PATORUZU

EL INDIO PATORUZÚ Y LA ARGENTINA UBÉRRIMA

Publicada el 7 de febrero de 2014 en aurelio-arga.blogspot.com (*)

 Fuera del círculo de los estudiosos de la historieta, sólo un “adulto mayor” puede recordar un tiempo en el cual los cuadernos de Dante Quinterno eran esperados por niños y adultos, en toda la Argentina. Pero sus historietas se venden, aún hoy, tras casi siete décadas de producción ininterrumpida. Y la figura de Isidoro es presentada como arquetipo “del argentino” por cierta visión autodenigratoria(1). Son, a mi juicio, buenas razones para intentar el análisis de una de las historietas más populares de la historia del género, en un país que tuvo grandes creadores. Además, alienta el clima que prevalece  en la Argentina: se cuestiona lo que somos, ideológica y culturalmente; se ansía dilucidar qué influencias nos han formado y cómo podríamos forjar la  identidad apta para conformar una comunidad madura, no enfeudada a los  patrones y gustos del mundo europeo. Sea dicho al pasar, una actitud poco sensible ante un final de época en el cual las viejas mecas de la cultura y el arte están sumidas en las convulsiones propias del capitalismo senil y es vano esperar que las novedades intelectuales provengan de allí, donde todo parece esclerosarse y decaer.

 La ficción y sus “curiosidades” 

 ¿Qué decir de este indio que, mítico heredero de una estirpe originada en la  dinastía egipcia Patorusek, es el dueño de “media Patagonia”? ¿qué pensar de un dueño de “media Patagonia” que no se llama Menéndez Behety y, en lugar de encomendar a sus policías bravas que asesinen indios y peones rurales, vive ocupándose de socorrer a los huerfanitos? ¿Qué decir, ante esa sorprendente asignación a dos figuras contrapuestas, Patoruzú e Isidoro, de rasgos de personalidad y conducta social que, si decidiéramos atribuírselos a una sola figura, tendríamos una pintura de la clase dominante que somete a los argentinos, que se sustenta en la estancia, pero no la habita, y derrocha su renta en las grandes urbes, en sitios y asuntos que son el sueño del célebre “padrino”? Finalmente, ¿no es el tema, al margen del valor general de su revisión, algo que debió analizarse en su época, pero es inoportuno, o inútil, ya, cuando la elección de lo que entretiene y sus valores implícitos ha cambiado? Se trata de un dilema imposible de resolver, para el autor del trabajo, que se confiesa extrañado –luego de haber “descubierto” el asunto, y tomar contacto con los trabajos de otros– por el desinterés manifestado en relación al mismo por parte del “pensamiento nacional”, un término con el cual se quiere señalar una corriente ideológica dentro la producción de todo el país.

Intentamos una explicación, al respecto: tal vez subestimando la influencia de la historieta, una expresión del “arte menor”, el pensamiento nacional puso atención en Borges y la revista Sur, al denunciar el papel de la cultura oligárquica, sin advertir que Quinterno llegaba a las masas –que no leían literatura para elites– con regularidad periódica, en ediciones que se medían en centenares de miles de ejemplares; una propagación jamás alcanzada por un libro, en el país, con la sola excepción del Martín Fierro. Caso contrario, ¿cómo no prestar debida atención al estudio de las creaciones que el gran historietista lanzó a rodar en la década del 30, con un éxito tan fulminante que pasaron a ser, durante décadas, ingredientes insoslayables del consumo espiritual de las grandes masas? Dicho sea en honor al gran Quinterno, la calidad del producto, como entretenimiento, le permitía ser, en tanto reflejo del clima intelectual prevaleciente en su época, al mismo tiempo (sin que su autor se lo propusiera, a mi entender), un portador de contenidos que reforzaban los estereotipos y patrones que naturalizaban el orden del país agroexportador y las conductas usuales de su sector económico dominante. A esa particular “omisión” del pensamiento nacional,  que justificaría hoy el tratamiento del tema, se añade un hecho de importancia actual: la visión de si mismo que el mundo agrario sostenía otrora –alfa y omega del destino del país, patrón arbitrario de lo que debe hacer la comunidad entera– no ha variado, casi siete décadas después del nacimiento de Patoruzú (2).

Insistimos,  para evitar malinterpretaciones y explicitar principios de orden metodológico, contra un mecanicismo que reputamos empobrecedor, muy habitual en cierta “izquierda” setentista: no se nos ocurre ver a Quinterno y sus criaturas como manifestación de la voluntad oligárquica de imponer su visión en el mundo de la historieta, al modo en que Dorfman parece juzgar  al Pato Donald (3). Sería mecanicista atribuir al argentino una voluntad de “formar opinión”, como no sea en el sentido de promover ciertos valores que se identifican con la honradez y la sensibilidad hacia los semejantes. Rechazamos expresamente el enfoque típico del “marxismo” de manual, inepto para entender los fenómenos culturales; nada se entiende  sin partir del principio de que la creación artística, cuando es tal, no es un mero “reflejo” de la vida social, entendida como materialidad, y nuestro autor reveló, en su esfera, un talento del que carecen los artistas por encargo. Pero, hasta los mayores genios son prisioneros del “espíritu de su tiempo” y no caben dudas de que en la búsqueda por encontrar los caminos aptos para llegar al público recibió influencias del mundo que lo rodeaba, al que se asomó, por su parte, con la sensibilidad y la apertura de un aprendiz, dispuesto a escuchar el juicio de sus padrinos(4), al menos hasta el momento en que la respuesta pública le permitió afirmarse, como creador, primero, y empresario del género, después. De origen humilde, nieto de un emigrante, encontró su lugar en la prensa de la ciudad cosmopolita, quizás aquejado de  sentimientos de orfandad, ¿cómo podía su visión de la Argentina, un país en el cual la crisis del 30 sólo alcanzaba a insinuar los primeros atisbos de conciencia nacional, diferir de aquélla que cantaba loas a los ganados y las mieses? No era, como lo fue Borges, de joven, un rebelde, cuya tradición familiar lo impregnaba, fuera o no fiel al mandato, de una aguda conciencia del drama nacional y sus malformaciones intelectuales (5). Era un dibujante, sin sueños iconoclastas, empeñado en sobrevivir y abrirse un camino en el mundo real, tal cual éste era. Cuando encontró los modos de alcanzar su meta, es natural que fuese fiel al universo de las ficciones que le ganaron  prestigio y ascenso social, hasta el punto de permitirse, siguiendo el modelo de otros inmigrantes que se encumbraron, buscar el embellecimiento del apellido Quinterno, en base al respaldo de un “árbol genealógico”, algo tan mítico como Ñancul y la Chacha, aunque mentiroso, como otros que pasan por buenos. Consecuentemente, fuera cual fuese su voluntad conciente, era de esperar que el universo de las criaturas paridas por Quinterno debieran su aceptación a la capacidad para reproducir de un modo atractivo, en el mundo de la ficción, los rasgos que caracterizaban a la sociedad real o, por lo menos, la visión que de la misma se habían formado nuestras grandes masas, particularmente aquéllas que en las grandes ciudades ponían de manifiesto cierto modo de vernos a nosotros mismos, los argentinos de la ciudad y del mundo agrario que presumía ser el sustento de la ficción.

Los modelos de identificación para el lector de la historieta

Escapa a nuestras posibilidades –la intervención de factores inconscientes y la multiplicidad de influencias hace imposible hasta para el propio autor la tarea de reconstruir el proceso que conduce a definir el perfil que tendrán sus criaturas– saber cómo llegaron a ser lo que finalmente fueron los hijos de Quinterno. Sabemos, sí, que Isidoro fue entre ellos el primogénito y que su primera versión, Gil de Montepío, pretendía vivir, como el padrino, del esfuerzo ajeno y detestaba el trabajo, persiguiendo un sueño no por negado  menos universal. Con menos fortuna, es claro, que su reencarnación futura, ya que el gitano por él explotado tenía una fuerza también sobrehumana, pero no contaba con esa fábrica de patacones que fue la Estancia, en el caso del cacique (6). Es posible que, simbólicamente, Isidoro encarne, en el acto que da origen a la dupla del cacique y su padrino, la excepcional fortuna de  la Argentina urbana, que –aún hoy esa es la versión del empresariado rural, en oposición a los datos que la desmienten tajantemente– puede sostenerse (o lo pretende, con maldad) “expoliando al campo”; única fuente de riqueza  para el país, castigada más tarde por la perversión anómala que representó   Perón. Curiosamente, los perfiles de personalidad respectivos contribuyen a sustentar aquel mensaje: los lectores, muchos de los cuales poblaban las urbes de la zona pampeana, formados en la visión oligárquica sarmientina, identifican lo nativo (el indio, la vida rural, los personajes que encarnan al campo en general, como Ñancul y la Chacha, y esa mixtura de aborigen y paisano que es, sobre todo, el héroe principal) con lo “bárbaro” y payucano. De ningún modo pueden hacer de la figura que encarna todas las cualidades morales positivas en la ficción una proyección de su propio ideal(7), que con mayor coherencia pueden ver reflejado en un “rana fenomenal”(8), como el padrino, aunque ellos mismos deban “laburar, toda la semana”, tal como ocurre precisamente en la ciudad, mal que les pese a nuestros “sacrificados hombres de campo”(9). Y al mismo tiempo, como si tener que identificarse con un vago y vividor no fuese ya bastante, desde ese lugar era imposible rechazar al terrateniente de ficción (en sus rasgos esenciales, sin embargo, una réplica del estanciero ausentista que no se interesa por la productividad de su empresa, honrando en teoría, pero no en los hechos la moralidad del trabajo) siendo éste un indio, dueño “natural y originario” de la tierra, una encarnación del terruño, generoso y desprendido, frugal y estoico, sólo preocupado por dar a los desvalidos todo el auxilio que puedan solicitarle y dispuesto a disculpar al vividor del padrino todos sus vicios, que apuesta a corregir paternalmente.

 El “nativismo” oligárquico y las batallas de Patoruzú

 Hay en las aventuras del héroe de Quinterno, entendemos, comenzando por la novedad de que un cacique fuera elegido como modelo social, una clara  expresión de la revalorización de “lo argentino” que se asomó en la prédica de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones, anticipado por las críticas del viejo Sarmiento sobre los resultados de la inmigración. Un replanteo, tal como lo advierte con lucidez Jauretche, nacido como resistencia (oligárquica) contra las luchas obreras de un proletariado europeo, mayoritariamente anarquista.  No otro sería el origen, a nuestro juicio, del grosero racismo que puebla las aventuras protagonizadas por Patoruzú, consumadas en una lucha contra un mundo feroz y delincuencial de gitanos, judíos, turcos, chinos e hindúes, empeñado en aprovecharse de la bondad ajena y, particularmente, del indio ingenuo que el cacique representa; síntesis de la bonhomía que define al medio del cual proviene.

No obstante, para no transgredir la ley de hierro de la colonización cultural de imponernos una visión autodescalificante, las criaturas de Quinterno, en este sentido antagónicas con sus homólogos de la cultura norteamericana, nos enfrentan a la disyuntiva, falsa, de optar entre un modelo que se ufana  por la dilapidación de recursos generados por el “trabajo” de la tierra, sin esfuerzo humano (lo que pone en cuestión cuál es el peso de la solidaridad que se postula, y cuánto el resultado de no apreciar aquello de lo cual se goza sin empeño y sin límites), tomar al padrino como prototipo de la (des) vergüenza de saberse argentino, para no hablar del caso restante, los seres grises –el hotelero, el sastre, el mucamo, todos dóciles– que sirven al indio (en el mundo real, a todos los ricachones) sin otra pretensión que el sueldo y la complacencia del dueño de la sartén, con la “amabilidad” de los perros fieles y las alcahueterías usuales.

 (*) Dicho blog fue eliminado recientemente por gmail, al bloquear la dirección de correo virtual del autor.

 Notas:

1) En este punto, remitimos al trabajo de Enrique Lacolla “Autocrítica y Masoquismo”, publicado en “La Voz del Interior” el 10 de Octubre de 2007.

2) Durante el alzamiento contra la 125, Alfredo de Angelis, prototipo del “hombre de campo” actual, postulaba la tesis de que el Estado, en lugar de imponerles retenciones e impuestos, debía dejar a cargo de ellos el sostenimiento de las escuelas y otras responsabilidades de la administración pública. Estamos hablando, claro, de un imputado por evasión de impuestos y hombre del PRO, no del simpático indio Patoruzú. Pero, simpatías al margen, es el rol de “benefactor” propio del buen dueño de “media Patagonia”, dadivoso con los lisiados, los ancianos y los niños, y es además el rol de las “damas” oligárquicas que suelen exhibirse en “sociales” de “La Nación”.

3) Aun en el caso de Walt Disney, que habría sido un colaborador de la CIA, nos negamos a verlo como un creador que obraba “por cuenta y orden” del sistema capitalista, con la convicción de que los vínculos entre la “base material” y la “superestructura” son más complejos, y no pueden esclarecerse con la óptica del mecanicismo. Por lo demás, en la creación artística los contenidos de la obra deben demostrarse a partir del análisis de la misma, no “deduciéndolos” de las ideas o los actos que el autor sostiene en la vida real, “método” con el cual, por nombrar un caso, entre muchos, no podríamos entender a Balzac.

4) No es posible medir, opino yo, el peso de las sugerencias que recibió Quinterno de esa suerte de tutor que fue para él Carlos Muzio Saénz Peña, más allá de la anécdota sobre el nombre de Patoruzú, que los curiosos pueden consultar en internet. Por lo demás, para apreciar las relaciones de Quinterno con el poder pueden verse como referencias ciertas notas de opinión (“serias”) que el autor publica en la revista Patoruzú, entre las que se ha destacado su defensa de la CADE y del gobierno de Fresco en la provincia de Buenos Aires, en la década del 30, así como otras que, durante el gobierno de Perón, elogian obras públicas o iniciativas del Estado cuyo valor universal las hace incuestionables desde cualquier óptica, por lo cual el aplauso no implica una toma de posición. Es posible concluir que el historietista buscaba, sobre todo, no enfrentarse a la eventualidad de ser juzgado como un opositor y evitar los tropiezos que una importante figura del entretenimiento puede tener con su propio público y con los factores de poder, en una situación donde las banderías son extremadas, los antagonismos afectan a los cultores de su historieta y es imposible prever los vaivenes de la política, tal como ocurrió a partir de la emergencia del peronismo.

5) Sobre este “primer” Borges lo mejor es leer un libro suyo, repudiado por el autor, y editado por Kodama: En “El tamaño de mi esperanza” lo vemos pregonar una cultura criolla y rechazar la extranjerización cultural del país. Es la época en que prologa el poema de Jauretche “El Paso de los Libres”.

6) Gil de Montepío, una versión más tosca del porteño “vividor”, que se perfeccionará luego al reencarnarse en Isidoro, vive de presentar a un gitano de circo, cuya fuerza descomunal no tenía oponentes, al menos hasta el momento en que el nuevo personaje, un indio sureño, lo derrote, primero, y lo sustituya, luego, en la ficción. Transformado Montepío en el padrino Isidoro, Patoruzú lo resarce por la pérdida del gitano como “medio de vida”, tomándolo a su cargo y haciendo de él, al mismo tiempo, un protector suyo frente a la maldad urbana.

7) En sentido opuesto, piénsese en los casos de Batman o Superman, sí habilitados para representar un modelo para el lector medio, en los EEUU.

8) “Yo soy un rana fenomenal” dice el protagonista del tango Garufa, de Collazo y Soliño/Fontaina: una síntesis poética, a mi juicio, de la  “compensación” alcanzada por el que imagina saber “vivir la vida” y en realidad “durante la semana, meta laburo, y el sábado a la noche sos un doctor: te encajás las polainas y el cuello duro y te venís p’al centro de rompedor”.

9) Son numerosísimos los “hombres de campo” que matan las horas en los juegos del dominó y el tute, en los bares de pueblo, durante los ocho o nueve meses al año que dura su descanso. Un privilegio que es infrecuente en el afiebrado ritmo de las grandes urbes.

 Bibliografía:

  • Muzio, Susana: Releyendo Patoruzú. Espasa Humor Gráfico
  • Vázquez Lucio, Oscar E.: Historia del Humor Gráfico y escrito en la Argentina . Eudeba
  • Steimberg, Oscar: Leyendo Historietas.
  • Freud, Sigmund: El chiste y su relación con lo inconsciente. Obras Completas. Vol 8. Amorrortu.
  • Dorfman Ariel/Mattelart, Armand: Para leer al pato Donald. Siglo Veintiuno.
  • Ramos, Jorge Abelardo: Crisis y resurrección de la literatura argentina. Indoamérica.
  • Hernández Arregui, Juan José: Imperialismo y Cultura.
  • Marx y Engels: Escritos sobre arte. Ed. Futura.
  • Masotta, Oscar: La historieta en el mundo moderno. Paidos.

2 pensamientos sobre “EL INDIO PATORUZÚ Y LA ARGENTINA UBÉRRIMA”

  1. Muy buen análisis, Aurelio. Breve pero intenso como algunos cafés.
    Quisiera puntualizar una ligera discrepancia: no debe causar extrañeza el hecho de que Quinterno elogiara al gobierno de Manuel Fresco y a la obra pública de Perón; antes bien, hay allí una continuidad. Porque la obra pública de Fresco fue en la provincia de Buenos Aires muy importante, al punto de que fue removido de su cargo cuando pidió a la Nación un presupuesto mayor para ampliarla. En ese momento le saltaron a la yugular tanto la Sociedad Rural cuanto el diario La Nación y… la Unión Cívica Radical, recientemente alvearizada y seguidora -como hasta hoy- de los postulados de Estado mínimo y libre comercio de la Sociedad Rural.
    Un temita que puede ser de interés es la diferencia notable entre el Isidoro Cañones de “Patoruzú” y el de “Locuras de Isidoro”. El primero está bien descripto por usted: un simple vivillo, hábil para distinguir las oportunidades de dinero fácil, y no mucho más. En cambio, el Isidoro de las “Locuras” es un tipo que, sobre la base material de la herencia y protección del coronel Cañones, surfea con elegancia los problemas del hombre cotidiano y siempre halla una manera de divertirse y generar diversión entre los que lo rodean. En lo que menos piensa es en el dinero, a diferencia del otro Isidoro. De hecho, fue modelo para no pocos argentinos de la década del ’70, como lo fuera Carlos Gardel cuarenta años antes en el marco de un muy similar isotipo humano.
    Ojo, por último, con lo del famoso prólogo de Borges a “El Paso de los Libres”, que remitiría a un Borges nacional. Si lo tiene en su biblioteca, lo invito a releerlo. No es más que un ejercicio poco sutil de feroz ironía, de olímpico desprecio hacia su objeto de análisis, al cual termina asestándole el calificativo de “patético”, con la esperanza de que pueda ser admitido bajo el significado etimológico griego (“conmovedor”) pero sin despojarlo de su significado corriente (“despreciable”). De hecho, no recuerdo que Arturo Jauretche jamás se haya mostrado agradecido con Borges por este prólogo en ninguno de sus famosos libros de la década del ’60.
    Saludos cordiales

    Facundo Cano

    1. Estimado Facundo: gracias por el comentario. Una sola observación: lo más significativo del primer Borges no es el prólogo a “El Paso de los Libres”, sino un libro llamado “El tamaño de mi esperanza”, cuya existencia (según Kodama) Borges (!) negaba, como a un hijo bastardo. A su vez, lo que desnuda al hombre como apóstata “a conciencia”, por así decir, lo cuenta Galasso en “Borges, ese desconocido”, y se trata de un cuento de raigambre criolla que escribió allá por mediados de la década del 30, cuando ya había logrado entrar en el círculo de Bioy Casares y Victoria Ocampo: lo dio a conocer con un seudónimo, para ocultar “el pecado” ante los amigos garcas.
      Cordial saludo,
      Aurelio
      PD.: en “El tamaño de mi esperanza” se reivindica explícitamente como un poeta criollista.