo a la ciudad; sea estatal la ciencia y  la educación; sea pública la propiedad del suelo. Estos hechos, que nadie ignora, y no caracterizan al capitalismo “real” –sólo se pone en duda la propiedad del suelo, sin atender a la ausencia de un régimen legal que privatice la tierra–, apenas suscitan algunas analogías con el “intervencionismo estatal” que caracterizó el despegue de Japón y Alemania y, en las últimas décadas, de Corea del Sur. Ésa es la conclusión, en suma: estaríamos allí ante algo similar. Este supuesto, sin embargo, deja sin explicación muchas cuestiones y omite otras con torpeza o alevosía. En primer lugar, que dicho “intervencionismo” no debería juzgarse igual cuando el sector estatal es dominante y nada escapa al control gubernamental, que cuando sólo se impulsa, y se regula, a una economía en la cual la empresa privada es omnipresente, como fue el caso de aquellos países[2]. En segundo lugar, que el desarrollo del capitalismo en Alemania y Japón tuvo lugar antes de las últimas décadas del siglo XIX, lo que equivale a decir antes del fenómeno del imperialismo moderno estudiado por Lenin. En aquel contexto, el dilema se reducía a sostener el proteccionismo y disputar los mercados, con el expediente  militar como ultima ratio. El caso de Corea, mucho más próximo, es anómalo –el papel de EEUU no tiene símil en otros países– y todos los entendidos lo asocian a las pujas de la guerra fría. En tercer lugar, China tuvo una destrucción previa de la burguesía local, expropiada por la revolución en los primeros años. Siendo así, estos diagnósticos, cargados de prejuicios, traen a la memoria el estupor español frente a las especies americanas por ellos desconocidas: los pumas eran “leones calvos”, no una novedad que se debía añadir al inventario de la zoología. ¿Una nación es “capitalista” por favorecer la existencia de un sector privado, usar como herramienta mecanismos de mercado  y criterios económicos  –es decir, que no obedecen a una arbitrariedad burocrática– en la lucha por alcanzar al mundo avanzado? O, para ser precisos en el planteo del tema: ¿Cómo juzgar al “capitalismo de Estado” de un país otrora semicolonial, que apela a sus cualidades para desarrollar sus fuerzas productivas, si rechaza la satelización del imperialismo mundial? Además, si vemos un país de la magnitud de China, registramos el impacto que su transformación provoca en la economía global –EEUU acusa el golpe del desplazamiento, hacia Oriente, del eje de poder–, con la notoria decadencia de los viejos centros del capitalismo mundial (día a día cae en ellos la producción industrial; sólo florece la especulación financiera) ¿no deberíamos reflexionar sin prejuicios en el futuro de China y el régimen capitalista, arriesgando un pronóstico capaz de orientarnos? La crisis agónica de la economía global parece anunciar un final de época.  ¿Los analistas responsables están distraídos en otras cosas?

En ensayos debidos a intelectuales marxistas sumados a la versión de “la restauración capitalista”, se lamenta obviamente la presunta pérdida del ideal socialista, pero, al aceptar la evidencia de un desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas y un avance general del nivel económico de la población del país, respecto de los austeros tiempos del maoísmo, voluntariamente o no, se acaba por aceptar la “verdad” burguesa, a saber: “la superioridad” del capitalismo y los mecanismos del mercado en la asignación de los recursos y el desarrollo económico. De poco sirve que, después de perder la batalla ideológica, se alarmen ante la desigualdad social que se observa –efectivamente mayor que en tiempos de Mao–, en una manifestación moral que “salva el prestigio” del pequeño burgués, que considera al socialismo un patrón ético, no muy diferente del resto de las doctrinas que han pregonado la igualdad desde el cristianismo primitivo hasta hoy, pasando por las sectas y alzamientos comunistas de la Edad Media[3]. Cabe preguntarles, ¿han olvidado que Marx, Engels y Lenin creían indiscutible que, sin un elevado nivel de productividad del trabajo y sin universalizar el confort, no era posible pensar en el socialismo[4]? Aún fresca la desintegración de la URSS ¿no se atreven al menos a sospechar –hay sobradas evidencias de que ése fue el factor decisivo, aunque no el único– que fracasar en esa empresa decidió el fin de aquella experiencia? ¿No perciben, al menos, que China ha logrado competir y batir a los países centrales del mundo avanzado en su propio terreno, la producción de mercancías, mientras el “socialismo real” sobrevivía en base al pobre expediente –transitoriamente válido– de  cerrar sus fronteras a los productos de Occidente?

Si nos trasladamos ahora al campo de lo político, siempre acompañados por los marxistas afligidos por “la capitulación” china, cabe preguntar: ¿cómo explican la estabilidad (extraordinaria solidez, es  más apropiado decir) del sistema presidido por el PCCH, que contrasta con el colapso del poder soviético, cuya descomposición llevó, allí sí, al capitalismo liberal[5]? En el caso chino, la fortaleza del poder es indudable: la omnipresencia sutil y la plasticidad del PCCH asombra a un corresponsal del Financial Times, obviamente hostil al régimen[6]. ¿Ese poder incontrastable no tiene acaso un sustento material, además de contar, aunque no bajo las formas de la democracia occidental, con un claro consenso del pueblo chino? ¿podría perdurar si en la economía nacional el poder real estuviese en manos del capital privado? Hay un género de “analistas” burgueses que “resuelven” el asunto parloteando sobre “el maquiavelismo marxista”. Pero, ¿cómo se las arregla un discípulo  de Marx (afín a la tesis del “capitalismo chino”) para explicar este fenómeno, sin ignorar el método de análisis del maestro? ¿o una “formación burocrática” es capaz de sobreponerse a todo, incluso a la licuación de su base material?

Además, tras el presunto abandono del ideal socialista, ¿cómo justificamos la persistencia –reconocida universalmente– del “nacionalismo” proverbial del PCCH (hablar de antiimperialismo es más adecuado, aunque hoy se ven más hechos que frases, a diferencia de lo que pasaba en los tiempos de Mao); algo que allí proviene sin duda de su raigambre semicolonial. La fidelidad al patriotismo no puede reducirse a mero reflejo generado por “las humillaciones” que sufrió el país, como cree un francés supuestamente marxista, aunque ignora los dictámenes de la Tercera Internacional sobre el saqueo imperialista del mundo semicolonial. De esa porción del mundo proviene China. Siendo así, es muy “europeo” atribuir su patriotismo a las viejas heridas del orgullo nacional: se escamotea lo principal, es decir, el antagonismo entre los intereses de un país oprimido –reducido a la impotencia con el fin de explotarlo– y el imperialismo mundial, europeo y japonés. Tras liderar la revolución, cuyo impulso provenía de tareas burguesas no resueltas (la burguesía china desertaba de cumplir su misión histórica), el PCCH mantiene en pie, sin claudicar, su antigua voluntad de no subordinarse al capital internacional. Ahora bien, ¿cómo se sostiene ese “nacionalismo” si es cierta la tesis de la “debilidad” hacia “el mercado”? ¿por qué no lo vemos en tantos otros países de Asia, África y América Latina, humillados por Europa y los EEUU, en los cuales los esclavos reverencian al amo? ¿Puede equipararse el “patriotismo” ritual que coexiste, en más de un país semicolonial, con la sumisión a Occidente, con el que caracteriza a los chinos? En fin, ¿qué ideas y fuerzas materiales sostienen, en el país asiático, la decisión de someter la participación de empresas privadas (en un rol subordinado) al plan de ganar en autonomía nacional y transformar al país, con el fin de “igualar y superar al capitalismo”[7]?

Sin embargo, estas consideraciones no implican afirmar que el triunfo final del socialismo cuente con garantías, descartando  como posible otro desenlace: al ceder espacios al capital privado –cuyos intereses son antagónicos al socialismo y aun al mismo “capitalismo de Estado”– se aceptan los términos de una lucha feroz y el riesgo que supone “dormir con el enemigo”. Pero apostar al modelo que, muerto Lenin y derrotado Trotsky, se impuso en la URSS, lleva sin remedio a la ineficiencia y el parasitismo burocráticos, con el final conocido. Dice Deutscher, sobre los debates bolcheviques, en 1922, con Lenin vivo: “Todos convenían en que el comunismo de guerra había fracasado y tenía que ser reemplazado por una economía mixta, dentro de la cual los sectores privado y socialista (es decir, de propiedad estatal) coexistieran y, en cierto sentido, compitieran entre sí. Veían en la NEP “no una medida de simple conveniencia provisional, sino una política a largo plazo, una política que establecía las condiciones para una transición gradual al socialismo”[8]. Con algo de fastidio, Lenin explicaba en Sobre el infantilismo “izquierdista” y el espíritu pequeño burgués, después de recordar que eran los campesinos y los especuladores “los poderosos enemigos” del monopolio estatal en la distribución de cereales: “La lucha principal se sostiene hoy precisamente en este terreno ¿Entre quiénes se sostiene esa lucha, si hablamos en los términos de las categorías económicas, como, por ejemplo, el “capitalismo de Estado”? ¿Entre los peldaños cuarto (el capitalismo de Estado) y quinto (se trata del socialismo, en una nómina de los sectores dada por aquel autor) en el orden en que acabo de enumerarlos? Es claro que no. No es el capitalismo de Estado el que lucha contra el socialismo, sino la pequeña burguesía más el capitalismo privado los que luchan, juntos, de común acuerdo, tanto contra el capitalismo de Estado como contra el socialismo”. Y en otro lugar: “La realidad nos muestra que el capitalismo de Estado significa para nosotros un paso adelante; si logramos llegar al capitalismo de Estado en un corto espacio de tiempo, será una victoria”[9].  Ajustando cuentas con el “comunismo de guerra”, Lenin reconoce, con la franqueza acostumbrada: “Contábamos –o tal vez fuera más exacto decir que opinábamos, sin suficiente reflexión– con poder organizar a la manera comunista, mediante órdenes expresas del estado proletario, en un país de campesinos pobres, la completa producción y repartición de  los productos por el Estado. La vida nos ha mostrado nuestro error. No es apoyados directamente sobre el entusiasmo, sino mediante el entusiasmo provocado por la gran revolución, y jugando con el interés y el beneficio individual, aplicando el principio del rendimiento comercial, como debemos construir, en un país de campesinos pobres, sólidas pasarelas que conduzcan al socialismo pasando por el capitalismo de Estado”[10]. Trotsky, dada esa situación, veía el riesgo de que el capitalismo pudiera imponerse nuevamente; pero no existía otra posibilidad que aceptar el desafío y luchar con las armas de la planificación estatal y la regulación económica, apoyándose en el peso de las fuerzas sociales implicadas en el triunfo final del socialismo. Y, como ocurre hoy en el caso de China, en las relaciones de fuerza favorables al sector estatal que derivan del triunfo revolucionario previo y de victorias futuras del proletariado internacional. En el caso ruso, en los años de la NEP, los antecesores de los actuales intelectuales burgueses y “marxistas”, los jefes de la burguesía europea y la socialdemocracia (Kautsky, Otto Bauer) veían en el giro bolchevique, por asumir la vigencia de la ley del valor, ajustar lo jurídico al nivel existente de las fuerzas productivas y reconocer la necesidad de usar por consiguiente los mecanismos de mercado, un preanuncio de la restauración capitalista y, en el caso de los jefes de la II Internacional, la prueba del “error” de la política leninista… de haber tomado el poder en Rusia. Como ocurre con China, el liberal cree que el final es obvio, prevalecerá el capital; ratifica así su posición ideológica. Pero irrita esa convicción en un “marxista”. En nuestros días, es quizás el fruto de esa “crisis del pensamiento”, que se suele atribuir a la desintegración de la URSS. A nuestro entender, la explicación proviene de más atrás, de la esclerosis y deformaciones que sufrió el marxismo en el período posterior al triunfo de Stalin, que consagró la utopía de construir el socialismo en un solo país. Es curioso, por decir algo, que la mayoría de los “marxistas” que hablan de China examinen sus asuntos sin establecer una posición sobre estas cuestiones, al parecer creyendo posible imaginar para ella, como antes lo hacían para la URSS, un futuro socialista de “coexistencia pacífica” con el capitalismo global y la referida vigencia de la ley del valor en la economía mundial. Si los chinos no siguen este venturoso camino, se han desviado. Pero el camino existiría, aunque no lo creyeran Lenin y los bolcheviques, para no hablar de Carlos Marx. Ésta es “la verdad oficial” tras el triunfo del stalinismo, aun hoy: la impusieron por décadas los aburridos manuales que se editaban en la URSS y, viendo aparentemente consolidada esa primer tentativa, después de la segunda guerra mundial, pocos se atreverían a poner en duda los juicios respaldados por una gran potencia, supuestamente “socialista”[11]. Ha desaparecido la URSS, pero también, con ella, la fe en el futuro. Como no puede suponerse que la senilidad del sistema vaya a generar de un modo automático, sin resistencia y sin lucha, la superación del capitalismo, es necesaria una comprensión de lo que debe hacerse para retomar ese intento que fracasó en Rusia, pero promete triunfar en el escenario chino, actualizando las fórmulas que entrevieron los bolcheviques en su momento. Así las cosas, importa considerar dos importantes asuntos. En primer lugar, el notable desinterés de los líderes chinos por formular una teoría basada en su experiencia,  en términos que permitan aplicarla en otros países semicoloniales,  ya que su realidad guarda significativas similitudes con las que son habituales en las economías “emergentes”. La ley del desarrollo desigual y combinado es un patrón común a todas ellas, aunque no nos exime de analizar cada caso, como es obvio. Pero la matriz creada por el imperialismo mundial y sus socios nativos crea marcos cualitativamente semejantes; los problemas comunes suelen ser la norma. Como es natural, toda experiencia de liberación nacional que procure desarrollar una economía no satelizada debe asumir la vigencia de la ley del valor en la economía global, que sólo se extinguirá con la planificación socialista de esa economía. Tras liberar al país de la opresión imperialista y las clases parasitarias que operan a su favor en el interior de una semicolonia, se carece invariablemente del desarrollo material y de la cultura técnica y general indispensable para establecer el socialismo, lo que también constituye un común denominador en la periferia. No mejoran las cosas, empero, si se apuesta a crear un capitalismo nacional, sin trascenderlo: todos estos intentos han fracasado. Por otro lado, esa falta de aportes chinos a la teoría marxista –“exportar” la revolución, después de Mao, no tiene un lugar entre los asuntos que movilizan al PCCH– no ha logrado conmover al “marxismo occidental”, cuyas preocupaciones son menos terrenales. En segundo lugar, es necesario ajustar cuentas una vez más con las tendencias utópicas del “izquierdismo” infantil, que ha resistido la crítica de Lenin y encuentra un respaldo en la propensión a “moralizar” y rechazar todo examen objetivo y realista, algo característico del pequeño burgués. Curiosamente –no decimos algo nuevo, al señalarlo, pero importa recordarlo– éste puede convivir con el oportunismo craso, con el cual comparten una sobrestimación del factor subjetivo, tal como lo veremos en el caso de Stalin, en los próximos párrafos.

Subjetivismo pequeño burgués e infantilismo “izquierdista”

En pleno proceso de “colectivización forzosa” de la economía agraria, con los desastres universalmente reconocidos que la caracterizaron –nunca la URSS logró recuperarse de las secuelas de aquella gigantesca manifestación del desatino y arbitrariedad burocráticos[12]– mientras Stalin desechaba la fórmula de Bujarin de llegar al socialismo “a paso de tortuga” e imponía metas de industrialización de vértigo, basadas en el sometimiento de las clases trabajadoras y el sacrificio de los condenados al trabajo forzoso, uno de los teóricos de semejante empresa, Strumilin, plantea el asunto de un modo brutal, que el “izquierdismo” infantil sin duda rechazaría, tras secundar a Stalin, hasta allí: “Nuestra tarea no es estudiar la economía, sino transformarla. No estamos atados por ninguna ley. No hay fortaleza que los bolcheviques no puedan tomar. La cuestión de las tasas de crecimiento depende de los seres humanos”. Simultáneamente, se sentencia entonces a Sujánov y Riazanov, junto a otros que cometen el mismo error: creer que hay cosas que “no son posibles, aunque así lo quiera el Comité Central[13]”. Se trata, en este caso, de una manifestación del empirismo burocrático, que se niega a reconocer los condicionantes externos a su voluntad omnímoda y termina oscilando, incapacitada para prever, entre el oportunismo de derecha y el aventurerismo ultraizquierdista; como se expresó en esos años, trágicamente, en las contradictorias tácticas de la burocracia stalinista. En un caso, con respecto a las relaciones con el campesinado, donde el oportunismo hacia los kulaks ignoró la amenaza que habrían de representar y obligó a un viraje torpe y criminal. En otro, al desconocer la premura de impulsar la industrialización, para hacerlo más tarde a marcha forzada. Esto, en el propio país. En la esfera internacional, con las zigzagueantes políticas practicadas en Alemania, que ayudaron a los nazis a tomar el poder y en el teatro de Oriente, donde inmolaron a la primera revolución china.

No obstante, es preciso advertir que ciertas variantes superficialmente opuestas al pragmatismo staliniano, cuyo romanticismo “izquierdista” las torna atractivas para el público progresista, son también tributarias a una visión voluntarista que, al resistirse a reconocer los límites objetivos que  la realidad impone, emprende batallas destinadas a fracasar, como crear relaciones de producción social sólo “fundadas” en la razón utópica, sin el desarrollo previo de las fuerzas productivas que requieren como soporte. Desarrollar el tema con toda amplitud, pese a la importancia central del problema, nos llevaría muy lejos de los alcances del examen que intentamos hacer hoy. Señalamos, sin embargo, que en los últimos años de su vida, las iniciativas de Mao estaban signadas por ese voluntarismo, catastrófico en las experiencias del “gran salto adelante” y “la revolución cultural”, y que la misma tendencia explica los errores de la revolución cubana, que se intenta corregir, con precaución, en nuestros días, y que fue notoria en los planteos del Che Guevara sobre los problemas relativos a la construcción del socialismo[14]. En el otro polo, de filiación leninista, están las nociones de Deng Xiaoping. En 1983, bajo su orientación, se ha suprimido en la economía campesina la anterior pauta de “comer todos por igual de una olla común”, impuesta en el  período de las comunas populares, estableciendo la “responsabilidad personal o familiar” en la producción, para atar los ingresos a la productividad del trabajo, franca apelación a los estímulos materiales, siempre rechazados por el igualitarismo “izquierdista”.

Simultáneamente, se cede autonomía a empresas comunales, adoptando también criterios comerciales; se impulsa el establecimiento de planes locales, descentralizando la gestión y se crean empresas de cantones y aldeas, cuyo desarrollo a ritmos jamás vistos en la historia del mundo asombrarán luego a todos los estudiosos. Al mismo tiempo, cuando se impulsa la asociación de empresas estatales con el sector privado y se plantea la consigna de que “algunos lograrán enriquecerse primero”, se recuerda la lucha contra los errores izquierdistas de la revolución cultural, tomando distancia de la orientación maoísta durante ese período, profundamente dañino para el avance del país. Algo semejante cabe decir de la supresión del llamado “tazón de arroz de hierro” en el ámbito fabril, que impedía la necesaria contracción al trabajo y el avance de la productividad, al desentender a los trabajadores de los resultados económicos. No obstante lo cual,  se advierte al partido del riesgo que implica incorporar a los planes del desarrollo nacional –limitados entonces a “zonas especiales”– al capital extranjero, originario fundamentalmente de la diáspora china. No es dato menor, para nuestros países, víctimas desde siempre de la colonización cultural, que Deng se ocupe de advertir a su pueblo que, siendo necesario el intercambio cultural y la asimilación de los conocimientos del mundo avanzado, deben, al mismo tiempo, “no dejar entrar lo extranjero a ciegas, sin planificación ni selección”[15].

El lugar de China en el sistema global, antes y después del polémico viraje  

Hemos señalado sobre el punto una obviedad: China era, antes de la revolución, una semicolonia del imperialismo mundial. Sus socios en el país, una corrupta burguesía “compradora”, llamada así por su papel intermediario en el comercio exterior, y los terratenientes feudales, parasitaban a la nación, junto al capital extranjero. Nadie, ni ese capital extranjero, que en un país atrasado sólo “invierte” en crear los medios (puertos, ferrocarriles, etc.) que le permiten succionar la riqueza del país, ni las clases propietarias y acaudaladas cumplían con el rol de reinvertir los frutos del trabajo nacional y generar, de ese modo, el desarrollo económico. Si a ese régimen cabe llamarlo capitalismo  semicolonial, debe quedar establecido que no existe en él una burguesía, en el sentido clásico, que implica reinvertir los frutos del trabajo en el desarrollo productivo, generando así la reproducción ampliada. Las divisas se fugan fuera del país o se despilfarran suntuariamente. Esta situación, que es la habitual en la periferia “atrasada”, donde el drenaje impide que deje de serlo y avancen hacia el status de las naciones “avanzadas”, se asegura por medios políticos y militares. Se humilla al país para perpetuar el saqueo, lo que requiere someterlo políticamente, imponer en el poder al bando dispuesto a traicionar la patria. En China, como es sabido, este sistema generaba periódicas hambrunas, con millones de muertos. Un país pionero en múltiples aspectos sufría al mismo tiempo una descomposición rampante[16].

Ésa es la esencia del imperialismo moderno, estudiado por Lenin en los primeros años del siglo XX y caracterizado acabadamente en los primeros congresos de la Tercera Internacional. La aparición del fenómeno, apenas entrevisto por Marx en las relaciones entre Inglaterra e Irlanda, ha creado un orden en el cual, al decir de Trotsky, “los civilizados le cierran el camino a los que pretenden  civilizarse”,  al parasitar en su beneficio la plusvalía colonial que necesitan para crecer. Esa renta colonial, en los países imperialistas, permite a sus burguesías licuar el conflicto con los obreros metropolitanos, transformándolos en cómplices de su dominio mundial[17]. Siendo así, van a concluir los bolcheviques, en la Tercera Internacional, con Lenin y Trotsky, la revolución colonial tiene una doble función en la lucha por el socialismo, a saber: crear condiciones para el desarrollo en la periferia de las fuerzas productivas, que le permitan el tránsito a la civilización y al socialismo; lograr, al privarlos de la renta colonial, reintroducir la crisis en los países pioneros del capitalismo –esa crisis prevista por Marx, que no pudo advertir el papel central que iba a tener el saqueo de las colonias: sobornar a las masas de los países imperialistas, trasladando el conflicto a los países oprimidos, a cuya costa podrían gozar Europa, EEUU y Japón de un bienestar generalizado.

Sin esa conceptualización, que por nuestra parte reiteramos, sin aportar nada nuevo, es imposible hacer el examen de China y el impacto de sus avances en la economía mundial. Porque aun si su desarrollo generara “solamente” la incorporación de ese país gigantesco al rango de las economías avanzadas, esto provocará –ya lo estamos viendo, con la única condición de no cerrar los ojos– un enfrentamiento fatal entre dichas economías, la derrota de aquéllas menos eficientes y amenazas de sobreproducción imposibles de asimilar dentro de los marcos del orden actual. Dar a esta afirmación una expresión más asequible al lector no especializado es posible: de un tiempo a esta parte China cuenta con un PBI igual o superior al de los EEUU. Pero su producción per cápita es, sin embargo, muy inferior (U$S 8.826,99 contra 59.531,66, datos del Banco Mundial para 2017). El ritmo de crecimiento, sin embargo, es muy superior a favor de China[18], que no está condenada a frenarse, ya que tiene amplios márgenes para seguir desarrollándose. Un simple cálculo indica que el logro de un nivel de productividad del trabajo próximo al norteamericano (la mayor rémora, en tal  sentido, son los 400 millones de campesinos que trabajan la tierra con métodos arcaicos, por la decisión del país de no apresurar el éxodo rural), llevaría al PBI chino a casi septuplicar el producto estadounidense y superar largamente la capacidad de absorción del mercado mundial que, como se sabe –en el capitalismo no puede ser de otro modo– está conformado por la demanda solvente, no por una suma de las necesidades humanas. Numerosos síntomas de todo esto son visibles en nuestros días en Europa y EEUU. En este último país, el proteccionismo de Trump es a nuestro juicio una reacción elocuente, al parecer tardía y muy probablemente condenada a fracasar, dada la fractura del stablishment norteamericano, cuyo bloque más poderoso está vinculado a la especulación financiera y cuenta actualmente con un poder sin frenos, impulsado por una visión cortoplacista y antihistórica[19]. Todo lo cual es muy peligroso para el futuro humano, pero aun cuando puede sumirnos en la barbarie, difícilmente salve a los EEUU de la actual  decadencia, que es sistémica y sin duda se ahondará.

Fundamentos y propósitos del viraje del 78

Ahora bien, es necesario puntualizar qué debía corregir China para lanzarse al vertiginoso desarrollo de las últimas décadas. Dicho de otro modo, qué conjunción de factores impedían ese despliegue y la naturaleza de los mismos. Para hacerlo con seriedad y no reiterar ciertos exámenes debe a nuestro juicio darse un rodeo, comenzando por recordar cuáles eran las premisas que según los marxistas iban a permitir implantar el socialismo y no simplemente enumerar los hechos que “prueban” el acierto de Deng, pero no explican por qué razón las fórmulas del maoísmo, a las que se concede utilidad para el período inicial, con el mismo patrón que juzga válidos los criterios de Stalin, no podían crear una economía moderna.

Los bolcheviques, Lenin entre ellos, eran al respecto discípulos de Marx: nunca creyeron que fuera posible avanzar hacia el socialismo sin el apoyo de una revolución obrera en Europa, que veían próxima. Rusia era un país atrasado, con islotes de gran industria flotando en un mar agrario primitivo, abrumadoramente mayoritario, con campesinos que usaban arados de madera confeccionados por ellos mismos, analfabetos y movidos por el hambre de propiedad. No era otra la razón por la cual hablaban de una “revolución burguesa”, al definir el impulso y “las tareas históricas” a que debían responder. Es conocido el hecho de que la diferencia central entre el ala menchevique y el partido de Lenin no estaba dada por esa caracterización, que los marxistas compartían, sino por la respuesta sobre cuál era la clase social que lideraría el proceso. La realidad demostró la exactitud de la visión que juzgaba imposible que la burguesía rusa –llegada tarde al escenario histórico, cobarde, miope– llevara a cabo “su” propia revolución. Los bolcheviques, que se hacían cargo de esa empresa, no habrían de detenerse en ella, sin embargo, y una revolución “ininterrumpida” (Lenin) o “permanente” (Trotsky) tendría lugar. La clase obrera buscaría enlazar la revolución burguesa con la revolución socialista, que no estaba madura en Rusia, pero sí en Europa. Pero, al cerrarse esta chance, los leninistas quedaron librados a su suerte. La revolución china tuvo más fortuna, según dijimos más arriba. Pero el cuadro general, en sentido histórico, no era distinto. El país mostraba un atraso fatal, además de estar destruido por las guerras; era ínfimo el proletariado.  El campesinado[20], luego del fracaso de la primera revolución, era el respaldo más significativo de los comunistas, pero trabajaba la tierra como en la época clásica del imperio Ming. Ahora bien, si en la URRS Stalin había negado la necesidad de crear la base material del orden socialista y era capaz de trocar la teoría marxista hasta el punto de defender el trabajo a destajo como “un principio socialista” y “edificar el socialismo” con el trabajo esclavo de millones de prisioneros, la revolución china no sólo contó con el auxilio soviético –es verdad que el mismo llegó después del fracaso de Stalin en convencer a Mao de que debía pactar otra vez con el Kuomintang– sino que se atrevió a otorgar un papel a la burguesía “nacional” en la reconstrucción del país y tuvo además el novedoso capital de haber aprendido a manejar la economía en las porciones del territorio que estaban bajo su dominio desde los días azarosos de la Larga Marcha. Es significativo que el propio Deng evalúe como justa la línea política vigente en el ciclo 1949-1956, con el liderazgo de Mao. Y lo es mucho más el carácter benigno que, si tomamos como referencia las purgas stalinistas, adquieren las luchas por el liderazgo chino, que condenaron a Deng a labores penosas en el mundo agrario, pero lo devolvieron a la jerarquía, vivo todavía Mao, como respuesta a una sugestión de Chou En Lai. De todas maneras, dicha peculiaridad no liberó a China de los violentos enfrentamientos y ásperos debates que tuvieron lugar en los países identificados con el socialismo marxista alrededor de los problemas “del periodo de transición”. Son conocidos sus términos: ¿sin un largo lapso durante el cual se obtengan  las bases económicas y culturales que caracterizan al  capitalismo central, es posible crear en un país aislado un orden socialista? Dicho de otro modo: ¿en las condiciones de penuria precapitalistas, que son las típicas en los países donde los marxistas han logrado tomar el poder, puede establecerse el reparto de los bienes que, según Marx, señalará al “estadio inferior” del socialismo? Por último, ¿en dichas condiciones, cabe concebir la superación de pugnas por ganar privilegios, a costa del status de  la inmensa mayoría, por parte de aquéllos que tienen el poder? Trotsky es pesimista en todo lo concerniente a estos interrogantes. En Rusia, el compañero de Lenin cuestiona crudamente, haciendo el balance del “comunismo de guerra”, esta tentativa “había extinguido el estimulante del interés individual en los productores”, que el capitalismo instituye con una ley de hierro. Pero no era fácil cambiar el rumbo. Abandonar la práctica del igualitarismo estricto hería las ilusiones del período heroico y una promesa central del bolchevismo, pero asumía que las circunstancias no permitían otra posibilidad. La izquierda partidaria se resistió al viraje y acusó a Lenin de traicionar la causa y sus propias ideas. A nuestro juicio, esa resistencia aguerrida, a la cual se sumaron quejas de las bases sociales del partido, explican que Lenin optara por definir la nueva política (NEP) como una “retirada” temporal, insinuando la proximidad de retomar “la ofensiva”. De otro modo ¿cómo entender el hecho de que el jefe bolchevique hablara al mismo tiempo de esa política como algo destinado a durar décadas[21], y el planteo posterior, a cargo de Trotsky, según el cual aun en el caso de que hubiese triunfado la revolución en Alemania “habría sido necesario renunciar a la distribución de los productos por el Estado y volver a los métodos comerciales, el juego de la oferta y la demanda seguiría siendo por largo tiempo, todavía, la base material indispensable”, mientras que “la industria misma, aunque socializada, necesitaba de los métodos de cálculo monetario elaborados por el capitalismo”[22]. Tras establecer la NEP, Lenin declara en el Congreso de los Sindicatos que es “inadmisible” que éstos tengan la dirección de las empresas, se declara a favor de los directores unipersonales, defiende la lucha por la productividad laboral, denuncia las faltas disciplinarias y a “los zánganos” y sostiene la necesidad de imponer el principio salarial creado por el capitalismo en lo que está designando como un “período de transición”. Declara igualmente que debe asumirse la oposición de los intereses (presentes) de los trabajadores con las necesidades del desarrollo de las fuerzas productivas y llama a sus seguidores a “aprender de los capitalistas” las técnicas de la gestión empresarial y comercial. El atraso cobraba su precio a los visionarios, imponiéndoles límites.

En realidad, la desdicha rusa fue el abandono por parte del stalinismo de estas políticas, mientras se consolidaba en el país la burocracia soviética, afecta a imponer una planificación sin correctivos democráticos, a establecer arbitrariamente los precios y a imponer el monopolio del Estado en la producción y el reparto de los bienes, suprimiendo el rol de un consumidor que, en lugar de operar a favor de la calidad, debe resignarse a obtener en los almacenes públicos una producción tosca y primitiva, inepta para competir con el mundo capitalista[23]. Podría decirse, reduciendo el problema a su mínima expresión, que, después de la muerte de Stalin, en un marco en el cual la burocracia obtenía un nivel de consumo relativamente privilegiado, se aseguraba al resto una estabilidad gris y la vida cotidiana estaba signada por la rutina embustera sintetizada en la frase de Lech Walesa: “nosotros hacemos como que trabajamos; ellos hacen como que nos pagan”. En las últimas décadas, tras la “emancipación de la burocracia”[24], puede decirse que era así.  La peste del alcoholismo coronaba la situación. La “socialización” arbitraria de las relaciones de producción genera distorsiones que han sido previstas, en sentido general, por Charles Bettelheim, quien no se atrevía, objetivamente, a verlas plasmadas en el “socialismo real”. En efecto, tras señalar que, “más allá de la propiedad del Estado”, es necesario un desarrollo “suficiente” de las fuerzas productivas, que logre socializar efectivamente las relaciones de producción, advierte que, sin aquel desarrollo, la propiedad del Estado puede “permanecer como un marco jurídico sin contenido”. Y cita a Marx (en consonancia con Trotsky, sin atreverse a mencionarlo) y su Crítica del Programa de Gotha: “El derecho nunca puede estar más arriba (sic) que el estado económico de la sociedad y  el grado de civilización que le corresponde”[25]. Volvemos al materialismo, como es notorio,  mal que les pese a ciertos “marxistas”, afines al anarquismo y el igualitarismo utópico, que al contrario de los primeros no creen que esa meta –que compartimos– debe sustentarse en un desarrollo material, lo que no implica negar el papel del estímulo moral, que en toda sociedad moviliza también a los seres humanos.  Se trata, en esto, de reconocer límites.

Nuestra visión es la siguiente: en todos los casos –se advierte que la problemática no es exclusiva de rusos y chinos, sino común a todas las revoluciones del mundo “atrasado”– podría avanzarse en la comprensión del  dilema que deben resolver los partidos marxistas del mundo semicolonial, tras tomar el poder, examinando las implicancias del pronóstico que Trotsky logró formular después del análisis del Termidor ruso: “Las tendencias burocráticas deberán manifestarse en todas partes después de la revolución proletaria. Pero es evidente que mientras más pobre es la sociedad nacida de la revolución, más se manifiesta esta “ley”, el burocratismo reviste formas más brutales y más peligroso se hace para el desarrollo del socialismo”. Y concluye: “No son los “restos”, en sí mismos impotentes, de las clases dirigentes de antaño las que impiden, como declara Stalin, al Estado soviético debilitarse y aun liberarse de la burocracia parasitaria; son factores infinitamente más potentes, tales como la indigencia material, la falta de cultura general y la dominación del “derecho burgués” en el dominio que interesa más viva y directamente a todo hombre: el de su conservación personal[26].” De esta observación, que corona la reivindicación del viraje a la NEP, podemos concluir, por nuestra parte, que si apelar a los métodos creados por el capitalismo, visto que seguimos en un marco signado por la ley del valor y un insuficiente grado de productividad del trabajo, crea una situación en la cual el gobierno obrero debe elegir entre establecer las condiciones de una competencia y colaboración del sector económico estatal con el  sector de capitalismo privado,  asumiendo el riesgo de una derrota posible, pero considerando que lo fundamental es avanzar en la productividad del trabajo y la provisión de bienes, para evitar el estancamiento y la metástasis burocrática, por un lado, o, por el contrario, ceder a la tentación de suprimir como sea las reglas del mercado y los estímulos materiales que han sido el fundamento del trabajo y la creación de riqueza en la historia humana, pero alimentan el egoísmo y la desigualdad social. Se trata, en realidad, de una falsa opción. Si como sostiene Marx y reiteran otros “el derecho no puede nunca elevarse por encima del régimen económico y del desarrollo cultural de la sociedad condicionada por ese régimen”, no puede pensarse en “liquidar” el egoísmo y la lucha por obtener una porción  mayor en el reparto de bienes que son escasos, mientras se está muy lejos del bienestar para todos. En esas condiciones, lo que se “suprime” por la puerta se cuela por las ventanas… que la burocracia abre y cierra, priorizando sus intereses. Con el agravante –razón por la cual la última de las alternativas resulta ser definitivamente funesta– de que la ilegitimidad y precariedad del status burocrático, no sustentado en utilidad social alguna, alientan en la burocracia el afán de justificar y disimular las prerrogativas que les otorga el poder oscureciendo la comprensión cabal de las cosas y sustituyendo la teoría por fórmulas autojustificatorias. No otro es el motivo por el cual el stalinismo, con total alevosía y contradiciendo premisas fundamentales del marxismo, intentaba “explicar” el gigantismo del Estado mientras festejaba el ingreso de Rusia al “socialismo”, malversando el valor de la doctrina de Marx y las puntualizaciones precisas y honestas de Lenin, siempre preocupado por dar a las cosas su cabal nombre. En cierto modo, puede decirse que negar un problema y dar al público versiones banales y autocomplacientes, como fue habitual en la Unión Soviética, no sólo implica renunciar a la lucha por un desarrollo material que supere al capitalismo, sino alimentar el caldo de cultivo para que las deformaciones burocráticas sean mayores y más peligrosas, imponiendo a la sociedad un falaz “socialismo” que, como ocurría en la URSS, brinda una “estabilidad” adormecedora a las masas, pero jamás podría competir exitosamente con los países capitalistas y sólo se sostiene perpetuando el proteccionismo y el mito de la autarquía[27].

La excepcionalidad china es la crisis general del capitalismo

En su beneficio o para atormentarlas, las revoluciones siempre cuentan con circunstancias excepcionales. En el caso ruso, su estallido tuvo lugar cuando una guerra “mundial” había sangrado al capitalismo central, con epicentro en Europa y sus terribles consecuencias no sólo quebraron “al eslabón más débil”, el imperio zarista, sino llevaron al continente entero al borde del colapso, con alzamientos en un número de países importantes.  Éstos, si bien fracasaron, dieron a los bolcheviques un enorme apoyo; la ira y las sublevaciones en el mundo próximo restaron eficacia a la contrarrevolución blanca. El régimen se consolidó, aunque degenerara hacia el stalinismo, con los resultados conocidos. La Revolución China gozó también de “favores” históricos; uno de ellos, de una significación no menor, fue la existencia previa de la Unión Soviética y las relaciones de fuerzas vigentes después de la segunda guerra.

Más tarde, a fines de la década de los 70, tras la crisis del petróleo, era muy notorio que para el mundo imperialista “los años felices” de la post guerra habían terminado y el viraje chino tuvo su comienzo en ese marco, caracterizado por la caída irreversible de la tasa de ganancia en las economías centrales; algo que fue entonces velado por el impacto del acercamiento chino-norteamericano y su presunta efectividad como recurso para operar contra un “enemigo común” más hipotético que real, el bloque soviético. La “apertura” dispuesta por Deng Xiaoping registraba cuáles eran las fortalezas del país y las dificultades del capitalismo para enfrentar dicha caída de las tasas de ganancia en los países centrales. El capital atina a “huir hacia adelante”: comienza a desplazar la producción de bienes a la periferia del sistema; concretamente, a países en los cuales la relación entre la aptitud y disciplina de la fuerza de trabajo está acompañada de un costo laboral muy ventajoso, respecto a las exigencias del mundo avanzado[28]. Sin precipitarse, sin ceder el timón a “la mano invisible”, con ensayos y tanteos, China ingresa en un proceso de desarrollo inédito por su vigor y continuidad, que genera en “el centro” un vaciamiento industrial, compensado en parte por el auge de la especulación y la deuda pública, que se presumirán eternos, mientras el poder imperialista juega a sostener la hegemonía global contando con el dominio de las tecnologías de punta, como si el monopolio de las mismas careciera de término. La sonada “deslocalización” buscaba contar con personal calificado de bajos salarios. China lo tenía[29], como uno de los frutos sobresalientes de la revolución. Ahora bien, es necesario precisar ciertas cuestiones. En primer lugar, los analistas serios coinciden en señalar que el impulso mayor vino del interior, de las empresas locales y comunales que canalizaron las energías de la población campesina, estimulada por el régimen de la “responsabilidad individual y familiar”, que provocó un retorno a muy antiguos  hábitos del mundo rural, que combinaban las exigencias del trabajo agrario con la producción aldeana de bienes industriales[30] para el mercado próximo. En segundo lugar, que el capital extranjero, que fue atraído a las “zonas especiales” de la costa, provino sobre todo de la diáspora china, por la renuencia de la empresas del mundo occidental, y aun del Japón, a aceptar las regulaciones y el control del Estado y su menor familiaridad con el gobierno del país. Y en tercer lugar, que si bien las desigualdades sociales y hasta regionales en los niveles de ingreso se hicieron enormes, y lo siguen siendo, los niveles de vida de toda la población han crecido en los años siguientes al viraje, de un modo indudable y hasta espectacular para los parámetros, bastante conocidos, que reinaban en el país. Para no hablar de los avances en salud, educación y desarrollo científico, tecnológico y cultural, que carecen de parangón en la historia moderna.

Una vez más, China y el futuro global

El destino final del experimento social iniciado en el país por la revolución triunfante, para los que no creemos en la desdichada idea de que sea posible construir el socialismo en un solo país y advertimos al mismo tiempo la crisis ya crónica del capitalismo senil, no puede pensarse sin reflexionar al mismo tiempo sobre el futuro próximo del orden global, que al parecer nos coloca –mientras carecemos, dramáticamente, del “sujeto político” necesario para enfrentar este oscuro panorama– ante el mismo dilema que provocó, a comienzos del siglo XX, la exclamación famosa de Rosa Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.

Rechazamos la tentación de prever la barbarie. El mayor peligro que vemos en el presente es, sin embargo, la ceguera generalizada que reina mientras nos acecha el futuro, con el cuadro que intentamos resumir, aquí. Al señalar la sobreproducción y los espasmos que acompañan a la hipertrofia financiera y el capitalismo de timba, fenómenos agravados por los avances de China en el mercado mundial y las reacciones irracionales que suscita en los centros del poder mundial, llamamos la atención sobre la catástrofe que nos aguarda si no logramos reconstruir una “vanguardia” dispuesta a capitalizar la experiencia histórica y convocar a la construcción de un porvenir digno de llamarse humano. Nunca, como hoy, fue posible encontrar un grado de madurez en las fuerzas productivas que brinde a ese fin tan portentosos medios. Estamos llegando, con los ojos vendados, al mundo de la robótica y la inteligencia artificial, que ha suscitado advertencias entre alarmantes y frívolas, pero intuitivamente certeras, respecto del impacto social que provocará esta transformación, sólo equiparable a lo que trajo consigo la revolución neolítica.

El tema requiere un examen propio, que no cabe aquí. Pero apuntaremos, sí, que por una parte, podríamos estar a un paso del sueño del fin del trabajo como carga bíblica; de la conquista de una situación en la cual los humanos puedan dedicar el tiempo a satisfacer lo   vocacional –trabajar en lo que nos atrae, no entregar la vida a los medios de vida–, amar a los nuestros –los seres humanos, el mundo y sus criaturas–, expandir el conocimiento y la destreza corporal, apreciar el arte, en fin, todo lo que es digno de la persona que, como decía Trotsky, “empieza donde termina la lucha por el confort”, cuando ya no medimos el tamaño de las porciones. Ese mundo será posible. El automóvil sin chofer, que se prevé  operante en el 2025, implica democratizar el privilegio de los magnates del chofer propio, mientras atiendo otras cosas más interesantes que formar parte de un sistema mecánico. Y, para señalar asuntos menos ligados al reino de las fantasías –que no lo serán, en pocos años más– la mayoría de los trabajos que nos ocupan, hoy, para ganar un salario, estarán a cargo de procesos automatizados[31]. Para graficar el asunto ante el lector no informado, parece útil sugerirle imaginar que, además de la automatización en la producción fabril, a la cual ya nos estamos habituando, los trenes, taxímetros y colectivos, los almacenes y las tiendas, los hoteles y restaurantes, las estaciones de servicio y otras actividades presten sus servicios como lo hace hoy un cajero automático.

Ahora bien, ¿que implica esto en el mundo capitalista? Bill Gates quiere retrasar el proceso y hacerlo gradual, dada la desocupación que habrá de crearse, prácticamente epidémica, si las máquinas desplazan la mano de obra humana y nos transforman en marginales, en todas las ramas de la producción y los servicios. Y no se trata de ciencia ficción. Además de la conducción de automotores y trenes –Airbus prevé sustituir con robots los pilotos de aviones–, los negocios automatizados amenazan con liquidar a los trabajadores que los atienden, como hemos señalado. Sin embargo, lo que no ve el pensamiento burgués (Bill Gates es un ejemplo) es que dicho proceso supone la desaparición de la posibilidad misma de realización de la plusvalía, que necesita del consumidor. Más precisamente, ¿quién y cómo pagará por adquirir esas mercancías que constituyen la esencia de un sistema que produce para la demanda solvente y no para satisfacer, gratuitamente, las necesidades   del hombre[32]?

Un país como China, cuyos dirigentes aún se declaran comunistas y partidarios de alcanzar el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas necesario para construir el socialismo, sea cual sea el daño ocasionado por sus vínculos con el stalinismo, las desigualdades sociales que se observan en él y el pragmatismo rampante que informa sus acciones –rechazamos en principio la suposición de que esto sea un retroceso respecto a la invocación del “marxismo leninismo” anteriormente usual– está, sin duda, mejor preparado para dar los virajes que requiere ingresar en la nueva época. Lo que no excluye, desde luego, ya que se trata de una nación en la cual no está resuelta, ni mucho menos, la lucha de clases otro desenlace. Conflictos obreros no faltan en el país; asoman muchas veces cuestionamientos al poder. Tampoco se nos ocurre pensar que el destino general del planeta y la superación de la crisis crónica que padecemos pueda resolverse por el influjo de una nación, por más importante que esta sea. Una acción mucho más extendida es imprescindible.

 Si, como declaraba Marx, hace más de un siglo y medio en El Manifiesto Comunista, “una sociedad que ha conjurado semejantes medios poderosos de producción e intercambio es como el hechicero que ya no puede controlar los poderes subterráneos que ha invocado con sus sortilegios”, es preciso retomar el timón del quehacer humano y sepultar en el olvido a los matones y chapuceros que hoy gobiernan, sembrando el caos y la muerte, mientras un egoísmo social extremo cunde en las poblaciones del viejo mundo.

                                                Córdoba, 6 de febrero de 2019.

[1]  Quizás sería más exacto decir que hay en verdad notables diferencias entre quienes creen en esa tesis. Los autores más serios, entre los que cabe destacar a Galbraith y Stiglitz, señalan claramente que los líderes chinos no han aplicado recetas neoliberales y han priorizado siempre los intereses nacionales. Pero, dado su peso propagandístico, los ideólogos del stablishment capitalista global han impuesto su posición, que sirve para infundir un profundo pesimismo a las fuerzas que quieren transformar el mundo. No obstante, logran ese cometido al precio del autoengaño: “el fin de la historia” es un sueño pueril, sin sustento alguno.

[2] Durante la primera guerra mundial, el gobierno alemán impuso el manejo centralizado de los recursos y la producción al mundo empresario, para subordinar todo al esfuerzo bélico. El empresariado cedió el manejo al Estado, mientras hacía de la guerra un negocio más. La planificación y control estatal estrictos  eran una  novedad, en la era del capital; algunos socialdemócratas osaron hablar de “socialismo de Estado”. A Lenin y los bolcheviques, que rechazaban el término, absurdo si se considera que el poder prusiano, además de monárquico, era burgués, les inspiró la denominación de “capitalismo de Estado” y sacaron la conclusión de  que era útil estudiar la experiencia. Dado que la gestión estatal de la economía, con un sector público y otro privado, en colaboración y competencia, en las condiciones creadas por el poder obrero, representaba una clave para desarrollar al país, en el periodo denominado de “la transición hacia el socialismo”.

[3] Una categórica demostración de lo que significa la ausencia de condiciones objetivas, que se resumen en la elevada productividad del trabajo y un alto grado de cultura material y técnica, es la deriva hacia la dictadura y la corrupción de los alzamientos de sectarios cristianos comunistas en la Edad Media narrados por Norman Cohn de un modo pormenorizado y brillante, que malogra en sus conclusiones, al intentar asimilar aquellas tentativas con lo que él llama “milenarismo marxista”. Norman Cohn. En Pos del Milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media. Barral Editores, 1971.

[4] El ideal de crear una sociedad igualitaria que se proponga como meta “el reparto de la pobreza” y consagre  el ascetismo, satisface a los anarquistas y al “socialismo” cristiano, pero nada tiene que ver con el marxismo.

[5] Ignorar al mercado sin haber creado las bases objetivas para que salga de la escena, tras haber cumplido su papel histórico –tal como desapareció el arado de mansera con la invención del tractor– sólo logra impulsar un “ilegal” mercado negro. En la URSS, el fenómeno tuvo en las décadas anteriores a su crisis un desarrollo fatal. Eso permitió, a su vez, una acumulación de capital privado, en manos de la burocracia y la mafia de los arribistas que lograban protección; ambos sectores se asociaron para impulsar la desintegración del país. Por otra parte, contrasta la catástrofe geopolítica y humanitaria sufrida por la URSS, luego del colapso del PCUS, por una parte, con el extraordinario avance  y la solidez del régimen chino, por otra. Recordemos, además, que Rusia vive un proceso de recuperación hoy, de la mano de Putin y que su futuro depende del desarrollo de las pugnas entre “los oligarcas” y la nación, en el marco de la crisis del capitalismo senil.

[6] Richard McGregor. El Partido. Los secretos de los líderes chinos, Editorial Turner Publicaciones S.L, 2011.

[7] Maurice Meisner. La China de Mao y después, Editorial ComunicArte, 2007. El autor sostiene la tesis de la restauración capitalista no deseada, pese a señalar que, “como Lenin,  Deng no se oponía a usar los medios del mercado capitalista para lograr los objetivos socialistas”. A nuestro juicio, hay una equiparación entre “el mercado” y “el capitalismo” en las reflexiones de Meisner que sugieren un cierto grado de confusión teórica, con una franca simpatía hacia el igualitarismo maoísta y sus valores éticos, además de un tratamiento donde el antagonismo del país con el mercado mundial tras el viraje de Deng es visto como una competencia, entre economías iguales, donde la condición periférica de China no adquiere el carácter de dependencia colonial y la lucha (exitosa hasta hoy) por alcanzar el rango de los países avanzados no subvierte el orden mundial.

[8] Isaac Deutscher. Trotsky, El profeta desarmado. LOM Ediciones, 2007, pág. 44. (El subrayado es nuestro.)

[9] E.H.Carr. La Revolución Bolchevique (1917-1923). Alianza Editorial S.A, 1972, Tomo 2, pág. 103.

[10] Pierre Broué. El Partido Bolchevique. Edicionesw Alternativa, 2007 , pág. 199.

[11] Éste parece ser el caso de Charles Bettelheim. Su manejo de las categorías del marxismo lo distingue en el cuadro del stalinismo vulgar, pero sólo se atrevía a cuestionar los pormenores. Al referirse a Stalin, como “teórico”, se degrada a sí mismo. Apenas pregunta, sin desmentir al burócrata, como si la respuesta pudiera generar vacilaciones: “La desaparición completa de la producción mercantil, ¿no supone la realización del socialismo a escala mundial y una verdadera planificación internacional?” Charles Bettelheim. La transición a la economía socialista. Editorial  Fontanella S.A, 1974,  pág. 49.

[12] Desde 1930 hasta 1955 la producción agrícola per cápita  (con excepción de los cultivos industriales) se mantuvo en la URSS por debajo de la Rusia zarista de 1916. En la producción animal, el nivel de 1913, o el de 1928, no había sido alcanzado aún en 1960, salvo en porcinos. Ernest Mandel. La economía en el periodo de transición. https://www.ernestmandel.org/es/escritos/pdf/periodo-de-transicion.pdf.*****

[13] Pierre Broué. op cit, pág. 385-387. La medida de ese viraje requiere recordar que se niega la existencia de límites impuestos por las leyes de la economía y se imponen metas desmesuradas, tras haber rechazado “la industrialización acelerada” que proponía la Oposición y enarbolar la famosa consigna de Bujarin citada, que desarrollaría el socialismo “a paso de tortuga” para “no romper la alianza con el campesinado”.

[14] Lo prueba la carta del Che a Fidel, antes de irse al Congo, en que afirma: “El comunismo es un fenómeno que se produce en la conciencia; no se llega a él con un salto, un cambio en el modo de producción, un enfrentamiento entre las fuerzas productivas. El comunismo es un fenómeno de conciencia y tiene que desarrollarse en el hombre; por tanto, la educación individual y colectiva en el comunismo es consustancial a éste”. Lo mismo había expresado al analizar los problemas del periodo de transición al socialismo. A pesar de cuestionar lo que ve en la URSS y creer erróneamente que se origina en la NEP –le espanta que Lenin diera “entrada nuevamente a viejas relaciones de producción capitalista” y usara como estimulo el interés individual– dice que el capitalismo aventaja al mundo soviético en la automatización, la productividad del trabajo y el avance técnico, pero prioriza la cuestión moral: imagina “un hombre nuevo” creado al calor de la lucha, a imagen y semejanza del propio Che, sin advertir que esta posición está lejos de Marx y próxima a Jesús. El idealismo filosófico no podría ser más claro, ni estar más alejado del materialismo de Lenin. Ernesto Guevara. Retos de la transición socialista en Cuba. Ocean Sur, 2009 pág., 219 a 230.

[15] José Cademartori. Deng Xiaoping y el socialismo de mercado. Rebelión, 2009.

[16] Cabe recomendar a Jonathan D. Spence. En busca de la China moderna. Tusquets Editores, 2011.

[17] La plusvalía colonial corrompe a los líderes de la II Internacional. Jorge Abelardo Ramos recrea los debates del Congreso de Stuttgart, en 1907. Varios delegados defienden la empresa colonial de “sus” países, como necesaria para sostener la prosperidad europea. Se esfuerzan por demostrar que Europa lleva a las colonias la civilización y el progreso. Sólo cabe denunciar “sus excesos”. Historia de la Nación Latinoamericana. 2da Edición, Peña Lillo Editor SRL, 1973, Cap. VI, Marxismo y Cuestión Nacional.

[18] El mismo cotejo, con los datos de 1960, da para EEUU 3007,12 y para China 89,52. Matemáticamente, eso indica que en aquel año, el PBI per cápita estadounidense era 33 veces superior al de China; pero en el 2007 la comparación nos da menos de 7. La distancia es enorme, todavía, pero es impresionante lo que descuenta año a año el país asiático.  Datos Estadísticos del Banco Mundial.

[19] Trump y la utopía de un “patriotismo” antihistórico, 2017. En http://aurelioarganaraz.com/ideologia-y-politica/trum-y-la-utopia-de-un-patriotismo-antihistorico/

[20] Una notable diferencia parece existir entre ambos campesinados, según sugiere Giovanni Arrighi. La China rural fue originariamente una “civilización pluvial”, donde una elite técnica organizó a los campesinos bajo la estricta disciplina  requerida por el cultivo colectivista del arroz. Sin la comunidad, la sobrevivencia individual es al parecer una quimera. Esto promueve un sentido comunitario, ausente en los campesinos del imperio ruso. Por nuestra parte, nos tienta a pensar si ese fenómeno no explica, en alguna medida, el curioso hecho de que los comunistas chinos encontraran en esta clase, al parecer atípica respecto a sus semejantes de otros países, un “sujeto” social cualitativamente afín al proletariado industrial, sin cuyo concurso se juzgaba imposible el triunfo revolucionario, antes de Mao. Giovanni Arrighi. Adam Smith en Pekín. Ed. Akal, 2007

[21] Lenin. El papel y las tareas de los sindicatos en la Nueva Política Económica (NEP). Resolución del C.C. del PC (b) R del 12 de enero de 1922. Obras Completas, Ed. Cartago S.A, 1960. tomo XXXIII.

[22] León Trotsky. “La revolución traicionada”. Ed. Proceso, 1964, pág. 38 y 39.

[23] El secreto de la disparidad, inusual en el resto del mundo, entre esa industria militar y espacial, altamente calificada de la URSS, por una parte, y la tosquedad, e insuficiencia crónica, en la provisión de bienes para el consumo, por la otra, había llamado la atención del Che Guevara, que reprocha la falta de integración entre aquella y la industria civil, habitual en Occidente, pero no explica las causas que la provocan. El secreto se disipa al ver que en el primer caso “el consumidor” tiene el poder necesario para exigir a los responsables de dicha área la máxima calidad posible, mientras que los ciudadanos, salvo los sectores de la alta burocracia, eran impotentes frente al almacén del Estado, donde faltaban a veces provisiones básicas.

[24] La “emancipación de la burocracia” alude al aporte de Moshe Lewin, que señala  la impunidad ganada por la Nomenklatura tras la muerte de Stalin, que la libera de la zozobra  permanente que padecía en el régimen de terror del georgiano. Moshe Lewin. El siglo soviético. Ed. Crítica, 2005

[25] Charles Bettelheim. op. cit., pág. 63. Esa frase, tan representativa de la visión de Marx, es un leitmotiv en La Revolución Traicionada, para respaldar la crítica a todas las utopías, burocráticas o no. Es difícil pensar que el economista francés no conociera esta obra y hubiera advertido su inconfesable coincidencia con el “trotskismo”.

[26] León Trotsky. op. cit, pág. 66 y 67.

[27] La necesidad de eludir la competencia prematura con los países centrales no está en duda, como recurso temporario. Pero “alcanzar y superar” a los países capitalistas supone ganar una productividad más alta. Y, si la construcción está lista, se saca el andamio. La “autarquía” de la URSS fue un refugio eterno. En su mayor obra, Boris Kagarlitsky cuenta cómo, en la década del 80, los habitantes de la URSS que iban al extranjero suscitaban al volver la envidia de sus amigos con las afeitadoras de Gillette y los desodorantes a bolita, que brillaban al compararlos con los toscos productos del almacén soviético. Esta derrota cultural –los espejitos de colores de la Europa capitalista, 60 años después de la Revolución de Octubre– era el preludio de lo que sobrevino después. Los intelectuales y el estado soviético. De 1917 al presente. Prometeo libros, 2006.

[28] En las últimas décadas, China dejó de ser un país barato por sus salarios. Desde los U$S 200 ha escalado a un promedio salarial de U$S 700; creció la desigualdad, pero también los ingresos de la clase obrera.

[29] Un enorme logro del periodo maoísta, arbitrariamente denostado en bloque. Un autor serio dice: “El que no es economista se dará más fácilmente cuenta de este progreso con datos concretos. Producción de acero, en millones de toneladas: 1949, 0,16; 1952,1,3; 1960, 18,4. Carbón: 1949, 32; 1960, 425. Fundición: 1949, 0,25; 1960, 27,5. Electricidad, en millares de kilovatios-hora. 1949, 4,2; 1960, 58; Algodón (en millones de metros) 1949, 1,9; 1960, 7600. Cereales, boniatos y patatas contados por el cuarto de su peso (Tns): 1957, 185 millones; 1958, 250; 1959, 270”. Se han triplicado las líneas férreas; el número de centrales hidroeléctricas y térmicas, etc. Fernand Braudel. Las civilizaciones actuales. Ed. Tecnos, 1962, pág. 186.

[30] En este tipo de emprendimientos municipales y aldeanos se lograron en los primeros años tasas inauditas de crecimiento, con porcentajes que llegan al 38% anual. Enrique Arceo. El largo camino a  la crisis. Editorial Cara o Ceca, 2011, Cap. X La transformación de China.

[31] Sin considerar la ciencia ficción, se ha escrito mucho sobre estos temas. Fue pionero El fin del trabajo, de Jeremy Rifkin, cuyos límites ideológicos, paradigmáticos en el tratamiento de la cuestión, le impiden extraer las conclusiones que surgen de sus propias observaciones. Últimamente, Andrés Oppenheimer, en ¡Sálvese quien pueda!, ha tratado el tema con chabacanería sensacionalista, buena quizás para vender el libro entre los adictos a ese estilo. De todos modos, muestra el avance veloz de los robots en las más diversas ramas de la producción y los servicios.

[32] Algunos alquimistas, con ligereza, sugieren remediar estas contradicciones del capitalismo senil otorgando a las poblaciones un “ingreso universal” gratuito, sin contraprestación laboral ¿puede concebirse que se nos regale el dinero con el cual compraremos lo que precisamos tener, ya que como dicen los obreros alemanes,  “los robots pueden fabricar automóviles, pero no comprarlos”? ¿puede el capital rentarnos, para vendernos luego los bienes que carecerían de un comprador solvente?

UBER o UNA INDESEABLE “INVERSIÓN” EXTRANJERA

Uber  y taxis

Pueden concebirse, creemos –buscamos reflexionar con la máxima objetividad, explicitando frente al lector, no obstante, que nuestra mirada no es neutral, sino comprometida con los intereses del país, tal como los entendemos– inversiones extranjeras que sean útiles para el desarrollo nacional, bajo ciertas premisas. Otras sólo pueden causarnos daño. La línea divisoria, para fijar posición ante un caso puntual, puede establecerse de un modo sencillo. Si no lo marean presuntos sabihondos, cualquiera puede dictaminar fácilmente cuál de las variantes tenemos delante y qué debe hacerse para no errar, contando con dicho criterio orientador. Sólo precisa sentido común… y patriotismo.

Para decidirse, basta con saber si la inversión extranjera en un emprendimiento (asociada o no con el Estado o con empresas privadas argentinas) viene a suplir una carencia de recursos internos, lo que nos impide desarrollar un área determinada. Caso contrario, como pasa cuando una empresa de capital nacional es comprada por el capital foráneo, o este avanza sobre un mercado que era atendido por firmas argentinas, el país se debilita: al enviar sus ganancias al exterior, objetivo sin el cual nadie se asoma a estas latitudes, los nuevos dueños nos privarán de divisas. Pero, si nuestra limitación no es financiera, puede ocurrir –y esto justifica remunerar el aporte del capital extraño y cierta extranjerización en determinada área– que suframos un déficit de capacitación en el tema o un grado de inexperiencia en tecnologías complejas y novedosas. Una mezcla de ambos factores  obliga al país a efectuar acuerdos de ese tipo, cuyo balance es positivo. Estos casos difieren, si los analizamos seriamente, de aquellos que son perniciosos para el país, fruto de la gestión de fuerzas “amigas” del capital internacional o de una debilidad en la defensa de la nación, que se traduce en la ausencia de una regulación que limite al capital extranjero, impidiendo que afecte a la economía de la nación. En el gobierno pasado, una suma de carencia de capitales y de necesidad de asimilar tecnologías desconocidas fue la razón del acuerdo con Chevron para explotar el petróleo y gas off share, en Vaca Muerta. Hemos analizado antes el caso, asociado a la reestatización de YPF. Ahora, lejos de volver sobre dicha cuestión, sólo queremos establecer un parámetro general (sin por eso consentir cualquier concesión al capital privado, cuya voracidad es un dato invariable), para pasar al examen del caso Uber.

Lo más saliente del caso Uber es que lejos de aportar al país una producción o un servicio ausente entre nosotros, viene a desplazar al capital nacional de un servicio rentable a cambio de nada. El servicio de taxímetros no es mejor ni peor que el de otros países, y la nueva operadora no aporta a los argentinos una ventaja o servicio novedoso, que carezca de antecedentes dentro del país o exija conocimientos extraños entre nosotros y justifique los daños que causará a los prestadores del actual servicio. Sin celulares ni plataformas web, no disponibles entonces, por medio del uso de radiollamadas, en la década del 90 proliferaron en Córdoba las empresas de remises (“truchos”, les decía la población, para señalar que no era el “distinguido” servicio “vip” tradicional). Los usuarios los llamaban desde cualquier teléfono. Cobraban en efectivo, es obvio; un dato accesorio, sin importancia hoy,  ya que actualmente más de un taxímetro cuenta con el servicio de cobro con tarjeta. También, como Uber, explotaron un marco de crisis laboral, que impulsaba a miles a la lucha por sobrevivir. En la marginalidad, con el automóvil propio, sin pagar impuestos, y aportes previsionales, nuestros desesperados tributaban a una “central” que receptaba pedidos y recibía una “comisión” del 25 %. En realidad, el remisero pagaba, además del “servicio” una protección legal, ya que las “centrales” estaban amparadas por la negligencia estatal y en algunos casos tenían como “socios” a figuras de la política. Todo lo cual era canallesco; pero, volviendo al presente ¿con la tecnología actual, no es posible que los mismos taximetristas, asociados, ofrezcan desde la legalidad el servicio que Uber se ufana en brindar, como un espejito del siglo XXI? Tan realizable es esto que acaba de formarse en la ciudad de Mendoza Tango-Taxi, creada por los taxistas, con la misma oferta y el compromiso de  añadir el pago con tarjeta, en un futuro próximo. La oferta bien podría replicarse, en toda la Argentina –país reconocido, por su capacidad en informática– sin provocar el daño que implica el arribo de capitales cuasi mafiosos, que desconocen las reglas de un servicio público –la misma liviandad llevó a los hipermercados a usurpar el área reservada a las farmacias, como si fuese igual vender antibióticos que despachar salamines–, sortean el trámite municipal de habilitación, todos los controles y, como si fuese poco, el pago de impuestos que se exige al sector que cumple con todas las normas legales. Conformado, además, por empresarios pequeños de capital nacional, lo que no es un dato menor: peso que ganan lo gastan o invierten dentro de la Argentina.

Se ha hecho notar que los mismos sectores de la opinión pública que condenan la venta informal de los “manteros” y su competencia desleal con el comercio en regla aplauden a Uber,  una incongruencia que revela prejuicios ¡Uber proviene de los EEUU! ¡Su valorización financiera habla de un activo de U$S 60.000 millones! ¡No será cosa de “marginales! ¡Su llegada nos trae un servicio “vip”, con el nivel del primer mundo! No interesa si su informalidad y desdén por cuidar la seguridad llega a extremos como la contratación de un conductor implicado en la matanza de Michigan, algo que recuerda una nota del diario La Nación. Según el mismo medio, que no se caracteriza por rechazar a la firma, Uber ha  recibido denuncias penales por abusos, en su país de origen.

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Naturalmente, se esgrimen, a favor de “lo nuevo”, los defectos y faltas del “viejo” servicio, que son, creemos, más o menos los mismos, aquí y en el exterior. Un examen rápido detecta en los medios  la acción de un lobby que vende viajes que son un placer, con música divina, caramelos, y hasta un brindis. Los datos, hasta ahora, dicen lo contrario, ¿qué podría esperarse de una empresa que inicia su actividad en el país sin inscribirse en AFIP, sin habilitación profesional, sin existencia legal? ¡Sin  domicilio constituido! No inventamos nada: es lo denunciado en el fuero penal por el Secretario de Transporte del gobierno macrista de la ciudad de Buenos Aires, insospechable de ver con malos ojos a una empresa norteamericana.

No obstante la gravedad de esos atropellos (nos han tomado por un país bananero), creemos que lo principal está definido en los primeros párrafos de esta nota. En Córdoba, una firma española, competidora de Uber en el mismo rubro, promete “diálogo” con el poder municipal y disposición a someterse al marco legal. Se trata de Cabify, del mismo servicio; un estilo distinto, nada más.

El país debe prescindir de “inversiones” que como en la perinola “toman todo”, restando fondos al ahorro interno, al consumo del país, a nuestra capacidad de acumular capitales. Los dueños del negocio son hoy argentinos y no debiéramos permitir que se los sustituya por un sistema que sólo creará trabajo precario, no pagará impuestos y nos transformará en tributarios de los parásitos de la llamada Aldea Global, en la cual nos darán un lugarcito del suburbio.

Córdoba, 22 de Abril de 2016

FERROCARRILES: PARA SALIR DEL DESASTRE, UNA VEZ MÁS, EL ESTADO

  Publicada  el 6 de diciembre de 2013, en el semanario “Electrum”, órgano del Sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba  –  N°  1262

Finalmente, el tema ferroviario parece encaminarse hacia la dirección correcta. Es quizás, más que otros casos, un ejemplo que exhibe tanto los límites como la capacidad del kirchnerismo de asumir finalmente la necesidad de poner Seguir leyendo FERROCARRILES: PARA SALIR DEL DESASTRE, UNA VEZ MÁS, EL ESTADO

EL IMPUESTO A LAS GANANCIAS Y LAS DESVENTURAS DEL APLAUDIDOR

Publicada en el diario “Comercio y Justicia” el 02 de setiembre de 2013

El martes 27 de agosto, por la tarde, la presidente anunció la suba del piso para pagar Ganancias que, hasta  los niños lo saben, era un reclamo unánime de todos los sectores del movimiento obrero, desde Seguir leyendo EL IMPUESTO A LAS GANANCIAS Y LAS DESVENTURAS DEL APLAUDIDOR

EL RUINOSO PROYECTO DE PRIVATIZAR TAMSE

Publicada el 11 de abril de 2013 en aurelio-arga.blogspot.com (*)

Al peor momento de toda la historia del transporte urbano de la ciudad de Córdoba, lo vivimos en la catastrófica gestión de Germán Kammerath, un protegido de Menem y el actual gobernador de nuestra provincia, De la Sota. El servicio venía en picada ya, es cierto, por la mala gestión de Rubén Martí, Seguir leyendo EL RUINOSO PROYECTO DE PRIVATIZAR TAMSE

PRECIOS, SALARIOS Y LA REDISTRIBUCIÓN EN DEBATE

Publicada en el diario “Comercio y Justicia” el 18 de marzo de 2013

 El pedido de la CGT oficialista de que se sostenga durante un año el acuerdo de congelar los precios pactado por dos meses entre el gobierno y los supermercados, al exigir para viabilizarse Seguir leyendo PRECIOS, SALARIOS Y LA REDISTRIBUCIÓN EN DEBATE

LA ESTATIZACION DE YPF Y EL FIN DE LAS INCERTIDUMBRES

Publicada en el diario “Comercio y Justicia” el 17 de abril de 2012 

El 10 de abril, en Comercio y Justicia, apareció una réplica a mi nota “El conflicto de YPF y la desafortunada frase de Boudou”, publicada por ese medio el 8 de marzo del  año en curso. Ayer, el conocido anuncio de Cristina Kirchner Seguir leyendo LA ESTATIZACION DE YPF Y EL FIN DE LAS INCERTIDUMBRES

EL TURISMO INTERNO Y LA DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

Nota publicada en el diario “Comercio y Justicia” el 22 de marzo de 2012, tomada por diversos blogs y reproducida en  la Villa General Belgrano por “La Guía” –dirigida a los turistas–  Año X – N° 116,  de octubre de 2012.

Entre los datos que muestran la marcha ascendente de la economía nacional, superada la crisis del 2001, vemos los que miden el crecimiento del turismo interno e internacional. Una tras otra, las sucesivas temporadas alcanzan cifras cada vez mayores, Seguir leyendo EL TURISMO INTERNO Y LA DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

EL CONFLICTO EN YPF Y LA DESAFORTUNADA FRASE DE BOUDOU

Se publicó en el diario “Comercio y Justicia” el 8 de marzo de 2012.

 Al hablar del conflicto con YPF el vicepresidente ha declarado, dando cuenta de su visión general del tema: “el problema no es si YPF es privada o no”, sino “si tiene sentido nacional”. Si los gobiernos kirchneristas Seguir leyendo EL CONFLICTO EN YPF Y LA DESAFORTUNADA FRASE DE BOUDOU