Publicada en el diario “Comercio y Justicia” el 25 de febrero de 2011
En la militancia del peronismo, aun en el marco de su fragmentación actual, se reivindica la norma de una “conducción verticalista”, considerándola inevitable si se coincide en la necesidad de que las fuerzas populares deben conformar un “movimiento nacional”. Este tipo de formación, sostenían los doctrinarios, exigía forzosamente un jefe arbitral. Un reclamo democratizador sólo podía surgir del intento de trasladar a una fuerza socialmente plural las formas propias del “partido político”, que se descalificaban como “demoliberales” y “formalistas”, en contraposición a otras, estructuradas para servir a una “revolución nacional”.
Es necesario replantear la cuestión si, como creemos, constituye hoy una rémora del pasado, uno de los obstáculos que debe enfrentar –y sufre en los hechos, con demasiada frecuencia- la nueva y la “vieja” militancia popular, embarcada en la tarea de sostener y profundizar el curso político que abrieron las movilizaciones del 2001 y encarnaron luego los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Ese proceso, valioso en si mismo y en tanto pilar del ciclo latinoamericano que busca liberarnos de una secular opresión, debe generar, para sustentarse y madurar, un movimiento nacional apto para retomar y llevar a término, en las condiciones del siglo XXI, las grandes tareas que se propusieron sus antecesores del siglo XX.
En primer término, es preciso decir que la “conducción vertical” era una cosa con Perón vivo y otra, mucho más discutible respecto a sus virtudes, cuando los jefes del peronismo surgen a partir de las pugnas de su aparato. Perón, síntesis histórica, era el programa nacional-popular. No cabe decirlo del peronismo, a secas. Sería negar la experiencia misma: ignorar su responsabilidad, central, en la década del 90. Y la honrosa excepción de aquéllos que desoyeron la conducción vertical… de Carlos Menem y sus numerosos secundones del aparato político y sindical justicialista. En consecuencia, si la conducción puede traicionar los fines (o en otros casos, simplemente errar) y, como es obvio, el deber en tal circunstancia es desobedecer, resulta que el principio (la verticalidad) debe tomarse como un medio, útil sólo en ciertas condiciones, ya que en otras la honestidad política exige desoír las órdenes y mantenerse en la lucha “con la cabeza de los dirigentes”.
Esta visión, concreta y flexible, opuesta al verticalismo como doctrina, por un lado, y a la crítica que formula el democratismo formal de radicales y afines, por otro, nos permite juzgar favorablemente, por ejemplo, la concentración de poder en Cristina Kirchner, en oposición a una “democratización” que cedería poder a los caudillos locales de las provincias y los aparatos. Éstos, en conjunto, son menos confiables para el pueblo argentino o, dicho de otro modo, la actual presidente es más firme en la voluntad de enfrentar a las fuerzas conservadoras y menos permeable a la influencia enemiga que la mayoría de los dirigentes del Partido Justicialista, donde las excepciones a esa regla en nada alteran el cuadro general.
Para rehacer la política, protagonismo popular
No obstante, es preciso plantear dos afirmaciones, que sintetizan las exigencias del actual periodo; a saber: 1) no podremos dar sustentabilidad al curso abierto por Néstor Kirchner en el 2003 sin una recomposición del movimiento nacional y esto implica su actualización política y doctrinaria; 2) semejante tarea no puede cumplirse sin democratizar la política y, particularmente, el debate sobre el país que deseamos, el contexto internacional y latinoamericano, la composición social del frente nacional, el rol de las estructuras y aparatos de poder, la fragmentación política, los contenidos y los métodos que fortalecen nuestro campo y aíslan al enemigo, en fin, una suma de cuestiones cuya resolución es impensable sin estimular enérgicamente el protagonismo popular.
Se habla a menudo de “superar el peronismo”, con liviandad. Es preferible, me parece, establecer concretamente qué precisamos; qué deberíamos ratificar (una vez recuperado, ya que en ciertas cuestiones estamos por debajo del programa del 45), de aquel contenido que hizo del peronismo un movimiento nacional, el más progresivo de nuestro siglo XX; y qué límites y contradicciones de su formulación tradicional debemos “superar”, para llegar hasta un punto en que sean irreversibles la soberanía política, independencia económica y justicia social. Esto impone la amplitud de criterios que requiere abordar un cambio de época. Quienes provienen del peronismo, deben abrirse a la reflexión sobre la historia reciente, que es ineludible y se verificará contra ellos, si no hubiese otro remedio. Es insostenible, en particular, por estéril y sectaria, una visión “esencialista” que ignora el decurso del movimiento real y aparta del “peronismo” lo que no le agrada; y su complemento simétrico, un “nominalismo” para el que pesan las formas y los rituales, la identidad formal. Con “las esencias” se niega la identidad peronista del neoliberalismo del 90, para introducirla por la ventana a la hora de distinguir entre propios y extraños (en este último caso, De la Sota es preferible a Juez, aunque al mismo tiempo se diga, en el momento de “filosofar”, que el ex gobernador “no es peronista”). Por su parte, quienes se apuran en “superar” al peronismo en un trámite expeditivo debieran entender que la actualización doctrinaria y puesta al día de las fuerzas populares no puede darse sin aventar los restos de un gorilismo pequeñoburgués que, a menudo, se viste con un ropaje “progresista”, o “socialista” y “revolucionario”, para aborrecer más a Hugo Moyano y los jefes sindicales que a los explotadores y chupasangres de la “libre empresa”.
En ambos extremos, resulta notoria la dificultad para proveer de un marco histórico los problemas de la construcción de un sujeto político apto para concluir con las trágicas alternancias de un país que vivió en 1955 y 1976 la brutal clausura de sus experiencias democráticas y la restauración del poder oligárquico; hechos en los cuales tuvieron un papel activo y fatal los límites y contradicciones del movimiento popular. Aunque en cada caso estos se manifestaran de distinto modo, siempre parieron ciclos de predación imperialista, con enorme costo económico-social. Si algo quiere aportar al país la reiterada intención de “superar” el peronismo, debe señalar cómo hemos de construir un movimiento cuya amplitud, profundidad y coherencia permitan concluir con estas alternancias y llevar a la Argentina a otra época histórica.
El lugar de la militancia en el nacimiento del peronismo
Si el General Perón, el creador del concepto, les hubiese planteado a los líderes sindicales en 1944 que de allí en más habría de imponerles una “conducción vertical”, el peronismo no hubiese llegado a ser. De esta obviedad hay que extraer hoy conclusiones políticas, a las que buscaremos llegar con un tratamiento histórico. Son imprescindibles, si pretendemos rehacernos.
Aquellos gremialistas, que provenían del anarquismo o del “socialismo” juanbejustista, por doctrina y por experiencia poco predispuestos a confraternizar con militares, acudieron con desconfianza al sorpresivo convite del Secretario de Trabajo del golpe del 43. Sin una previa seducción política, en el marco de acciones que otorgaban derechos y otro lugar social a la masa obrera, no hubiesen trabajado, tal como lo hicieron, para dar envergadura a uno de los pilares del movimiento nacional que el coronel nacionalista quería construir y para cuya concreción alentó el protagonismo popular, sin renunciar a las posibilidades de sumar también a fuerzas ya estructuradas.
El Partido Laborista fue dirigido por los jefes sindicales, que lo habían creado tras el 17 de Octubre, hasta que Perón consolidó el gobierno surgido en las elecciones del 46. Recién entonces el General resuelve disolver al laborismo y las restantes agrupaciones que lo habían acompañado en la lucha por el poder. La “conducción vertical” emerge como el resultado de una dura lucha, que concluye con la prisión de Cipriano Reyes, la destitución de Gay en la CGT y la disolución final de aquella suerte de “partido obrero”. Para bien y para mal, la jefatura arbitral se incorpora a la doctrina y las muletillas del peronismo. Perón, inicialmente, para fundar su movimiento, estimuló el protagonismo de todos sus adeptos y apenas se imponía como un primus inter pares por medio de la seducción.
Es natural: era un militar rodeado de camaradas tachados de autoritarios; a nadie escapaba, entre los líderes obreros, que podía tratarse de un aventurero vulgar; podía caer, víctima de las intrigas y los intereses en juego. Perón, conciente de sus debilidades, quería ganar a las fuerzas obreras y de ningún modo forzaba la situación; hacía política; no sólo otorgaba múltiples beneficios; buscaba consolidarse como una expresión renovada de sus identidades previas, síntesis de lo representado por la vieja guardia sindical y el proletariado criollo, el nacionalismo militar y la herencia irigoyenista sobrevivida.
El orden y la regimentación del conjunto del movimiento (que, además de expresar los rasgos particulares de su formación militar, garantizaban para Perón la imposibilidad de “un desborde” de las bases obreras), con la doctrina “verticalista” y “la infalibilidad del Líder”… vendrían después.
La naturaleza del peronismo, un movimiento nacional con mayoritaria presencia de la clase obrera y liderazgo nacionalista, se expresará en la contradicción, dentro de su seno, entre una retórica que “combatía el capital” y un proyecto que en verdad buscaba desarrollarlo, aunque fuese mal visto por el propio empresariado y debiera usar al Estado nacional como la fuerza impulsora de las grandes empresas que el país necesitaba, que la débil y malparida burguesía “nacional” jamás emprendería, dado su visión, mezquina, y su total subordinación al universo cultural y simbólico de la oligarquía ganadera. Esta mezcla, tan particular, que transformó en laberíntico el análisis del movimiento fundado por Perón, explica los rasgos bonapartistas de su jefatura, urgido a disolver las tendencias internas, ahogar el debate y establecer reglas dirigidas a destruir todo poder autónomo, para así preservar la discrecionalidad del jefe. Fuera del poder, en la proscripción y el destierro, esa disciplina implacable cedía el paso a la célebre táctica “del juego pendular”, que intentaba combinar la amenaza “revolucionaria” cara a “la Resistencia” con la propensión a conciliar e “integrarse” (al régimen vigente) de ciertas alas “participacionistas”, incapaces ambas de arrancar a la oligarquía la única concesión que podía sacar la situación del impasse: el derecho de Perón a retornar al país y a ser elegido presidente de la nación.
Proseguir estas consideraciones nos llevaría lejos del puntual propósito que perseguimos aquí, que nace de las exigencias de una actualidad política que nos exige reconstruir el movimiento nacional, para sustentar el curso abierto por el kirchnerismo. Vivimos un momento, a nuestro juicio, análogo al que protagonizaron los parteros del peronismo; éste no fue, como coinciden en creer algunos de sus apologistas y sus detractores oligárquicos, la obra de un hombre, sino una creación colectiva de los argentinos, al menos en el sentido de que el 17 de Octubre y su multitudinaria militancia dieron al líder la posibilidad de ser. Y dicho sentido no es menor.
En el momento necesario, hasta que logró consolidar un liderazgo cuya fortaleza sobreviviría a las pruebas del exilio y el tiempo, Perón fue capaz de ver el papel del protagonismo y la creatividad del pueblo llano y, sin garantías de que podría dominar a Las Furias, resolvió abrir la Caja de Pandora, sin arredrarse. La alternativa, entonces como hoy, era fracasar en la construcción política y, como corolario, poner en cuestión la sustentabilidad de los cambios. El kirchnerismo, que en esta materia ha sido hasta hoy medroso y dependiente de los acuerdos cupulares, no sobrevivirá, a la larga, si la militancia popular no logra crear una articulación de fuerzas capaz de imponer formas democráticas de resolución de los problemas y seleccionar liderazgos fundados en la representatividad y el apoyo condicional de una organización piramidal. Las fuerzas del stablishment lucen dispersas y confusas, hoy, pero esa situación no durará eternamente. La nueva militancia y los viejos cuadros que animó la experiencia iniciada por Néstor Kirchner se frustrarán nuevamente si acatan la “verticalidad”, sin hacerse cargo de hacia dónde vamos y cómo lo hacemos. Es tiempo de archivar la afirmación desatinada de que “la conducción decide y el resto obedece” y asumir las responsabilidades de los mayores de edad.