Los asesores de imagen, “expertos” electorales y tutti quanti, son una novedad de las últimas décadas. Y es un lugar común, en estos días, creer que pueden obrar “milagros”, un ejemplo de lo cual sería el triunfo de Mauricio Macri contra Daniel Scioli, en el 2015. Esta presunta eficacia, a su vez, probaría que el modo tradicional de hacer política es obsoleto, ante las “nuevas técnicas”. Del mismo género, pero con base en teorías de filiación izquierdista, es una visión que sostiene que los medios de comunicación masiva no son, como siempre creímos, un factor importante en la lucha política, sino mucho más: su poder les permitiría anular la aptitud del ciudadano común de asumir posiciones valiéndose de sí mismo y, al modo orwelliano, le lavarían el cerebro. Así, contrariando lo que sus ojos ven, en contacto con la realidad, lo arrastrarían a votar contra su propio interés, y respaldar al stablishment, del que aquellos son voceros y parte. Aunque no se lo explicite, esa visión impone la idea de una omnipotencia del sistema, al atribuirle la capacidad de sugestionar al público y lograr que vote de un modo masoquista, como un zombi, o un suicida.
Este supuesto, que tiene hoy más adeptos que nunca, debe ser cuestionado, a mi entender, para distinguir entre la cuota de verdad que contiene y una “explicación” abstracta llena de prejuicios, que oculta en verdad más de lo que muestra, nos induce a error y siembra el pesimismo, lo quiera o no. La verdad, se ha dicho, es siempre concreta, determinada, viviente. Y aquí estamos frente a una abstracción que, dando por sentado lo que debe explicar, no examina el momento que viven las mayorías, en su relación con la política. El propósito de esta nota es llevar a cabo esa tarea, con el fin de probar que un análisis desprejuiciado muestra que la ceguera que se atribuye al elector, al menos en lo que se refiere a las mayorías populares, es en realidad una respuesta cuyos motivos obedecen a las contradicciones que afligen al sistema político y los liderazgos presentes. Además de errar, en consecuencia, la interpretación que cuestionamos sirve de “taparrabo” de un déficit de representación y conducción política, transfiriendo la responsabilidad de las elites partidarias al argentino de a pie, que, si bien es permeable al bombardeo de los medios, tiene también otras referencias, mucho más ligadas a su experiencia directa, y a los procesos políticos que ha vivido el país.
Empecemos por los gurúes. En su caso, nuestra principal objeción a la remanida creencia consiste en que ignora las condiciones puntuales en que se aprecia el trabajo de los supuestos hechiceros. Nos referimos, es claro, al “momento” histórico. Al tenerlo en cuenta (algo que debiera ser obvio para el análisis, pero no lo es) se advierte que el “asesor” luce eficiente en un marco signado por una dilución de las identidades políticas. Como fue notorio al estallar la crisis del 2001 (“que se vayan todos”), hoy las fuerzas tradicionales tienen una débil relación con sus bases, que fluctúan permanentemente; han dejado de ser un cliente “cautivo”. Las oscilaciones del electorado son la nota de estas décadas. Su “fidelidad” es escasa, la predisposición a distanciarse de las formaciones tradicionales es muy alta y la opinión se reorienta permanentemente, bien o mal, acusando los efectos de una crisis de la representación que no concluirá hasta que no se reconstituyan las identidades partidarias, por una renovación de las fuerzas mayoritarias. Por el momento –en ese marco operan los gurúes y adquieren valor sus espejitos de colores– vivimos en la dilución de la filiación política de las grandes masas. Se trata, es verdad, de un fenómeno que traspasa las fronteras del país; es crónico en la Europa de las últimas décadas y en otras realidades del mundo actual. No obstante, esto no deriva de una esclerosis en “las formas”, sino, por el contrario, en las ideas y programas. Y tanto en la Argentina como en otros países, es posible analizar situaciones que difieren de ese cuadro, en épocas próximas y aún en nuestros días. En la Argentina, esto no ocurría en tiempos de Alfonsín; a lo sumo veíamos una renovación del peronismo, disparada por la derrota de 1983. Tampoco es el caso de la Venezuela actual: para bien, o para mal, en el país de Chávez es ínfimo el sector que no se identifica con algún bando. Las maniobras tácticas lícitas o no, incluido el uso del terror político, muestran una situación extrema y peligrosa, pero con bloques antagónicos muy definidos, y hasta fanáticos, ninguno de las cuales respondería a las sugestiones de un Durán Barba. Y en la Argentina, reiteramos, cuando peronistas y radicales eran hegemónicos, no había lugar para la “creatividad” huera que sustituye hoy el “olfato político” y la aptitud para seducir a las grandes masas. Un político de raza, como Alfonsín, conocedor de su público y de la “fragilidad” que arrastraba desde la etapa isabelina el adversario a vencer, sabía qué decir del Proceso –ignorar, por ejemplo, la complicidad de la UCR con Videla, macanear sobre un supuesto pacto militar-sindical, etc. Sin gurúes, era más “creativo” que Durán Barba. Pero el pueblo, en aquel momento, era capaz de ocupar las calles con grandes actos: así ocurrió con el peronismo cordobés: iba a perder las elecciones, pero no obstante cerró su campaña estimulado por el fervor de 90.000 personas, que llenaban de punta a punta la Chacabuco-Maipú (10 cuadras de una gran avenida) (1).
Algo similar debe decirse de los medios de comunicación masiva. Sería necio desconocer su poder, que les otorga un lugar entre los “aparatos ideológicos” que sostienen el sistema. El general Mitre no fundó La Nación por un capricho. Necesitaba respaldar el genocidio del interior y el Paraguay, que resistían los designios oligárquicos e ingleses. Por algo se dice que una clase dominante ejerce también el dominio ideológico. Pero esta verdad de tipo general, debe ser acotada de un modo firme. Porque dicho poder no es incontrastable y se suele tornar completamente ineficaz en los momentos decisivos, cuando las grandes masas adquieren la conciencia de sus propios fines y si tienen al frente una dirección capaz de dar la batalla de ideas y programas, los llevan al triunfo. Así ocurría con el Comandante Chávez, que el sistema de prensa no pudo desacreditar, pese a contar con casi todos los medios. En la Argentina, por su parte, el General Perón hizo su campaña de 1946 con enormes desventajas en ese sentido y los venció. Lo mismo cabe decir de la crisis del 2001: los medios eran, como siempre, voceros del bloque imperialista oligárquico. Pero la experiencia social pudo más: careciendo de conducción, ante la crisis, atronó las calles repudiando la capitulación de las fuerzas tradicionales, que habían sido más sensibles al poder establecido que al mandato del pueblo. La virtual unanimidad del sistema de partidos en la entrega del país, con el respaldo global del mundo imperialista y la propaganda cómplice de los grandes medios fue descalificada allí por la acción popular, actuando con el apoyo de lo que los hechos le señalaban, las consecuencias terribles de aquellas políticas. No había, dijimos, fuerzas capacitadas para encauzar la rebelión políticamente. A pesar de eso, la realidad se impuso, en aquél marco de orfandad política, que explica el deseo de que se vayan todos, como el único cambio que la multitud era capaz de parir, dada su carencia de una representación política apta para darle un objetivo mayor. Aún así, con esos límites, la vida se impone al “discurso” de los mistificadores, aunque se debe añadir que el desmoronamiento ideológico de la militancia popular prolonga en exceso y con resultados fatales el padecimiento de los oprimidos.
La ideología dominante, con el concurso de los aparatos puestos a su servicio, son un factor en la lucha de clases que da ventajas al bloque de poder, pero no puede suprimir el conflicto. Y, desde el punto de vista de la causa popular, la experiencia social siempre opera a favor de la conciencia de los sometidos. Sin embargo, las contradicciones y debilidades del liderazgo popular obran como un factor que facilita las cosas a la ofensiva contraria; aspectos secundarios, errores y límites de un gobierno popular generan, en el seno del pueblo, conflictos y confusión, desánimo y apatía, y una predisposición a secundar campañas destinadas a quebrar el bloque de clases nacionales; aceptar, por fin, los cantos de sirena de los chupasangres de siempre. Podría decirse que hemos atravesado por estos procesos en cada crisis del movimiento de masas: en 1955, en 1976 y en el 2015. Cuando en el campo propio se alimenta la depresión, siempre se promueve, simultáneamente, se lo quiera o no, un éxodo de fragmentos que antes conformaban parte de nuestras fuerzas hacia el campo enemigo, como se verificó antes de la “revolución libertadora” con la (desatinada) conducción del conflicto con la Iglesia.
Ficción orwelliana, pesimismo político y reticencia a la crítica
Consecuentemente, la imagen de los medios como entidades omnipotentes y de los gurúes como especialistas capaces de manipular a la opinión pública tiene, fuera de los que lucran vendiendo el servicio, otros beneficiarios, conscientes o no. Para adentrarnos en el tema, creemos, es necesario advertir el pesimismo que implican estas creencias. Efectivamente, el universo orwelliano no tiene rivales ni mecanismos de corrección; se impone hasta el fin, como un totalitarismo invisible y sutil, que ha cancelado la capacidad de pensar. Afortunadamente, se trata de… una ficción (2).
Si el poder ideológico, cultural y comunicativo del orden establecido es todopoderoso, transformar la realidad, destruir el orden social dominante, es una quimera y la lucha popular una quijotada sin chances. Rozamos, aquí, las nociones propias del postmodernismo y el pensamiento único, que ha declarado antiguallas a la revolución social y meras ensoñaciones las banderas lanzadas por la Revolución Francesa y la Revolución Rusa. Semejante frigidez, postula la eternidad del capitalismo senil precisamente cuando se agrietan las condiciones de su vigencia. No es casual. En la Argentina y en América Latina, hasta hace poco sacudida por una tentativa tímida, pero real, de unidad continental y emancipación política, responde más a la necesidad de conjurar el espantajo de la rebelión que a juicios basados en la ciencia social, más que convicción expresa inseguridad y deseo de infundir desaliento a los rebeldes. Pero esto alude a “las razones del poder”, nada más.
El mismo discurso, en boca de los voceros del campo popular, debe responder, por obvias razones, a otros motivos. Tras la derrota electoral del 2015, la cúpula del kirchnerismo, en vez de efectuar un replanteo crítico, impulsó una campaña de denigración del electorado (los globoludos) y quiso fundar su apuesta a futuro en unas viejas declaraciones del General Perón, cuando comenzaba su exilio en 1955. Para volver al poder, según el fundador del movimiento peronista, no era necesario que hiciera nada: “todo lo harán mis enemigos”, fue la desafortunada profecía del líder popular, que tardó en volver 18 años, y pudo gobernar otra vez el país gracias a la lucha de nuestro pueblo contra una dictadura oligárquica. En el presente, una “explicación” de la derrota electoral basada en absolutizar el poder mediático (inventor de una manada mayoritaria de “globoludos” que votan contra sí mismos) se contradice al pronosticar que la experiencia enseña (los presuntos globoludos aprenderán quiénes son sus benefactores auténticos).
¿A qué obedece esta curiosa coincidencia en cerrar los ojos frente a una gran derrota? Un motivo sencillo es la dificultad humana de asumir el error, cuando sus consecuencias son graves. Pero el motivo de fondo es eludir la crítica de la conducción vertical vigente, ya que su defensa necesita creer en la infalibilidad del jefe (cualidad que lo habilita a dirigir, sin consultarla, a una colectividad pasiva, “empoderada” sólo para someterse al líder). Ese tipo de liderazgo, por su mismo carácter, tiene dificultades para ceder el control si los límites legales le impiden perpetuarse en el manejo del Estado, cuya gestión, en otras manos, les permitirá desplazar al jefe saliente. Ese conflicto, en el que actúa interesadamente la “burocracia saliente”, ejercitando una presión que la perpetúe en el poder, era un dato notorio ante el recambio presidencial que traerían las elecciones del 2015 y obró para desalentar un apoyo más firme al candidato Scioli, que sería “independiente” al asumir la presidencia. Pero cometeríamos un error atribuyendo a “la mezquindad” un peso exclusivo, de última instancia o factor último: la verticalidad nace de la necesidad burguesa que, en tanto lidera el movimiento nacional, debe encorsetarlo, para impedir que el dinamismo de sus bases populares pongan en cuestión los límites que desea imponer a los cambios, que deben recortar el poder imperialista, sin socavar el orden mismo y, particularmente, el rango de las clases y el régimen de propiedad.
Este andamiaje pudo sostenerse con Perón vivo, aunque era un factor que debilitaba las fuerzas del movimiento nacional, por sustituir una jerarquía de cuadros políticos (que puede ser leal, pero no dócil) por una burocracia de arribistas incondicionales (aunque traidora en potencia). Prometía perdurar con el matrimonio formado por Néstor y Cristina, hasta la desaparición del primero, circunstancia que problematizó el asunto de la sucesión. Sin incursionar en el tema de lo que pudo ser, y no fue, la crisis de la representación seguía vigente, lo que potenció el peso de los errores políticos, que fueron suficientes para generar la derrota del 2013 frente a Sergio Massa y explican, en definitiva, el triunfo de Macri en el 2015.
Los últimos años del ciclo kirchnerista, enmarcados por la crisis económica global, fueron lo mejor, en ciertos aspectos (YPF, AFJP, Aerolíneas, conducción del conflicto con los buitres) y acumularon, al mismo tiempo, los mayores desatinos de orden político, el más destacado y determinante de los cuales fue la ruptura con el movimiento obrero, después de las elecciones del 2011. La carencia de tacto, por darle un nombre quizás limitado, pareció dominar el ánimo presidencial, con episodios lamentables, como la descalificación de los docentes (un gremio aliado) y la campaña de Mariotto, que seguía órdenes de la Casa Rosada, contra el gobernador Scioli y el peronismo bonaerense, que se suspendió tardíamente y prologó la catástrofe del 2015.
(1) Alfonsín lograba una inversión de los hechos, en realidad, al señalar como “cómplice” al sector social que fue la víctima principal del Proceso militar, los trabajadores y el movimiento obrero, con mayoría entre los desaparecidos y erigirse él mismo, y sus correligionarios, en denunciantes, pese a que fueron en realidad sus cómplices. Según Balbín, Videla era “un general democrático”.
(2) Con mayores pretensiones de “ciencia social”, en la década del 70 estuvo de moda “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”, un libro de Althusser que, sin considerar que el mundo europeo satisfecho no tenía interés en sublevarse contra el capitalismo, que para esa porción del planeta y en las condiciones del imperialismo brindaba a todos el “Estado de bienestar” –a costa del resto, la periferia colonial y semicolonial–, sin considerar, decimos, ese “detalle”, llegaba a la conclusión de que los “aparatos ideológicos” logran “reproducir” el sistema dominante, imponiéndose a la crítica de los que quieren subvertirlo. Naturalmente, Althusser desdeñaba la posibilidad de someter sus esquemáticas fórmulas a un examen de la historia real.