Nota publicada en la revista POLÍTICA, n° 17, marzo 2020
A la memoria de Alfredo Terzaga, que me asombraba en la juventud por su prodigiosa familiaridad con nuestro siglo XIX, del que hablaba como si fuese un testigo ocular.
Hasta las ciencias duras sufren el impacto de la visión del mundo del investigador y de su época. Siendo así, linda con la deshonestidad decirse neutral en las ciencias sociales. Un autor serio explicita cuál es su posición ideológica, además de acudir a todas las fuentes que estén a su alcance, sin omitir aquellas que le son adversas; busca la objetividad, aun a costa de contradecir las hipótesis que fueron para él un punto de partida. En el terreno histórico, la tiranía del presente –los intereses y las ideas a las que tributa un autor, le pese o no– es impiadosa, sobre todo en países como la Argentina, donde el pasado y el presente se entrelazan inextricablemente, en tanto el ayer permanece vivo, por encarnar problemas aún irresueltos.
Osvaldo Bayer, pionero en tachar a Roca por genocida, industrializa La Ética, pero usa ¡a Sarmiento!, cuyo odio a los gauchos, los indios y los semitas es célebre, para condenar como racista al general tucumano. El Estado, los curas y los militares son los rostros del Mal para todo anarquista. Bayer, que lo es, prefiere vestirse con el traje de La Moral, para que el lector ignore desde dónde opina, sin advertir sus prejuicios y la desvergüenza con que ignora cualquier dato que pueda afectarlos. Pero allí terminan “las culpas” del apologista de Severino Di Giovanni. La mayoría de los indigenistas que demonizan a Roca no son anarquistas y hasta los hay “marxistas”, en la versión seudo trotskista. A estos últimos, quizás convenga, parafraseando a Lenin, para quien Rusia “más que del capitalismo sufría del atraso”, señalarles que la Argentina del siglo XIX padecía más de la ausencia o debilidad del Estado que de su capacidad para ejercer el monopolio de la fuerza. Desde la Revolución de Mayo hasta la construcción de su Estado moderno, con Roca, la anarquía fue la constante del país, con la ruptura de las Provincias Unidas del Sur, la pérdida de la salida al Pacífico y la amenaza de soportar la secesión definitiva de la provincia de Buenos Aires, conjurada por la desdicha ¡oh, paradojas! de la derrota nacional que representó Pavón. El mitrismo nos dio la unidad “a palos”, después consolidada por el triunfo roquista y la federalización de la Ciudad, el Puerto y la Aduana, usurpados hasta 1880 por la Provincia-Metrópolis.
Roca exige un examen histórico riguroso, por la enorme gravitación del ciclo que lideró durante un cuarto de siglo en la construcción de la Argentina. Ese análisis no puede ceder a un dictamen “ético” que opera en el vacío, sin atender las circunstancias y las creencias de la época que pretende juzgar y, peor aún, sin ocuparse de las soluciones alternativas supuestamente viables en ese marco. ¿O se supone que la historia es el escenario del combate eterno entre el Bien y el Mal? Si así fuese, deberá condenarse toda la historia humana: los pueblos primitivos mataban y morían por el territorio y la prehistoria está aún con nosotros, afirma Marx. La moralina es pueril, la objetividad social no puede eludirse: El campeón de “La Ética” dice ser neutral pero toma partido, le guste o no: si es indigenista, aunque quiera disimularlo elige a Mitre y la burguesía comercial aliada a Inglaterra y opuesta a las fuerzas que luchaban por independizarnos del poder extranjero. Si Mariano Grondona “defiende” a Roca, contra Bayer, desde La Nación, ambos cooperan para sepultar al General bajo el estigma del oligarca; el lector desinformado no sospechará que La Nación, el diario de Mitre, y El Nacional, con la colaboración de Sarmiento, fueron pioneros “en apiadarse de los indios”. Ellos habían matado más indígenas que Roca y los habían usado como carne de cañón –Cipriano Catriel fue muerto por sus hermanos, luego de poner lanceros al servicio de Mitre, en la revolución del 74, dato que complica la leyenda según la cual los indios eran ajenos a las disputas criollas– pero sus órganos de prensa salían en “su defensa” para dañar a Roca y al Ejército roquista, no por indigenistas, sino por mitristas, es decir, por porteños ¿Es demasiada suspicacia preguntar por qué los antirroquistas actuales callan los crímenes de Mitre y Sarmiento y hasta usan sus denuncias contra la acción del “genocida”(1)? ¡El asesino del Paraguay, el más grande aliado del capital inglés en Sudamérica, puede dormir tranquilo, mientras su prestigio dependa de la influencia de Bayer! Nadie pide tachar su nombre de las infinitas calles de las ciudades y pueblos, en las que nunca faltan Mitre y Sarmiento.
Roca es la Campaña del Desierto, pero ¿cómo ignorar que combatieron al indio todos los gobiernos del siglo XIX? Ni uno solo de nuestros próceres estaría a salvo, omitiendo a los libertadores, que empeñados en su empresa querían el apoyo o la neutralidad de los indígenas, pero no enfrentaron la tarea de organizar la sociedad postcolonial. La Campaña del Desierto sólo fue la culminación de una pugna iniciada con la llegada del español y perduró luego de alcanzada la independencia, hasta que el Estado nacional sometió al indio. No hubo, es verdad, con excepción de Artigas, un programa capaz de integrar a los indígenas a la economía agraria, venciendo la resistencia de las elites criollas, que los querían muertos, tanto como al gauchaje y el artesanado criollo. Pero, no es menos cierto que hay muchas razones para creer que lo de Artigas era inviable, con los cazadores del Chaco. Fue exitosa en el Paraguay de Francia, pero contando allí con la presencia del guaraní, que era agricultor. En la región pampeana y el sur austral, por razones que los indigenistas –incluidos los “marxistas” de Groucho Marx– se niegan a considerar, algo similar parece utópico. Ya que ¿cómo excluir el peso de los hábitos que desarrolló el modo de producción dominante en el sur, tras la multiplicación del caballo y las vacas, el avance araucano sobre las tribus antiguas de la región y la transculturación generada por esos cambios y el contacto con “los blancos”?
La antropología marxista, valioso instrumento para orientarse en ese terreno, no puede archivarse para coquetear –lejos de Marx, con el padrón electoral como libro de cabecera– con el etnicismo y sus planteos a históricos y, más prosaicamente, con el votante “progresista”, listo a sostener poses bienpensantes, como reivindicar al indio, que está lejos… y eludir al vecino, ese “negro de mierda”; o defender ballenas, con el único peligro de hacer un viajecito a la Península de Valdés. Abunda en esa fauna el que se amarga si los collas invaden su barrio… pero le gusta el FIT y su furor antiperonista.
Las culturas del noroeste y los cazadores del Chaco, la pampa y la Patagonia
Las Ordenanzas de Alfaro, los argumentos de Juan de Solórzano y Pereira para justificar la conquista y colonización de América y, en general, las disposiciones que pretendieron regular las relaciones de los indígenas con el conquistador señalan invariablemente, varios siglos antes del nacimiento de Marx, que si falta el indio no hay riqueza (2). Esa conclusión, cabe precisarlo, alude a contar con productores preparados por su experiencia vital (anterior al “descubrimiento”) a ceder un excedente económico a quien gobierna, legítimamente o no. Ese excedente, a su vez, es también un producto histórico, parido por el incremento de la productividad del trabajo, desarrollada exponencialmente tras la revolución neolítica, estadioen que se logra la domesticación de las especies útiles para el hombre y se adquieren modos de vida sedentaria. Como el poder expropiado al productor no puede prevalecer únicamente por la fuerza, debe legitimarse, con el auxilio de la religión y las ideologías dominantes; aun así, estará obligado a reproducir su base, sin extinguir a las clases que sostienen el orden. Esa necesidad general suele ser ignorada por el explotador individual, interesado por enriquecerse al precio que sea. De allí los legisladores que cuidan al súbdito, como el buen ganadero cuida sus bestias y ahuyenta al predador. En las sociedades humanas, esa tarea da lugar al Estado. Ninguna sociedad prescindió de las armas, ni pudo superar la lucha de clases y las disputas por el poder territorial y económico, hasta hoy.
Las propias características de una formación social ligada a la tierra por los cultivos y ganados facilitan la sustitución del estamento que la domina por un invasor más poderoso, como ocurrió en el caso de los imperios americanos. Un territorio rico por sus recursos naturales no producirá nada, sin esa mano de obra que eran los indios, sustituidos luego por los esclavos negros, que venían también de culturas agrarias. En el territorio argentino, los pueblos del noroeste y las sierras centrales, sometidos por los españoles a la encomienda y la mita, responden a ese modelo. Puede decirse que, aunque enfrentaron al español de diverso modo –encarnizadamente, en algunos casos, con tibieza en otros–su posibilidad de resistir estaba limitada por el modo particular de vincularse a la tierra que es propio de las culturas agrarias, y que las hace frágiles frente a un invasor dispuesto a privarlos de medios de vida que los atan al suelo y logra explotar sus conflictos internos. Esto explica que fuesen las comunidades más avanzados de América las primeras en sucumbir ante el español, servir a los encomenderos y morir en las minas, pese al clamor de algún religioso y las intenciones fallidas de las Leyes de Indias.
Por el contrario, los pueblos más primitivos lograron preservar el dominio territorial, mientras sufrían trastornos en sus hábitos de vida. Estos, en el sur argentino, fueron extraordinarios, al incorporarse a las pampas el ganado europeo, las armas del invasor y valorarse productos y costumbres “blancas”, en el vestuario y la nutrición. Un efecto fatal fue reforzar la idiosincrasia ligada a la caza y recolección, dada la abundancia del “ganado cimarrón”, que en las tribus y en el gauchaje generó perfiles marcados por el orgullo, el gusto por la libertad y el nomadismo. No se trata de ignorar el valor de su resistencia al embate español, después criollo, sino de apreciar un conjunto de factores, determinantes en aquel singular proceso. Y de evitar la simpleza de ciertos “románticos” que han querido ver pueblos bravíos, indomables por el español, opuestos a los timoratos, que se sometieron sin luchar. Entre esos factores que deben sopesarse, el más importante es el referido modo de producción, con las relaciones sociales a él asociadas (3).
Como dijimos, aunque no lo adviertan los indigenistas al uso, “marxistas” o no, el español comprobó la imposibilidad de transformar a los cazadores del Chaco y las pampas en productores agrarios, o aun de ganarlos para el trabajo doméstico. Rodríguez de Valdez y de la Banda, gobernador de Buenos Aires en 1599, dice que los españoles no tenían servicios por “ser los indios de esta tierra gente que no tiene casa ni asientos y que a puro andar tras ellos los traen y con dádivas los sustentan y con todo esto se les van al mejor tiempo…” Los colonos deben cargar con las labores manuales: “…la agua que gastan en sus casas la traen cargada sus mugeres e hijos y ellas propias lavan la ropa de sus maridos y van a la lavar al dicho Río…”, “los vecinos desta ciudad son tan pobres y necesitados que por faltalles el servicio natural de sus indios ellos propios por sus manos hazen sus sementeras y labores con mucho trabajo andando vestidos de sayas y otras rropas miserables…” (4). En la época de Rosas, cuando las viejas vaquerías y el capitalismo agrario han liquidado el “ganado cimarrón”, los indios se empleaban ocasionalmente en las estancias, por pocos días, pero era imposible radicarlos en forma estable. En los “territorios libres”, muy pocos hacían agricultura y cría de ganado, algo que al parecer les exigía cambios en sus hábitos de vida inadmisibles para ellos. Sin embargo, no cabe afirmar que se agotaron los expedientes dirigidos a incorporarlos pacíficamente al país en gestación; que, en cambio, fueron potentes las tendencias a “resolver” la cuestión con el aniquilamiento de las tribus. Pero éstas, si nos interesa entender aquellos dilemas, deben caracterizarse con la máxima objetividad de que seamos capaces. No cabe decir, livianamente, que los indios “llevaban adelante la violencia como respuesta, en defensa de su forma de vida” ¡como si los criollos no hubieran hecho lo mismo (5)!
No es casual que las campañas sobre el Chaco y las pampas, que buscaban someter esos territorios a la soberanía del Estado, enfrentaran a comunidades de “cazadores y recolectores”, que eran las únicas que conservaban su libertad, tres siglos después de que fuesen vencidas las formaciones agrarias del noroeste, donde vivían los indios“domesticables” por el encomendero. Podría añadirse, aunque llegar a comprobarlo requiere una investigación que supera los fines del presente trabajo, que es curioso el hecho de que dentro del mundo de las comunidades pampeanas, las tribus “amigas” –muchas veces asociadas con los gobiernos criollos para combatir a “las hostiles”– fuesen las más propensas a laborear el suelo, en ciertos casos, o tuvieran “indios ricos en ganado” (6), si las comparamos con aquéllas más apegadas al malón. Una y otras, sin embargo, debían apelar a “los tratados” con los blancos, incapaces de generar un excedente económico que les permitiera obtener de otra manera los bienes reclamados para pactar “la paz” –eufemismos aparte, la renuncia al malón– con el poder criollo. Como es sabido, el precio de “la paz” era otorgar grado militar y sueldos a los caciques y jefes principales y proveer a las tribus de diversos productos, como yeguas, harina, yerba, tabaco, ginebra, ponchos, sin olvidar las botas con tacos Luis XV para “madame Namuncurá”. Este raro dato (7), antes de motivar comentarios sarcásticos, debe asociarse al hecho de que varios hijos de los caciques cursaron estudios en colegios porteños, como un signo clarísimo de la derrota cultural que aquejaba a su sociedad, antes de que los abatiera la Campaña del Desierto. Y, una vez más, llamarnos la atención sobre la mezquindad analítica de los autores indigenistas, que se empecinan en ignorar las leyes históricas, para secundar el prejuicio y la animosidad de Bayer, tan inconsistentes como la ideología anarquista, preñada de moralinas, ese disloque moral que el diccionario define como “moralidad inoportuna, superficial o falsa”. En su obra sobre Roca, hace casi medio siglo, Alfredo Terzaga nos daba en cambio la clave científica para encarar el examen que intentamos aquí: para comprender el desenlace final de la tragedia no debía olvidarse que su origen era “la coexistencia cultural y económica, a un mismo nivel temporal, de dos sociedades en opuestos estadios del desarrollo de la civilización… (8)”
¿Quién es el Videla del siglo XIX?
Hemos explicado la incongruencia de discriminar al General Roca, cuando se juzgan las relaciones de la sociedad criolla del siglo XIX con el mundo indígena. Su papel, a lo sumo, fue tener éxito donde otros fallaron: someter al indio a la soberanía del Estado “nacional” argentino. Atendible sería, en tal caso, condenar a toda la sociedad criolla: si fuimos antaño un pueblo genocida, habría que asumirlo. ¡Ni José Hernández, nuestro poeta nacional, salva la prueba! Por suerte, esto sería una arbitrariedad, fruto de la pérdida de una perspectiva histórica, que estaríamos reemplazando por una moralina, que, para ser consecuente, debería condenar a la historia en bloque y a los hombres que la protagonizaron, en todas las latitudes y todos los tiempos ¿O hay alguna época donde no exista la guerra entre las naciones, las etnias, las clases sociales y las relaciones entre los humanos sean inmaculadas, carentes de violencia, dramas y sangre? Desconocer que esa Arcadia no existió jamás sólo conduce a transformar la historia en la primera víctima del capricho moralizador, sin aceptar que la vida de todas las colectividades es inabordable desde la escisión maniquea entre buenos y malos, víctimas y victimarios. Hemos citado a Martínez Sarasola que con esa visión ignora que los “cristianos” también defendían “su estilo de vida”. Dicho autor denuncia el crimen, al recordar que en Buenos Aires la impiedad blanca separó a las madres de sus hijos pequeños, dándolos como criados a las familias elegantes. Tiene razón: esa insensibilidad nos espanta, como a los argentinos de aquel momento que repudiaron esa crueldad, haciendo lo posible por ponerle coto. Pero, no por eso vamos a ignorar el drama de las cautivas y las incontables tragedias generadas por el malón y demás atrocidades, que tuvieron como responsables a todos los bandos de aquella época. Sólo el prejuicio puede hacer de Roca el chivo expiatorio del siglo que registra, entre muchos crímenes, el genocidio del Paraguay, el exterminio del gaucho y el artesanado del interior. La barbarie de “los civilizados” no fue menor que la barbarie montonera y pampa, los tachados de “barbaros”. En el presente, estando lejos de haber superado las sucesivas “grietas” de nuestra historia, para convivir sin odios, el país necesita al juzgarse a sí mismo balances equilibrados, que fortalezcan su identidad, menos irracionales y más maduros.
Hasta donde sabemos, la literatura indigenista omite decir que, como fue habitual en otros choques con tribus “hostiles”, en la Campaña del Desierto obraron oficiales y soldados indios, en el Ejército nacional, en proporción elevada (9). Una vez más ¿cabe sostener seriamente un juicio, escondiendo bajo la alfombra los datos que hacen complejo el problema y quizás horaden nuestras premisas? ¿O en vez de premisas tenemos un prejuicio y defenderlo admite cierta indecencia? ¿Se saldrá del paso juzgando como “traidores” a los lanceros indios que desmienten la visión del salvaje ingenuo? Nada menos que el Coronel Álvaro Barros, reconocido promotor de una política de integración pacífica del indio, dice que ellos hacen la guerra “para procurarse recursos de subsistencia que no han aprendido a adquirir con el trabajo”(10). En este contexto, tras décadas durante las cuales han fracasado otras políticas, se impone el proyecto planteado por Roca al ministro Alsina, mientras vivía en Río Cuarto, en 1874, de terminar con los fortines y ocupar el territorio. Como se sabe, Alsina lo archiva y recién se realizará después de su muerte, con el tucumano en el Ministerio (11).
El autor ya nombrado, Martínez Sarasola, provee cifras que ratifican la arbitrariedad de la tentativa de distinguir a la Campaña del Desierto del resto del cuadro de la lucha contra los indios: para el ciclo que abarca desde 1821 hasta 1848, que incluye las campañas realizadas por Rosas, el número de muertos se eleva a 7.587. A su vez, en la Patagonia, entre 1878 y 1884, las víctimas fatales suman un total, entre los indígenas, de 2.196, contabilizándose alrededor de 14.000 prisioneros. Debe añadirse que los sobrevivientes, como los criollos pobres, tuvieron como destino los obrajes y cañaverales del norte, ser peones de estancia o encerrarse en las reducciones, en el mejor caso, a laborear la tierra. Otros encontraron un destino militar, ganados para un Ejército que no guerreaba ya, pero tenía en los territorios un papel central (12). En general, conquistado “el desierto”, estamos ante el ascenso de la Argentina moderna, que deja atrás las guerras civiles, el mundo de los fortines, el malón y “las fronteras”, que el Martín Fierro reflejó genialmente. A nuestro entender, aunque seguramente esta conclusión no agrade al indigenismo, el país que el roquismo dejaba atrás no reunía condiciones que lo hagan acreedor de una añoranza postrera. No puede vérselo como un paraíso perdido. Ninguno, entre sus habitantes, podía gozar razonablemente de la vida en aquella situación, donde lo atroz (la violencia, la incertidumbre, la miserias y el hambre), eran el pan nuestro de cada día.
Particularmente, los años que van desde la Batalla de Pavón hasta el triunfo roquista de 1880 cubren de oprobio a esas dos décadas del siglo XIX, del dominio de la burguesía comercial porteña, liderada por Mitre. Bajo su dictadura, con el Imperio Británico como inspirador supremo, la constante es la guerra, el aniquilamiento del Paraguay, el vasallaje de las provincias, la decisión de exterminar a la población criolla, el librecambio como recurso para destruir las artesanías e imponer la importación industrial inglesa, la convicción de que gastar un solo peso fuera de Buenos Aires es un derroche, en fin, la prosternación ante Europa, la negativa a solidarizarse con los países hermanos y a concebir al país con raíces latinoamericanas, revelan que Mitre, no Roca, es el Videla de aquella época.
El carácter antinacional del antirroquismo
No admiten esa conclusión los antirroquistas. No por amor a Mitre, sino por su matriz antinacional. Esta afirmación puede parecer un exabrupto, pero sólo resume la repugnancia que sienten los tipos como Bayer, sus epígonos y el “marxista” cipayo frente a Yrigoyen y Perón, los líderes nacionales del siglo XX. Esa aversión es la clave para entender el origen del odio a Roca, antecesor de aquéllos en el siglo XIX (13).Es notorio, hoy, que el partido socialista de Juan B. Justo y el stalinismo argentino enfrentaron a Yrigoyen, se aliaron con los radicales ya domesticados de Alvear y terminaron forjando la Unión Democrática, en 1945, contra Perón y la clase obrera, tachados respectivamente de militar “nazi” y lumpen proletariado. Bayer, su discípulo, Marcelo Valko, y la “izquierda” ligada actualmente al FIT, coinciden en esforzarse para atribuir a Yrigoyen el asesinato de indígenas y hacer del suceso del “Malón de la Paz” la prueba de que Perón también rechazaba las justas reivindicaciones de los indígenas de Jujuy, pacíficamente planteadas. Con más equidad, Martínez Sarasola, sin polemizar, lo desmiente, explicando cómo Yrigoyen mejoró la condición de los indios y los indígenas de Jujuy, que Perón no atendió, recibieron más tarde tierras fiscales y apoyo estatal en maquinaria y semillas ¿por qué recordarlo –razonarán entretanto los cipayos “de izquierda”– y echar a perder el plan de probar que Roca, Yrigoyen y Perón fueron abominables (14)?
Cierta opinión afín al peronismo ignora o subestima lo que está en juego y le sigue la corriente a los indigenistas-antirroquistas. Con la guardia baja ¿no advierte que se ataca la identidad de un país que es débil frente a la colonización cultural y a la influencia ganada por Mitre y su escuela? ¿Es tan difícil comprender que La Nación, al “reivindicar” a Roca, gana tres batallas, al mismo tiempo? Primera, hacer irreconocibles al general y su época; segunda, sumar a su patrimonio los méritos del roquismo en la construcción del Estado y la formación de una estructura económica más “nacional”, algo que se logró enfrentando la oposición mitrista; tercera, ocultar la mezquindad de Mitre y la burguesía comercial porteña, para quienes Sarmiento y Avellaneda “derrochan el dinero”, cada vez que fundan una escuela en el interior, los “trece ranchos” que el mitrismo desprecia… y empobrece al privarlos de medios de vida (cualquier coincidencia con hechos recientes prueba que se trata de los mismos actores, hoy más envilecidos).
De cualquier modo, es pueril pensar en homenajes y condenas, antes de construir juicios maduros, en un país cuya historia oficial y su contracara rosista, de filiación también porteña, se empeñaron en crear, para impedir la comprensión de nuestro pasado, una galería de héroes y villanos, en blanco y negro. En consecuencia, no se trata de sacralizar a Roca y la generación civil y militar del 80. Se trata, sí, de hacer un examen que no soslaye ninguna de las cuestiones implicadas en el estudio de un ciclo fundamental en la vida nacional, que no puede abordarse unilateralmente. Al contrastarlo con el mitrismo, cuya base social eran los exportadores e importadores porteños, que condenaban al país a producir sólo “pasto”, como decía Pellegrini. Los molinos harineros, la industria vitivinícola, la azucarera y hasta las cementeras y caleras, se levantaron pese a ellos. Si cotejamos ambos modelos, el roquismo acredita un carácter nacional, aun sin considerar al núcleo de sus partidarios que fundó el Club Industrial y pretendió imponer una política proteccionista, lográndolo a medias. No obstante, es preciso decir que no expresaba a una burguesía nacional decidida y clarividente, similar a la que, varias décadas antes, impulsaba el capitalismo en EEUU, guiada por los principios recomendados por Hamilton. Pese a lo cual estaba muy lejos de la visión porteña, con la cual terminó conformando una síntesis. A nuestro entender, esta caracterización flexible nos brinda una aproximación despojada de prejuicios, que no puede ignorar el peso determinante que la prosperidad indiscutida que acompañó la expansión del modelo agroexportador tuvo sobre la conciencia de nuestras poblaciones, hasta la crisis mundial de 1930. Sin la menor pretensión de cerrar el debate, creemos que avanza en la tarea de elaborar un juicio racional y matizado sobre la gestación de la Argentina y su Estado “nacional”. El lector juzgará.
La Patagonia y sus destinos posibles
Es natural que a un anarquista, como Bayer, le importe un pito que el Estado argentino ganara para sí los territorios patagónicos y, fingiendo creer que sin el General Roca aquéllos estarían aún en poder de los indios, arremeta contra los responsables de que el sur americano permaneciera bajo la soberanía de Argentina y Chile, sin caer en manos de algún país europeo ¡Lástima que Bayer no lo diga así, con toda franqueza, para que los argentinos y los chilenos lo aplaudan o lo repudien!
¿Cuál era el modelo alternativo al que se impuso finalmente, al someter a los indios a la soberanía argentina? Esa cuestión es insoslayable para juzgar –sin perder de vista la tragedia indígena– lo que efectivamente ocurrió. Ya que es obvio, aunque muchos ensayistas se nieguen a reconocerlo, que el mundo aborigen tal cual era no podía sobrevivir al impacto de las tendencias que prevalecían al final del siglo XIX, en todo el planeta, doblegando culturas más sólidas que las del sur americano. ¡Es tan evidente que el modo de producción y las relaciones sociales que caracterizan a una comunidad de cazadores-recolectores no podían subsistir! Era necesario salvar la distancia con el nivel civilizatorio del mundo criollo, algo para lo cual había obstáculos de carácter estructural. Los contemporáneos, sin embargo, con la excepción de Roca, estaban un problema que les parecía insoluble. Es curioso el hecho, confirmado por la lectura de la prensa y los discursos parlamentarios, de que viesen lejana la solución del llamado “tema de la frontera”, mientras el Ejército roquista marchaba hacia el sur (15).
Nadie puede creer que sin la Campaña del Desierto los toldos albergarían aún a los indios, en el siglo XXI, así como ningún poder humano pudo impedir, en su hora, que el tren desplazara a la carreta y la galera. Lo cual no quita que nos interroguemos si era posible otro modo de incorporación del indio a la sociedad que estaba forjándose; analizar sin anteojeras a todos los actores; evaluar los problemas ideológicos y estructurales opuestos a esa meta, que tuvo impulsores, pero también enemigos, tanto en la sociedad criolla como en las tribus pampeanas. La mirada del investigador no debería limitarse a decir que el final fue atroz para los vencidos, para no caer en la tontería de “solidarizarnos” con las víctimas de la historia humana e “indignarnos” con el resto; alegar, como Bayer, que es posible aún hacer justicia a las brujas quemadas por la Inquisición en la hoguera, si “se asume” el crimen (16). ¿A quién le sirve semejante impostura?
Con pertinencia, preguntemos: ¿si el Estado argentino hubiese fracasado en la lucha por gobernar el territorio ocupado por las tribus indígenas, éstas hubiesen construido una nación? La nación es una formación moderna soldada por el desarrollo capitalista, no una suma de grupos étnicos, unidos precariamente por las jerarquías tribales. Sin aquel carácter ¿es posible que los aborígenes lograran impedir que Chile u otros países les impusieran su dominio? En este caso ¿hubiesen tenido un mejor destino? Todo indica –los indigenistas deben tratar este tema– que los grupos tribales de cazadores que sobrevivían en nuestro sur en el siglo XIX carecían por completo de las fortalezas estructurales necesarias para eludir la pérdida de los “territorios libres” e impedir el sometimiento, violentando su cultura, por uno u otro de los países que aspiraban a establecer su dominio en los territorios del sur: Argentina, Chile o alguna potencia europea.
Desde una perspectiva latinoamericana, debe concluirse que en el mejor de los casos la Patagonia argentina sería hoy parte de Chile. Su población indígena, si así fuese –los hechos hablan– no estaría mejor. Pero no cabe descartar la hipótesis de una colonia inglesa o francesa, como Guayanas… o Las Malvinas. Cuando el Comodoro Lasserre, enviado por Roca, toma posesión de la Bahía de Ushuaia, en octubre de 1884, lo hace arreando la “Unión Jack”, de la Misión Anglicana, que obraba como una vanguardia del dominio británico, e izando nuestra bandera, que flamearía en Tierra del Fuego ya definitivamente (17).
¿Los pueblos colonizados por el Imperio Británico, Francia u Holanda, tuvieron más suerte? La India, China, Vietnam y Argelia, no sufrieron menos el dominio imperial y la destrucción consiguiente de su modo de vida. Y estamos hablamos civilizaciones antiguas, pioneras en el desarrollo de la cultura y la ciencia, en mayor medida que la propia Europa. Si no ignoramos esta realidad, es ilusorio suponer, como viene señalándose, que el mosaico tribal que habitaba las pampas y el sur austral pudiera parir una formación social apta para sostener un desarrollo autónomo, vedado en América a culturas más avanzadas, como la incaica.
Esto no significa ignorar la tragedia que se abatió sobre las tribus vencidas, su emigración forzada, todas las vejaciones que les fueron causadas, la crueldad evidenciada al destruir sus familias, separar a los niños de sus respectivas madres, como la mezquindad o ausencia de acciones que facilitaran su inmersión en el mundo de la “sociedad blanca”, cuyos sectores dominantes sólo se interesaron por servirse de ellos en las tareas domésticas, el obraje y las minas; en el mejor de los casos, quizás, para los varones, en darles un lugar en las fuerzas armadas. Pero dicha tragedia –aquí nos apartamos de la “sensibilidad indigenista”– no fue más terrible que la sufrió la población criolla pobre; también ella fue privada de la tierra, la libre disposición del ganado orejano y debió admitir, como en otros países también atravesados por trastornos semejantes, que en el nuevo orden del capitalismo semicolonial, sólo podía comer y reproducirse como el proletario moderno, vendiendo en el mercado su fuerza de trabajo. Esta situación, para los trabajadores, perdura hoy, sea cual sea su origen étnico. La pérdida del territorio, esa modificación tremenda para las condiciones de vida de los pueblos indígenas, fue en ocasiones compensada con cesiones de tierra, algo que no ocurrió con el gaucho y el artesano del interior olvidado y la provincia bonaerense, privados del suelo antes de que arribara la Campaña del Desierto, para dar lugar a la propiedad terrateniente. El proceso, que los afectó a todos los paisanos pobres, indígenas o no, desecha el sueño de “retornar al paraíso” o de expedientes fundados en dar la tierra a cierta parcialidad, cuando en verdad se trata de transformar una totalidad, mirando hacia adelante: liberar al país del dominio oligárquico y la dependencia semicolonial, un bloque parasitario que obstruye la formación de una patria para todos.
Pero esta realidad, la sobrevivencia de una elite parasitaria que oprime a las mayorías, suele filiarse, por error, como fruto buscado por la Generación del 80, ignorando el rol que pretendió cumplir tras vencer a las fuerzas que lideró Mitre, el verdadero jefe de la oligarquía argentina, sempiterno socio del capital inglés. Si después de Pavón el interior sufre la dictadura mitrista en términos sangrientos, pero logra más tarde alterar ese estado, e imponerse finalmente a la elite porteña, esto obedece a la extrema debilidad del apoyo que Mitre tenía fuera de Buenos Aires; sólo un puñado de comerciantes ricos de las ciudades principales, ligados a la burguesía comercial porteña, apoyaban al “liberalismo” de Mitre y Sarmiento, un credo librecambista, remedo servil del conservadorismo europeo. La gran mayoría del interior –sostén fervoroso de la Confederación urquicista– soportó horrorizada a Mitre y sus generales sanguinarios o se alzó con Peñaloza, Varela y López Jordán, hasta que logró madurar una nueva síntesis, con la Liga de los Gobernadores y la generación militar liderada por Roca.
El roquismo, Mitre y la construcción del Estado
Una de las pruebas de la miopía indigenista es pretender que Roca fue nada más que la Campaña del Desierto. Su figura “abarca” un cuarto de siglo de la historia nacional y en ese periodo se construyó la Argentina, como Estado moderno. Sin embargo, para esa “escuela”, el resto de la obra del general tucumano no merece ningún examen. En realidad, sin crítica alguna hacia la historia oficial, toman partido por las visiones antirroquistas urdidas por una parte de “la sociedad blanca” (que en bloque repudiaban, al parecer). De allí toman, para juzgar a Roca y la generación del 80, la leyenda histórica que glorifica a Leandro Alem, un aliado de Mitre, adverso a Yrigoyen y, so pretexto del gigantismo futuro de Buenos Aires, enemigo de su federalización. Un porteño, en suma y por esa razón enemigo de Roca. Con etiqueta “marxista”, esa misma versión, desde Juan B. Justo en adelante, goza del favor de la “izquierda” cipaya. El antipersonalismo radical y el cipayismo de izquierda, pues, completan el cuadro de los aliados historiográficos que la pequeña burguesía aporta a la obra intelectual mitrista, cuyo núcleo es el dogma Civilización y Barbarie. Como, por su parte, el nacionalismo católico busca también sepultar a Roca y la generación del 80, que al construir el Estado ofendieron al clericalismo, los mitristas actuales tienen la fortuna de que otros hagan el trabajo sucio de horadar a Roca, desde “la izquierda” y la derecha. Esa confluencia de opiniones, tan antagónicas en apariencia, le permite a los liberales, que La Nación lidera, “reivindicar” a Roca y la generación del 80, como si fuesen suyos. ¡Extraña unanimidad! De Caseros en adelante prevalecería entre nosotros “el orden conservador”, al que recién pone fin la llegada de Yrigoyen. El país agroexportador se construyó sin conflicto; no hubo disidentes, como los impulsores del proteccionismo y el desarrollo industrial; nadie denunció, en ese periodo, la extorsión ferroviaria inglesa, ni luchó para mantener en manos del Estado el primer tren. Semejante vaciamiento ¿a quién beneficia, que no sea el mitrismo en todas sus variantes? La historia del país enfrenta a dos bloques –patria y colonia– desde la Revolución de Mayo. Desconocerlo, crear una fantaseada “sociedad blanca” vs “pueblos originarios”, prologando la pugna entre “la derecha” y “la izquierda”, ambas oposiciones entre el Bien y el Mal, sólo puede oscurecer la conciencia nacional, lo que equivale a favorecer la hegemonía oligárquica. El mitrismo, espíritu de una elite europeizada y venal, se apropia del aporte del interior nacional al calificó en vida de “chusma provinciana (18). Los epígonos de Mitre –no olvidar que tuvo en los clericales un aliado y en la plebe alemista el respaldo “de izquierda”, contra Roca y Juárez– tildaron al de “jefe de la oligarquía”, antes de señalarlo como el “genocida” del indio. Los seudo marxistas, que contribuyen a la farsa con terminología clasista, no dudaron en inventar una nueva categoría: las “oligarquías provinciales”, que habrían sido la base del roquismo. En realidad, son abrumadoras las pruebas que desmienten el disparate, ya que el interior generó un patriciado “con alcurnia”, pero pobre; los ricos del interior, dijimos, fuertes comerciantes ligados a la burguesía comercial porteña, eran mitristas. Algunos provincianos, como Roca, ingresan después a la elite terrateniente, pero atribuirles esa condición, en el momento en que enfrentaron a la ciudad porteña, en 1880, es tan arbitrario como responsabilizar a la movilización del 17 de octubre de 1945 de la política de Menem, en la década del 90 (19).
Si Roca fue “el jefe de la oligarquía” ¿por qué lo aborrecieron Mitre y los porteños? Si ambos “eran lo mismo” –interpretación quizás grata a Nicolás del Caño– ¿por qué se enfrentaron, en el campo de batalla, con miles de muertos, en 1880? ¿Cómo explicar que ese año puso fin a las guerras civiles del siglo XIX, con el triunfo de la Nación, mientras seguía su curso, en el sur, la lucha por imponer la soberanía de Estado a las tribus indias?
Es imposible comprender cada una de las empresas que asumió Roca y la generación civil y militar que lo secundó sin el hilo conductor que permite apreciarlas como un todo. Tanto la federalización de la ciudad porteña, del puerto y su aduana, como la toma de posesión de los territorios australes se inscriben en un proyecto de construir “la nación”, consolidando su Estado (entrecomillamos la nación, pensando que el término debería reservarse para la unión latinoamericana, pero sabiendo que dicha causa se había extraviado en los primeras décadas del siglo XIX; y su fragmento, argentino, podía sufrir nuevas divisiones, mientras siguiera predominando la facción porteña, que impulsó la desmembración del antiguo virreinato). La Argentina escindida por la perfidia del Puerto coexistió con el mundo indígena, que tuvo participación en nuestras contiendas, aportó lanceros a todos los bandos y, suscribiendo tratados con todos sus gobiernos, era un factor interno de la vida del país, no una nación vecina.
De modo que a la anarquía generada por la irresolución del conflicto entre el Puerto y las provincias del interior, se añadía como una muestra de la extrema debilidad de la sociedad criolla anterior al 80 la incapacidad para lograr una condición esencial del Estado, cual es el monopolio de la fuerza pública. Nótese, para dimensionar mejor ese problema, que para resistir la federalización de su Puerto y su Aduana, con la creación consiguiente de la Capital Federal, la provincia separatista pudo apelar a su propia milicia, institución existente en los Estados provinciales, hasta el advenimiento del roquismo.
Todo esto, aun sin mencionar el fuerte desarrollo de las economías regionales que no forman parte de la zona pampeana, la ocupación plena del territorio nacional y el sistema estatal de Educación Pública, entre otros aportes a la construcción del Estado que el país debe a Roca y los suyos, nos da la medida del papel histórico de la generación del 80 y la perfila como opuesta respecto al mitrismo y la matriz creada por el autor del Facundo, que, en las antípodas de Roca, creía que nuestro mal era la extensión. Desde luego, esto no implica advertir, al mismo tiempo, los puntos de contacto entre unos y otros (20).
Los derechos del indio vivo, la miopía del etnicismo y las tonterías ultraizquierdistas
Para una visión marxista nacional, las demandas basadas en la condición étnica deben subordinarse a la lucha por liberarnos del yugo imperialista y, en un sentido más general todavía, a la construcción de una sociedad sin explotadores y explotados. La unidad latinoamericana es la única garantía contra el poder imperialista, que nos dividió y oprime, para sostener el bienestar del “mundo occidental”. Los reclamos legítimos de una fracción étnica, que en los países andinos, mezclada hasta confundirse con la población mestiza es amplia mayoría, no debe oponerse a la lucha común de los pueblos latinoamericanos, cuyo real enemigo es el bloque conformado por el imperialismo mundial y sus secuaces oligárquicos, ambos beneficiarios de cualquier división de las mayorías oprimidas. De todos modos, la dispersión, o lo que es peor, el antagonismo en el seno del campo antiimperialista, sólo puede nacer de una mala interpretación de las demandas parciales, que genere por error –o con alevosa premeditación– rivalidades sectarias en el seno del pueblo, mal procesadas por las fuerzas populares, lo que ocurrirá forzosamente si un reclamo sectorial es levantado de modo unilateral, en desmedro del esfuerzo de constituir un sólido movimiento nacional, única formación apta para llevar exitosamente la lucha antiimperialista.
Así las cosas, es pueril ignorar –cuando no malintencionado– la presión que ejercen diversas ONG, con respaldo europeo-norteamericano, para utilizar las demandas de grupos indígenas en un sentido divisionista, cuando no dirigido –la contra nicaragüense, financiada para destruir al poder sandinista, es un ejemplo de instrumentación imperialista– a socavar a gobiernos nacional-populares y debilitar al Estado, que necesitamos para enfrentar al capital extranjero (21).
En la Argentina (sin que “la cuestión indígena” jugara aquí papel alguno) la Constitución del 94, fruto del pacto Menem-Alfonsín, cedió poderes del Estado Nacional al área provincial, atomizando al país. Las heridas que subsisten a la secular derrota y consiguiente postergación de la población indígena, son o pueden ser también un ariete, para crear grietas en el bloque nacional y las clases populares que le dan sustento. Sin rechazar la demanda de asientos territoriales que les permitan mantener su estructura comunitaria, sino, por el contrario, dándole una respuesta seria e integral, que facilite su integración a la Argentina moderna, no puede omitirse que la apropiación oligárquica –que incluye a capitalistas de origen foráneo– no afectó solamente a los aborígenes, sino también al criollo, todo lo cual respondía al desarrollo del capitalismo semicolonial argentino. El acceso a la tierra, si aquéllos que deseamos respaldar los reclamos de comunidades indígenas los levantamos como privilegio de un segmento poblacional, sin incluirlo en un programa más integral ¿cómo podríamos luchar por el apoyo de los habitantes de nuestros suburbios, que necesitan un terreno para construir su casa a un reclamo que no los incluye? La militancia popular debe unir, no enfrentar, a unos con otros, en lugar de agitar demagógicamente lo que exige con razón un grupo minoritario: los indígenas argentinos. Tenemos que presentar un plan general de acceso a la tierra (un derecho humano). Pero éste es un tema que, siendo muy importante, no es el más grave de los errores en que caen los “indigenistas” y “marxistas” de la sociedad argentina.
El más grave es la invención de “una cuestión nacional”, según la cual –vaya como ejemplo el caso de la Argentina– una “nacionalidad” dominante oprime a otras, las “naciones” indias. Curiosamente, las comunidades indias, salvo algún mapuche bajo influencia “blanca”, plantean demandas sociales y culturales, pero no reclaman la autonomía nacional. Esta última es sugerida –el indigenismo apunta, si es ajeno al “marxismo”, a reivindicar genéricamente a los “pueblos originarios” y reclamar justicia al Estado que los margina– por ciertos autores de la “izquierda” cipaya, que ignoran olímpicamente la teoría marxista, imitando como simios la política de Lenin en el Imperio Zarista o, lo que es peor, ocultando con descaro las enseñanzas de Trotsky sobre la cuestión nacional latinoamericana (22). En el primer caso, Rodolfo Ghioldi reclama, en 1933, como intérprete del stalinismo, “el derecho capital de las nacionalidades indígenas a la separación” (de la Argentina); “derecho” que hace extensivo a “las colonias judías de Entre Ríos” y a “las regiones italianas con sus diversas lenguas” (23). Incapaz de pensar con su propia cabeza, al dirigente stalinista no se le ocurre pensar que la Argentina no es un Imperio, sino un país sometido al imperialismo mundial y que el problema nacional, en América Latina, es el inverso: si el zarismo oprime diversas naciones y los bolcheviques reconocen el derecho a la separación, en Latinoamérica debíamos superar la fragmentación impuesta por el imperialismo y las oligarquías, para unirnos y constituir nuestra nación. El Zarismo era plurinacional; aquí éramos una provincia escindida de la Nación Latinoamericana. Pero, si en la década del 30 esto puede verse como una puerilidad –en el marco de la degeneración que siguió al triunfo de Stalin en la URSS– esa piedad no merece aplicarse a la ultraizquierda “trotskista”, que ignora a Trotsky y quiere inducir a los pueblos indígenas, señalando que no lo exigen, a reclamar a la Argentina la autonomía nacional (24).
¿Hace falta explicar quién ganaría ante esa concesión a “naciones” que son minorías étnicas, sin la fortaleza y los atributos que reúne esa categoría históricamente determinada de “la nación”, que la teoría marxista define precisamente –de cualquier modo, entre etnia y nación hay un abismo para la teoría política usual– como formación asociada al desarrollo del capitalismo, dueña de una lengua, un territorio y un pasado común, determinadas creencias, donde puede faltar algún elemento, pero nunca el impulso a unificar ese territorio como un mercado interior (25)? ¿Es tan difícil advertir que el zarismo oprimía, con base en Rusia, a naciones como Polonia, Georgia, Ucrania y otras tantas, con la estructuración de clases propia de los países donde el modo de producción es capitalista, aunque éste conviva con el atraso agrario? ¿Dónde encontramos algo similar en la América precolombina, cuyas culturas avanzadas sólo levantaron ciudades neolíticas, no conocieron la propiedad privada y aún exhiben, en las formaciones sobrevivientes, una indiferenciación social muy acentuada?
No se trata de un dato menor, para establecer la política del socialismo revolucionario. En relación al zarismo (¿lo ignoran estos “marxistas”?) los bolcheviques adoptaban una posición que combinaba el reconocimiento incondicional al derecho a la autonomía de las naciones oprimidas, por un lado, con el internacionalismo estricto como principio del proletariado de todo el imperio, para impulsar a todas las naciones del mismo a federarse en lo que luego sería la URSS, en igualdad de condiciones, y asegurando a las naciones la libertad idiomática, el estímulo a su cultura y el respeto a sus creencias, su religión y tradiciones. La tontería seudo marxista de dar “autonomía nacional” a las comunidades tribales, por el contrario, significa exponer a formaciones endebles a la manipulación de las grandes fuerzas mundiales, que no tendrían cómo resistir. Un absurdo, pero además un crimen, contra esos pueblos y contra la única posibilidad de que los indoamericanos, un pueblo mestizo, en realidad, seamos libres y podamos construir una sociedad rica, independiente y justa, sin perjuicio del respeto y el estímulo a las culturas, los idiomas, los saberes precolombinos y las tradiciones que enriquecen la diversidad americana (26).
Córdoba, 29 de enero de 2020
Notas:
1) La categoría “genocidio” es muy estricta y el lector puede verificar por sí mismo hasta qué punto se abusa de ella, extendiéndola a la conquista y el sometimiento de otros pueblos, en general, hechos en los que abunda toda clase de crueldades, pero en la mayoría de los cuales no existe el objetivo de exterminar al vencido. Ejercicios de violencia, como integrar a la Marina a 300 indios –lo decidió Roca, ya en su presidencia– no buscan su muerte, sino incorporarlos a un servicio que también ocupaban los criollos, aun siendo hombres “de tierra adentro”. El servicio militar es una vejación para un anarquista, pero fue instituido por las revoluciones democráticas.
2) Carolina Jurado, Un fiscal al servicio de su Majestad: Don Francisco de Alfaro en la Real Audiencia de Charcas, 1598-1608, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4729341; Carlos Baciero, Juan de Solórzano Pereira y la defensa del indio en América, enero-junio 2006, https://pdfslide.net/documents/baciero-carlos-2006-juan-de-solorzano-pereira-y-la-defensa-del-indio-en.html
3) Godelier, Marx, Engels, El modo de producción asiático, Eudecor, 1966. En el texto de Marx “Formaciones económicas precapitalistas”, al hablar de “las tribus indias salvajes de América” el autor dice, en pág. 20: “la tribu considera que determinada región constituye su territorio de cacería y lo conserva por la fuerza frente a otras tribus o procura expulsarlas del territorio que reclaman”. Del conjunto de las reflexiones de Marx se deriva la conclusión de que las condiciones de vida de los cazadores-recolectores difieren en tal grado –no hay juicio de valor, sino un dictamen– de las que rodean al agricultor que hacer del primero un productor agropecuario exige superar hábitos de vida muy arraigados, lo que hace incierto el resultado de la empresa. La resistencia al cambio es identitaria ¿acaso nosotros responderíamos mejor en el caso inverso?
4) S. Assadourian, C. Beato, J. C. Chiaramonte, Argentina, de la conquista a la independencia, pág. 82, Hyspamérica, 1986.
5) Carlos Martínez Sarasola, Nuestros paisanos los indios, pág. 357, Ed. Del nuevo Extremo, 2012. El autor dice no tener “ánimo de justificar la violencia de ningún lado”, pero a renglón seguido usa un argumento que muestra su parcialidad. La contradicción deriva de considerar al criollo como un “intruso” en “el territorio indio”. Metafísicamente, se otorga al araucano, también un migrante, un derecho que “el blanco” no tendría, aunque llevara en América 300 años. No se advierte lo endeble de esa posición; basta con recordar que la migración es constante en la historia humana y animal; el avance araucano sobre las tribus primitivas de la Patagonia argentina hace caer esa defensa del “pueblo originario”, tanto como la expansión de los incas y los aztecas. Los españoles, como sabemos, usaron la voluntad de enfrentar a los incas y los aztecas de pueblos que éstos habían sometido.
6) Ingrid de Jong, Facciones políticas y étnicas en la frontera: los indios amigos del Azul en la Revolución Mitrista de 1874. La autora cita un juicio de Teófilo Gomila, en un trabajo de mucho valor para comprender el complejo mundo de “las fronteras”. Todo el relato de la intervención de los catrieleros en el alzamiento mitrista, incluido el asesinato de Cipriano Catriel, indica con claridad que las relaciones entre la sociedad criolla y los indios no pueden esquematizarse del modo habitual en los enfoques indigenistas.
7) Coronel Juan Carlos Walter, La conquista del desierto, pág. 771. Ed. del Círculo Militar, Buenos Aires 1964. Citado por Jorge Abelardo Ramos, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, Tomo II Del patriciado a la oligarquía, pág. 96, Editorial Plus Ultra, 1973.
8) Alfredo Terzaga, Historia de Roca, Tomo 2, pág. 20, Peña Lillo, 1976.
9) Alfredo Terzaga, Ibídem, pág.103 a 113.
10) Álvaro Barros, Fronteras y Territorios Federales de las Pampas del Sur, Hachette, 1975.
11) Alfredo Terzaga, Ibídem. Ver en su Apéndice la carta de Roca, dirigida a Alsina, el Ministro de Guerra.
12) Carlos Martínez Sarasola, Ibídem, pág. 707. El autor, investigador concienzudo del mundo indígena, no parece odiar particularmente a Roca. Es más bien un indigenista genérico, cuya proximidad o simpatía hacia los pueblos originarios se basa en creer que estos tenían una inocencia virginal y los blancos eran ambiciosos y crueles. Estos “blancos”, desde luego, son una abstracción; se elude el análisis de la actitud que tenían los criollos pobres hacia el poblador de los toldos.
13) Yrigoyen fue diputado roquista en el 80 y en dicha ocasión voto por federalizar la Ciudad, la Aduana y el Puerto de Buenos Aires. En otro momento, dijo que hacerse mitrista era “como hacerse brasilero”, aludiendo a la guerra de la Triple Alianza.
14) Marcelo Valko, Los indios invisibles del Malón de la Paz, Sudestada, 2007. La valoración de Valko contrasta con la expuesta por Martínez Sarasola. Entre el fanático y el investigador no hay un acuerdo pleno. Valko señala a Mitre como el victimario del Paraguay, donde los cálculos más serios –él no los menciona– arrojan la friolera de 300.000 muertos, el 70% de la población masculina. No obstante, fiel escudero de Bayer, Valko solo pretende derribar monumentos que honran a Roca y, sin pudor, jamás sugiere derribar estatuas o rectificar el nombre de una calle que rinda culto a Mitre.
15) Es curioso que pocos vieran que el final, para las tribus, estaba próximo. En Buenos Aires, ya iniciada la Campaña del Desierto, era mayoritaria la creencia de que la lucha contra los indígenas sería prolongada. Algunos decían que había que prever “tres siglos” de conflicto, para concluirla.
16) Este tipo de alegatos, firmados por Bayer, con frases pueriles sobre “el triunfo final de la ética en la historia”, llegaban desde Alemania a Página 12. Ángela Merkel, a juzgar por los artículos publicados en el diario, era valorada por su autor. Para un cipayo anarquista, por lo visto, una europea imperialista es más estimable que un populista sudaca.
17) Hugo A. Santos, Lasserre, Roca y la soberanía en la Patagonia Austral, Revista Política 3, Marzo 2007.
18) Eduardo Wilde, Los descamisados, en https: //es.wikisource. org/ wiki/Los_descamisados
19) Un análisis estricto y esclarecedor del agotamiento final del ciclo roquista y la integración de sus cuadros en la oligarquía “nacional”, algo que alcanza ya plena madurez al final del siglo XIX, puede leerse en la nota Roberto Ferrero “De los Juárez a Sabattini”, http:// www. formacionpoliticapyp.com/2014/07/de-los-juarez-a-sabattini/
20) Al Partido Autonomista Nacional concurren en el 80 fuerzas y figuras de filiación federal, que se sienten interpretadas por esa nueva formación, que vence al mitrismo en las luchas en que se resuelve la federalización de la ciudad y el puerto de Buenos Aires. 21) Un ejemplo modélico es el respaldo al “gobierno mapuche en el exilio” por Gran Bretaña. https://www.infobae.com/politica /2017/ 08/08/the-mapuche-nation-el-pueblo-originario-con-sede-en-bristol-inglaterra/
22) León Trotsky, Por los Estados Unidos Socialistas de América Latina, Ed. Coyoacán, 1962.
23) Jorge Abelardo Ramos, El partido comunista en la política argentina, pág. 93, Coyoacán.
24) Azul Picón. La cuestión nacional, La Izquierda Diario N° 8, Abril 2014, la autora es del PTS. Para una crítica de esta posición ver http://www.formacionpoliticapyp.com/2015/07/la-cuestion-nacional-en-el-pts-de-leon-trotsky-a-ruben-patagonia/
25)José Stalin, El marxismo y el problema nacional, Editorial Problemas, 1946. La obra fue escrita bajo la inspiración de Lenin, en 1912, lo que no es un dato menor.
26) Una exposición específica del tema en Roberto A. Ferrero, Ni hispanismo, ni indigenismo. http://www.formacionpoliticapyp.com/ 2014/04/ni-hispanismo-ni-indigenismo/