Se publicó en aurelio-arga.blogspot.com el 25 de agosto de 2012 (*)
En la editorial de agosto de “Le Monde diplomatique”, títulada “Calambres institucionales”, José Natanson aborda el tema de las “nuevas” modalidades del golpismo latinoamericano, desde una óptica que parte de la base de que si bien nuestros países son hoy “la región más democrática del mundo en desarrollo, están lejos de haber alcanzado un grado de consolidación equivalente al de los países más desarrollados”, ya que “como un calambre, el riesgo institucional aparece y desaparece, siempre al acecho”. Desde esta visión, claramente eurocéntrica -que omite nombrar el carácter antidemocrático (y en perspectiva, dispuesto a violar la soberanía de los pueblos) de las intervenciones en curso sobre la “periferia europea” (Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia y lo que se irá sumando a ese pelotón)-, son equivalentes las movilizaciones que voltearon a De la Rúa, en Argentina, a Sánchez de Lozada y Mesa, en Bolivia, o a tres presidentes democráticamente elegidos en al Ecuador anterior a Correa o el “golpe de Estado” de Chávez en 1992, en Venezuela, todas acciones determinadas por la lucha contra la depredación neoliberal de gobiernos fundados en pisotear sus promesas y el reclamo de los electores, a los “golpes institucionales” de El Salvador y Paraguay, de signo contrario claramente oligárqui-co, en la medida en que todas esas acciones antes citadas coinciden en violentar “la continuidad democrática”.
Los orígenes opacos, y “civilización y barbarie”
Esta circunstancia, según Natanson, implica aceptar que los procesos de “giro a la izquierda” que se verifican hoy tienen un origen “menos diáfano de lo que quisieran”; ocurrencia del autor que no se condice con la expresa reivindicación que los protagonistas de las movilizaciones que dieron fin a esos gobiernos neoliberales hacen de su gestación, legitimada, creemos, por la traición que suponía, en todos los casos, prometer una cosa, al estilo Menem, para ignorarlo una vez que se alcanzaba el poder. Y, por si bastara, legitimada en todos los casos por procesos electorales, que dieron a los gobiernos asociados a esas rebeldías un respaldo amplio, incluso abrumador, al menos en Bolivia, en Ecuador y en la Venezuela bolivariana.
¿Natanson ignora que su crítica de las formas no es neutral? Por una parte, sirvió al propósito, a lo largo de nuestra historia, de presentar a Latinoamérica como un mundo bárbaro (en la impronta sarmientina del “Facundo”), ajeno a las prácticas “civilizadas” europeo-estadounidenses (cuyos sustentos imperialistas y cuyas guerras “mundiales” y experiencias fascistas eran solamente una “excepción a la regla”). Por otra, nadie medianamente informado ignora que esa condena fue un ariete en el combate oligárquico contra nuestros “populismos”, que no lograban pasar el examen de “transparencia” caro al autor, que se siente “incómodo” y necesita “admitir” que los pueblos de la periferia barbarizada por el saqueo imperialista no siempre proceden con la pulcritud debida o la estricta formalidad de un cantón suizo.
Macri: ¿derecha democrática?
Pero allí no terminan los devaneos de Natanson, que opaca sus aportes y la contribución de una publicación cuyo valor informativo y de crítica político-social hemos estimado siempre, en medio del reinado de la prensa venal y el discurso de la derecha neoliberal, pero cuyos límites expresan los que caracterizan a los enfoques del “progresismo” tradicional. Sólo a la luz de esos límites es posible entender por qué termina por “embellecer” a Macri, más adelante: “…Macri podrá ser antipático y conservador, pero no carece de <paciencia democrática> y, por lo tanto, expresa una ruptura respecto de la derecha autoritaria argentina.” Juicio que corona una opinión según la cual el gobierno K no reconoce “que la conspiración está lejos”, porque “implica admitir el carácter genuinamente democrático de la mayor parte de la oposición, incluida la derecha. Y más aún, supone reconocer que su máximo exponente, el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, se ha comportado de manera perfectamente democrática, admitiendo sus derrotas electorales y no abusando de los mecanismos institucionales, de los vetos y los decretos más de lo razonable, o en todo caso no más de lo que ha hecho el gobierno nacional.”
Hay aquí, en esta larga cita, errores mayúsculos y hasta una incoherencia con otras afirmaciones de la misma nota, como el elogio a la interpretación de Carta Abierta cuando ésta habló del “clima destituyente” creado por los actores de la ofensiva opositora contra la 125. Porque reconocer los objetivos del lock out agrario y de las fuerzas que los respaldaron no se compadece con atribuirles al mismo tiempo esa “paciencia democrática” que implica apostar, en la acción opositora, sólo a la posibilidad de derrotar electoralmente al gobierno vigente, como lo hizo en su momento, con toda conse-cuencia, el peronismo renovador, respecto de la gestión de Raúl Alfonsín, en el contexto de inestabilidad de la sublevación carapintada.
Eso, sin embargo, no puede decirse de la derecha opositora y, particularmente, de Macri. Lo que es notorio, en su caso, o en el de las patronales agrarias y los medios monopólicos de prensa, es que la elite dominante ha perdido, hoy, la posibilidad de apelar al golpe militar. Es inadecuado, y esto es lo que reprochamos a Natanson, ver en esa impotencia circunstancial y fáctica un cambio de valores, una “vocación democrática” o algo parecido. Basta con advertir, para no dudar en tal sentido, cómo esa derecha, además de acudir a las elecciones y el parlamentarismo, sostiene una complicidad con el golpismo tradicional (“las madres debieron cuidar a sus hijos”, una expresión de De la Sota, es un ejemplo discursivo que nos respalda) y de ningún modo considera necesaria una autocrítica de su papel en el golpe militar de 1976. O recordar el uso que dieron a su poder en la Cámara de Diputados después del 2009 y su constante subordinación y complicidad con el sistema de medios concentrados, cuya voluntad “destituyente” y compromiso con el golpe militar del 76 no es sólo el rastro de un pasado muerto, sino la expresión del firme propósito de poner por delante su posición monopólica a las decisiones mayoritarias del pueblo argentino.
“Democracias” limitadas de los que “saben votar”
Pero hay más. Es habitual leer en “Le Monde diplomatique” reflexiones muy claras respecto de la incompatibilidad de las políticas neoliberales –cuyo fin es beneficiar a los núcleos concentrados del poder económico– con la vigencia de los derechos democráticos y el principio irrenunciable de soberanía popular, en el propio círculo de aquellos países que según Natanson habrían alcanzado un “grado de consolidación” democrática superior al de América Latina. Olvidar esto, por parte del autor, es el fruto, a nuestro juicio, de esa visión democratista formal que venimos observando, cuya debilidad consustancial, en el plano de las ideas, suele aparecer en nuestro país cuando se juzga al gobierno de Arturo Illía como un gobierno democrático, sin considerar el hecho de que ese prócer radical no tuvo empacho en llegar al poder con el 22 por ciento de los votos y en virtud de que estaban proscriptas las mayorías y que dicha proscripción tenía su origen en el golpe cívico-militar de 1955.
En el cuadro actual de la política latinoamericana, la “vocación democrática” de las minorías que usufructuaron el poder del Estado en la década del 90 es sólo un barniz destinado a legitimar, en tanto y en cuanto no se les ofrezcan otras posibilidades, la competencia electoral de sus partidos y representantes. Los gobiernos populares y los intelectuales que pretenden sostener su vigencia, como es el caso de Natanson y su periódico, incurrirían en un error imperdonable de cálculo si no recordaran que el eje de poder imperialista-oligárquico nunca dudó en defender sus privilegios por cualquier medio. Y de ningún modo esta afirmación invita a descuidar la lucha democrática y la defensa de los principios de la soberanía popular, sino a pensar que debemos tener una visión más acorde con la experiencia histórica, para que no estemos enfrentando el combate con una mano atada, confiando, como Salvador Allende, en que el enemigo habrá de respetar las formas.