Es una posibilidad –nos desafía a reflexionar sobre las razones que impulsan uno de los virajes más sorprendentes de los últimos años– que la discordia que advertimos entre el papado de Francisco y los voceros del stablishment global y latinoamericano, lejos de ser un fenómeno temporario, con la personalidad intelectual y el empeño de Bergoglio como motor principal, esté manifestando una incompatibilidad más profunda entre los patrones que informan a la Iglesia Católica y los rasgos que caracterizan al capitalismo actual. Éste, sobre todo en Occidente, exhibe el dominio del capital financiero y la especulación sin freno, el traslado de industrias a sectores de la periferia, la ruina creciente del Estado de Bienestar, con precarización del trabajo y desocupación crónica, ante todo juvenil. En esas condiciones, el régimen actual es incapaz de brindar a la población, si prescindimos del ínfimo núcleo parasitario, un orden de cosas más o menos estable, que permita adoptar, como corolario, esa visión conservadora que fue típica del mundo avanzado; vale decir, de aquéllos que viven en los centros imperialistas. La desaparición de esa estabilidad, inclusiva y gozosa, podría asociarse con la crisis de la familia y los valores tradicionales, el arribo de la inquietud y el temor al futuro y la búsqueda compensatoria del goce inmediato y “el crepúsculo del deber”, como actitud ante la vida.
En realidad, aunque el cuadro descripto muestre asociados todos esos rasgos, la gestación de los valores a que hacemos referencia fue menos lineal. Las inclinaciones hoy vigentes, que reflejan los ensayos de Gilles Lipovetsky, fueron generándose más atrás, durante el período que simbolizaron Los Beatles y el Mayo Francés, con la ola antiautoritaria e iconoclasta de los 60, en el estadio de madurez del Estado de Bienestar. En ese marco, “hacer el amor y no la guerra”, en las juventudes del primer mundo, cumplía una doble función política: enterraba los vestigios del orden patriarcal y su “rigidez moral” hipócrita, desacralizando visiones caras a la burguesía, y servía para negarse a ser carne de cañón en las guerras colonialistas de los países respectivos, como era el caso, durante Vietnam, en los EEUU. Los izquierdistas, con un optimismo quizás ingenuo, pensábamos que esas rebeliones horadaban bastiones del mundo burgués, al cual se atribuía incapacidad para convivir con la “libertad sexual” y una familia no patriarcal; de modo general, con una cultura no alienada al patrón moral de la religión cristiana. Esa presunción, es notorio hoy, era una fantasía de aquella generación, heredera a su vez de ideas libertarias anteriores, que veían a la familia y a la religión, como pilares imprescindibles del orden burgués.
La Iglesia tradicional y el orden burgués
Ciertos aspectos quizás primitivos de una visión que compartieron los liberales revolucionarios y el pensamiento de izquierda –ineptos para advertir algo menos superfluo que “la barbarie heredada” en las motivaciones que explican el sentimiento religioso– no implican que sus combates contra la Iglesia carecieran de una justificación dictada por el rol que aquélla cumplía en la defensa de un sistema opresivo y explotador. Ése fue el papel de la Iglesia, en todo el mundo y en nuestro país: ser un puntal del conservadorismo social y político. La expansión global del capitalismo europeo, cabe recordar, contaba con el auxilio, proveedor de legitimidad, de una acción religiosa supuestamente civilizatoria, en todos los continentes. Era la faz teísta de “la pesada carga del hombre blanco”, con la cual Kipling, quizás sin ser un vulgar cínico, enmascaraba los móviles del colonialismo inglés de la era victoriana. Alfredo Terzaga, en un breve ensayo de 1966 (1), nos lo decía claramente, siendo pionero, al mismo tiempo, en observar la aparición de lo que sería más tarde el cristianismo social o tercermundista. Recordaba, entonces, la alianza con el mitrismo para enfrentar a Juárez Celman y el papel de los clericales y la jerarquía eclesiástica en los preparativos y la consumación de la mal llamada Revolución Libertadora. Tan fuerte era esa tradición, advertía el autor, que los sacerdotes jóvenes y la fracción de la jerarquía que quería impulsar las posiciones postconciliares enfrentaba la resistencia de un laicado conservador (y desde luego, a otra fracción de la cúpula eclesiástica), habituado a ver en la militancia clerical un aliado fiel. La historia posterior, el desempeño de los curas del Tercer Mundo, en el país y Latinoamérica, es conocido, como un capítulo de las tragedias del continente y sería materia de otra reflexión.
Si importa recordar que, como es sabido, aquel viraje formaba parte de uno mayor, representado globalmente por el papado de Juan XXIII y el famoso Concilio Vaticano II; que desconcertó a varios, en nuestro país y en el mundo entero. Pero resultaba comprensible, para los no creyentes, frente a ciertos vuelcos en la situación global que impulsaban indudablemente una reorientación, dictada por la necesidad de adecuar a la Iglesia a lo que amenazaba con ser un nuevo orden.
Por extraño que sea para las nuevas generaciones, pocos apostaban al futuro del capitalismo, en el momento aquel. Su retroceso parecía ser irreversible, luego del triunfo de la Revolución Cubana, con la derrota norteamericana en Vietnam a la vista, y el vuelco cultural representado por el auge del pacifismo en los EEUU y el Mayo francés, que parecían anunciar el desplazamiento del futuro hacia la revolución y el socialismo. No obstante, como es de presumir tratándose de la Iglesia, esas tendencias no suponían más que un nuevo equilibrio o relación de fuerzas, sin suprimir corrientes de signo contrario, que se verían representadas, durante el largo proceso de la descomposición del campo del “socialismo real” y la recuperación de la fuerza del imperialismo mundial, con Reagan y Thatcher, por el Papado conservador de Juan Pablo II.
El Papado de Francisco y el capitalismo senil
El periodo anterior a la consagración de Francisco fue signado por el desprestigio fenomenal que significó para la Iglesia las escandalosas denuncias de crímenes sexuales que involucraban al clero y la jerarquía eclesiástica y otros sucesos, también vergonzosos, relativos a los manejos financieros del Vaticano, completamente reñidos con la moral cristiana, y con la imagen, verdadera o fingida, que debe guardar una institución religiosa para ser creíble. Revertir ese deterioro es una razón de la elección de Bergoglio para presidir la Iglesia, sin duda. Pero tenemos la impresión de que no fue eso todo lo que se esperaba del nuevo Papa: no es razonable pensar que su frontal choque con los valores y la lógica del capitalismo actual sea únicamente una “empresa personal”, sin sustento en corrientes internas poderosas, surgidas en por lo menos una fracción de la jerarquía vaticana.
Empecemos por decir que sólo una gran torpeza –mucho más probable es que se trate de mala fe, acompañada por la voluntad de distorsionar las cosas– puede atribuir la orientación del Papado al “partidismo” (peronista) del “argentino” Bergoglio, que subordinaría la acción y la perspectiva del Vaticano a juegos de entrecasa; suposición que, entre otras cosas, importa una subestimación casi ridícula de la capacidad intelectual, el equilibrio psicológico y el talento, la astucia y la visión global de una gran figura del catolicismo moderno, que se destaca entre sus pares del último siglo. Creer, o sugerir, que adquirió su visión en Guardia de Hierro es una estupidez que define al autor, como un “cabeza de perro”, pero no ayuda a comprender a Bergoglio. Intentemos buscar explicaciones menos triviales en otro lado.
El capitalismo senil ha probado su aptitud para transformar ciertas banderas del antiautoritarismo y las libertades individuales de las generaciones antisistémicas de la segunda mitad del siglo XX, en la medida en que fueron conquistas históricas, en instrumentos de dominio. Es que, salvo cuando se trata de disciplina laboral y de las sagradas prerrogativas de la propiedad privada, la elasticidad burguesa no tiene límites. Todas las demandas que tuvieron relación con “la libertad sexual”, y los valores morales de la sociedad tradicional se integran en definitiva al ideario, llamémosle así, del individualismo extremo… que es connatural al universo burgués. Algunos rasgos del hedonismo de los estudiantes del Mayo Francés “vienen bien” para descalificar la solidaridad y el heroísmo como virtudes, aunque las exigencias militares en la guerra colonial deban atenderse con empresas de mercenarios, que nunca usarán el fusil contra sus amos. Es una ganancia no menor. Minúscula, sin embargo, si resulta posible imponerla también en el mundo periférico, para desalentar sus luchas: una rebelión anticolonial y social exige un esfuerzo colectivo sostenido, con el involucramiento de los sectores intelectualmente activos y de la juventud, en particular. Para advertir qué se gana con la sugestión a elegir “gozar de la vida, sin enroscarse”, basta imaginar qué consecuencias hubiese tenido para las luchas de liberación del pueblo vietnamita que la consigna más celebrada del Mayo francés, “hacer el amor y no la guerra”, se hubiese impuesto a su población joven, como supremo mandato (8). Pero, no es todo, ni mucho menos.
El capitalismo fordista, y con mayor holgura el Estado de Bienestar, prometían a sus comunidades un futuro cierto, sólo condicionado al “trabajo duro” y un modo “disciplinado” de vivir la vida. Esa expectativa era realizable en los países avanzados. Pero, aun en la periferia, siempre que se tratara de las economías denominadas “de desarrollo medio”, como la Argentina, podía concretarse; con menos pretensiones, pero también exitosamente, para una buena parte de las grandes mayorías. Éstas luchaban “sólo” por el ascenso social. La cacareada postmodernidad es diferente. Ofrece tan sólo trabajo precario, incertidumbre previsional y alta desocupación, especialmente juvenil, en un horizonte donde el avance de la robótica amenaza seriamente con destruir las bases del trabajo humano. En ese marco, ¿cómo podría el capitalismo senil sustraerse a la tentación de “vendernos humo” y salir de la escena, tras entretener al público. Para ese fin, nada mejor que alimentar en los jóvenes la ilusión de que, si los acompaña el ingenio, pueden ser todos un Steve Jobs. Y, caso contrario, sin esforzarse y “desestructurados”, “vivir la aventura y el goce inmediato”, sin dejarse atrapar por la obsesión de prever. En ese marco, quizás sin advertir cómo se adecua semejante idea con las necesidades tácticas del orden establecido, no es un mal consuelo concluir, imitando a John Lennon, que “la vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes”.
Conclusiones provisionales
Suele decirse que el capitalismo de la globalización está preñado de graves contradicciones, pero carece de oponentes aptos para cuestionar su perdurabilidad en el tiempo. Presumiendo realismo, esta conclusión subestima los factores dinámicos de la situación, junto con los signos de una crisis crónica y, quizás el error más importante, cree que China y la Rusia actual son parte del sistema, lo que supone ignorar la naturaleza del sistema, en el primer caso y en ambos las contradicciones con los centros imperialistas. No podemos, en este momento, tratar esos temas, que nos llevarían lejos de los propósitos de la nota. Es más, omitimos hablar del conflicto estructural entre el bloque imperialista y el mundo periférico, que tampoco es un sujeto pasivo respecto a definir hacia dónde vamos. En este momento, nos interesa solamente explicitar nuestra impresión de que la tendencia representada en la Iglesia por Francisco parece dudar del futuro del capitalismo, por lo menos del que tiene hoy vigencia entre los centros avanzados, con la dictadura de las finanzas y las políticas neoliberales que la acompañan necesariamente.
Pero así es el capitalismo senil, al que nada ni nadie podrá devolverle la vitalidad juvenil.
Con los elementos apuntados más arriba, intentemos reflexionar sobre los cálculos o impresiones que impulsan al Vaticano a comprometerse explícitamente con los que impugnan la actualidad, sin que pueda advertirse, como ocurría al final de la década del 60, un oponente capaz de derrotar al capitalismo e imponer al planeta un orden distinto.
El primer motivo que lleva a la Iglesia a poner en duda la consistencia del sistema, a nuestro juicio, deriva de los rasgos que caracterizan a los sectores que lideran al mismo, cuya visión de sí mismos y cuyas relaciones con el orden que sostiene su predominio los exhiben más próximos a una banda de salteadores que a un clase dispuesta a construir un futuro que los tenga por amos, pero en el cual se atiendan los intereses del esclavo. Las consecuencias de esa conducta son muy notorias en los propios centros del imperialismo mundial, con la deslocalización industrial impulsando a la baja las exigencias salariales, la precarización del empleo y los servicios públicos, el uso de los “ilegales” para extorsionar a los trabajadores y la desocupación creciente, que marginaliza a la juventud y las mayorías no especializadas a la zozobra constante. La seriedad, la previsión y la construcción de un orden, fáctica y metafóricamente, han emigrado a China y otras áreas de la periferia del sistema, la mayoría ajenas a los lugares donde se asienta la religión cristiana.
Al mismo tiempo, íntimamente asociados con la imprevisión y la búsqueda de resultado inmediato en la especulación, lejos de la producción y el trabajo como soportes, el sistema practica y postula la amoralidad explícita, como actitud ante la vida y como reflejo de una mercantilización universal, que aunque recuerda a las previsiones del Manifiesto Comunista, amenaza con desintegrar todo lo que resta de lazos basados en valores humanos. Las apuestas “al caos” en la periferia semicolonial, las guerras que se libran con mercenarios y drones, muestran no sólo la crueldad del orden, sino la desintegración que lo carcome interiormente y lo priva de toda legitimación y futuro, salvo que se trate de una barbarie sin límites. Es sintomático que este tipo de “empresas” ni siquiera pretenda buscar justificación moral o religiosa medianamente verosímil, sustituyéndola por el bombardeo del sistema mediático que, sea cual sea su eficacia inmediata, sólo es capaz de aturdir a los tontos y desatentos del montón, pero no de construir una plataforma ideológica digna de su nombre.
En ese contexto, la discordia entre la faz decadente del capitalismo y las instituciones religiosas que pretendan sobrevivir como visiones universales proveedoras de sentido podría resultar fatal e irremediable, a menos que estas últimas renuncien a los rasgos que caracterizaron su presencia en la historia del hombre, como fuerzas conservadoras del orden social, que procuraban no obstante representar la universalidad de un modo congruente con un sistema de ideas, para ser solamente un taparrabos del bandidaje que usufructúa el sistema antes del diluvio.
Córdoba, 31 de marzo de 2018
Notas:
(1) La Iglesia y la Revolución Argentina, por Manuel Cruz Tamayo -(Alfredo Terzaga) – IZQUIERDA NACIONAL N° 4 – marzo de 1967