BLA con SM y ab a caballo

ALBERTO FERNÁNDEZ Y NUESTRA LUCHA POR LIBERAR A LA PATRIA

AF

Cuando terminó de constituirse el Frente de Todos, lanzada ya la candidatura presidencial de Alberto Fernández e incorporado Massa, con algunos compañeros de militancia celebrábamos que, faltando el amor en un campo nacional tan amorfo, la feliz decisión de Cristina Fernández hubiese permitido que a nuestros dirigentes los uniera el espanto. Era imprescindible terminar con la banda de salteadores que lideraba Macri, expulsar a esa suerte de fuerza de ocupación, que habría de condenarnos, en cuatro años más, a ser un país definitivamente inviable. En esas condiciones, era clara la necesidad –lo dijimos en esos términos, sin embellecer las cosas y con toda honestidad– de no objetar, desde nuestro lado, el empeño puesto en sumar a Massa, con la condición de darle un rol subordinado, ya que sabemos que es un amigo de la embajada de EEUU. Esta posición, que hubiésemos rechazado en otro contexto, se justificaba –entendíamos  entonces y no advertimos razones para cambiar de opinión– por la debilidad del bloque propio y el grado de dislocación de las fuerzas populares, afectadas por la zigzagueante trayectoria del sector mayoritario del movimiento nacional en las últimas décadas, que, si bien nos dio, luego del 2001, a Néstor y Cristina, también fue responsable de la década menemista. Y, en el primer caso, aunque siempre juzgamos al ciclo kirchnerista como lo mejor que tuvimos después de la muerte del General Perón, no es posible ignorar que el triunfo de Macri, en el 2015, y varias de  las rupturas habidas en el campo nacional, no fueron causados por un rayo que cayó del cielo, sino la evidencia de los límites y contradicciones de su cúpula superior.

En realidad, la razón de fondo de que Cristina Kirchner subestimara las consecuencias que sus decisiones más desdichadas iban a tener[1] –debilitar de varios modos las bases electorales y la sustentación política del Frente para la Victoria– se relaciona directamente con un fenómeno que el sistema de partidos, no sólo el peronismo, tiende a negar. Nos referimos a la crisis de la representación política. Ésta mostró el rostro en la crisis del 2001 (“que se vayan todos”) y no fue superada, al menos hasta hoy[2]. Los partidos tradicionales, incluido el peronismo, prefieren mirar para otro lado antes que buscar los motivos por los cuales la identificación de sus bases ha perdido vigor, por decirlo suavemente[3]. El kirchnerismo, en particular, creía ser el heredero del peronismo, en cuanto a concitar el grado de adhesión de la clase obrera que había tenido el General Perón; al menos, ése que aseguraba el voto de los trabajadores, en una elección. No era así. La creencia era parte del triunfalismo reinante, en ese ámbito, hasta el 2015[4], y quizás explica la falta de conciencia de que no había margen para acumular desatinos. En las actuales circunstancias, el dato es crucial. Los posibles desaciertos de cualquiera de los integrantes del Frente de Todos y obviamente del gobierno mismo, pueden ser fatales. En nuestro caso, lo que vale para todos los que apoyamos al presidente desde la izquierda, por así decir, es necesario  recordar siempre esa lección, que la historia reitera[5]: atacar a un gobierno nacional-popular al que acosa la oligarquía –somos partidarios de ejercer la crítica sin ignorar ese dato central, que dicta una posición de “apoyo independiente”– sólo favorece al bando imperialista. Ese patrón de conducta sólo debe modificarse si los trabajadores y el pueblo tienen una clara voluntad de avanzar (con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes). En ese caso, es claro, nuestro deber es acompañar a las mayorías, impulsar su lucha con inteligencia y firmeza. Pero  no es ésa la situación, hoy. En el actual momento, atacar al gobierno sólo puede beneficiar al  enemigo, tal como ocurrió en el 2015 con ciertas reticencias a respaldar a Scioli.

Los hechos hablan: el triunfo popular en las elecciones presidenciales de 2019 tuvo un alcance menor al deseado. Siendo ése el punto de partida de la situación actual y habiendo conservado pese a nuestra unidad el bloque oligárquico un apoyo del 40%, tiene un poder parlamentario suficiente para trabar al gobierno; conserva, es obvio, el poder económico, comunicacional y, en el presente, una buena cuota de poder judicial. En consecuencia, éste es un gobierno débil, política e institucionalmente. Como si todo esto fuese poco, a la insoportable herencia de un vertiginoso endeudamiento, y destrucción del aparato productivo y el nivel de consumo de las mayorías nacionales, se añadió la pandemia del coronavirus, con sus exigencias sanitarias y proyección fatal sobre la actividad económica, que estaba en recesión antes de la emergencia del covid-19. En suma, se trata de un cuadro extremadamente difícil de enfrentar, teniendo en cuenta, además, la clara disposición de los núcleos de poder económico concentrado de forzar al gobierno a una capitulación o, si éste se resistiera, a impedir su consolidación y provocar su fracaso. A nuestro entender, esa conducta destituyente es casi unánime en el núcleo del poder económico concentrado, contrariando la voluntad de generar acuerdos que ha sido enunciada como modalidad del gobierno por parte del presidente.

El desarrollo del enojo y sus sinrazones

Los rasgos que impone al desarrollo de la acción y al tratamiento de los problemas el liderazgo compartido que evidentemente impera dentro del Frente, aunque se preserve la facultad de ser quien decide para la figura presidencial, parecen desagradar a sectores de la militancia que esperaban ver menos cabildeos. Esta circunstancia, en el marco de limitaciones a la expresión  política, de la ansiedad y los temores que acompañan a una situación inédita de nuestras vidas, parece alimentar la desazón y el enojo en sectores minoritarios, pero activos y conversadores, de la opinión pública nacional y popular. Sólo de ese modo podemos entender que, luego de votar por Alberto Fernández, alguien pueda caer en la cuenta de que el actual presidente es un moderado, algo que siempre supimos sobre su personalidad política[6]. Puede que alguno, en el cuarto oscuro, creyera que iba ser, esta vez sí, un chirolita de Cristina Kirchner. En ese caso, se comprende la decepción, aunque no la compartimos. Hasta hoy, sólo vemos diferencias de estilo. Es claro que, en nuestro caso, nunca hicimos propio el delirio aquél según el cual alguna vez estuvimos en “la revolución kirchnerista”. Pero seamos serios: todos supimos que el actual presidente fue candidato para posibilitar el frente y tener chances de ganarle a Macri. Se intentó incorporar incluso a Lavagna, Urtubey y Schiaretti, dando un lugar al peronismo neoliberal.

Nada tiene de sorprendente, siendo así, que el presidente actual no sea un revolucionario, un género que además casi ha desaparecido dentro del peronismo, después de Perón.

Lo decidió Cristina; fue un acierto y un acto patriótico, pero también un reconocimiento de sus  errores previos, que se remontan a la ruptura con la CGT de Hugo Moyano y lo que siguió más tarde. Fue asumir, en los hechos, las responsabilidades propias en la derrota ante Massa, en el 2013, los goles en contra que facilitaron el triunfo fatal de Cambiemos, en el 2015 y su propio fracaso, en los comicios del 2017, en territorio bonaerense. La realidad le impuso no encabezar   la fórmula y elegir un moderado para presidirla. Más aún, precisó sumar al Frente Renovador y al mismo Massa. Dijimos que se intentó incluir a Lavagna. Y no estaba mal, era necesario.

Al recordar esto –aquella rectificación, ampliando las bases de sustentación política hacia todo el espectro de los adversarios de Macri, que permitió el triunfo del 2019– no hacemos cuestión de lo que ayer aplaudimos: respondemos al imperativo de preservar la memoria. “Con Unidad se van, con programa no vuelven”, decía un volante de Patria y Pueblo; al llamar a votar por el Frente de Todos, Iniciativa Política avalaba la incorporación de Massa al Frente, con la única condición de que fuese una pieza más, subordinada, del tablero; decíamos, sin disimulos, que si ése era el precio de triunfar sobre Macri, había que incluir “a un amigo de la embajada de EEUU”. Fuimos claros, ¿no sabían todo esto los que ahora se sorprenden de “la moderación” o “la búsqueda de consensos”, que acaban de descubrir como rasgos de personalidad de Alberto Fernández? ¿Acaso su conducta, después de constituirse el Frente de Todos, no mejoró mucho  lo que habíamos visto, luego del conflicto con la Mesa de Enlace?

Es más, salvo los jóvenes, por razones de edad, ¿cuántos de los protagonistas de “la década ganada” resistirían el  examen de su conducta en los 90? ¿cuántos de los que luego aplaudían al kirchnerismo habían votado a Fernando de la Rúa, diciendo que era mejor que Duhalde? Por nuestra parte, tenemos el honor de no haber caído en esas inconductas y valoramos habernos enfrentado al riojano y haber votado en blanco (ni Duhalde, ni de la Rúa). Pero después de la crisis del 2001, era realista reconocer que había que “barajar y dar de nuevo”, para juzgar a los dirigentes en función de la conducta que cada cual asumía tras el viraje nacional que impuso el caos, fielmente interpretado por Néstor Kirchner.

Un baño de realidad

Hasta ahora, el balance del ciclo de Alberto Fernández, tal como señala Alfredo Zaiat[7], muestra su apuesta a crear consensos; huye de la subordinación o el enfrentamiento, en la relación con el stablishment. Al mismo tiempo, como dice también ese economista, el poder económico no está dispuesto a ceder nada; no negocia y, agregamos nosotros, pone en función la fuerza de que dispone para subordinar al gobierno o llevarlo al fracaso, a cualquier precio. Definir ese marco como “empate hegemónico” sirve para graficar un estado de cosas. Pero no define la evolución y los resultados que provisoriamente arroja el conflicto, ni señala los temas en torno a los cuales se desarrolla la pelea, para que podamos juzgar lo hasta aquí logrado. Procuremos hacer un resumen serio: 1) el gobierno ha triunfado en la negociación de la deuda externa con los acreedores privados, contra la presión y maniobras que los centros de poder extranjeros e internos llevaron a cabo para ponerlo contra la pared durante la operación y, concluida con éxito esa disputa, cabe prever un resultado similar –hasta hoy fracasan las maniobras enemigas en contra el país– respecto al forcejeo con el FMI; 2) el mismo balance cabe hacer con respecto a las presiones destinadas a provocar una devaluación, con una finalidad especulativa y política, ya que iba a hundirnos, económica y electoralmente. En esa lucha, no menor, también se advierte una defensa exitosa del interés nacional, imposible de subestimar si se considera la debilidad que le impuso “la herencia” y las dificultades adicionales que trajo la pandemia, en un cuadro complejo del comercio exterior, sin acompañamiento de los miembros del Mercosur; 3) paralelamente, no pueden registrarse como defección, hacia la base social o como signo de irresolución y/o impericia en la lucha por afianzar su poder, las decisiones tomadas para enfrentar la pandemia (incluyendo el conjunto de las acciones económicas, cuyo fin fue respaldar a los trabajadores, los excluidos y las empresas, para amortiguar los efectos del paro forzoso). No por azar los medios hegemónicos, junto a la oposición feroz de Juntos por el Cambio, buscan a cualquier precio desprestigiar al gobierno, “muera la gente que tenga que morir”; 4) pese a las fastidiosas idas y vueltas, igual conclusión cabe sacar sobre la creación del impuesto a las grandes fortunas; 5) de modo indudable, en un marco de recesión y vacas flacas, el gobierno defendió a los sectores vulnerables, afectando los intereses de las franjas pudientes: congeló los alquileres, suspendió los desalojos; congeló tarifas en los servicios públicos (las concesionarias hablan de atrasos del 35%), estableció el carácter de servicios públicos de las prestaciones de internet; ha devuelto la paritaria nacional de los docentes, dejó abiertas todas las demás; impuso la doble indemnización por despido, pese a las quejas de todas las patronales, contuvo la suba de la desocupación con las ATP y a los sectores más desprotegidos con el IFE, hizo que los jubilados con ingresos bajos obtuvieran aumentos superiores a la inflación y el resto perdiera un 4% y logró (en medio de la catástrofe económico-social que se heredó del ciclo macrista éste es un dato mayor, de gran importancia para la recuperación del consumo) que los salarios perdieran respecto de la inflación mucho menos que en el resto de América latina.

Al mismo tiempo, hay un dato clave, en el orden de lo político, imposible de soslayar a la hora de trazar nuestra posición ante el gobierno: el poder económico concentrado, sus medios de prensa, sus jueces cómplices y la derecha oligárquica, no descansan un minuto en la lucha por obstruir su gestión y afianzamiento. Pujan para impedir que las elecciones próximas fracturen o debiliten a la oposición y, ampliando el poder del Frente de todos, liberen al gobierno de la extorsión constante –imponiéndole  zigzagueos que hieren la confianza y afectan su prestigio ¿Cómo negar el significado de esas conductas? ¿no sabemos que si el actual gobierno hubiese traicionado el mandato popular y no defendiese el interés general y las potestades del Estado, los medios hegemónicos llenarían hoy de elogios al presidente, como hicieron con Menem? ¿no calibramos el odio y la agresividad que exhiben sus escribas, las centrales del stablishment y la oposición? Sólo un ultraizquierdista no ve esas cosas; si se trata de militantes del campo nacional, es de esperar que la ansiedad y el enojo ante las marchas y repliegues que impone la realidad al gobierno, que asume sus límites, deben canalizarse hacia una acción política que fortalezca al campo nacional-popular, sin hacer como el perro que se muerde la cola.

Algunas variantes de “fuego amigo”

Sin embargo, en cierta militancia, en lugar de ganar terreno el deseo de alterar las relaciones de fuerza, generando acciones aptas para ganar a los sectores indecisos y aislar al núcleo duro que sigue a Macri, crece el malhumor contra nuestro gobierno, al  que se juzga indeciso frente al poder económico, llegando a plantear su supuesta capitulación. Como a nuestro entender se trata sólo de ciertas franjas, no del grueso de aquéllos que votaron por el Frente de Todos, es importante identificar a ese universo de “enojados” y analizar sus argumentos.

El primer grupo que vamos a mencionar está representado por ex funcionarios; aspiraban a un cargo en esta gestión y no los llamaron. No tienen empacho, ahora, en prestarse a los medios del poder hegemónico, cuestionar aspectos de la actual gestión, descalificando a sus ministros y a determinadas medidas. Por obvias razones, no son ellos el sector que nos interesa invitar a una reflexión. La lógica del arribista no es parte del debate.

Nos interesan, sí, muchos compatriotas honestamente afligidos por la suerte del país, que sin duda desean ver triunfar al gobierno que han votado. Quieren que se revierta el daño causado por el ciclo de Macri y se siga un camino nacional y popular, apto para conquistar soberanía nacional y justicia social. En esa franja, creemos identificar tres variantes fundamentales, cuya actitud crítica no obedece a las mismas razones, por las diferencias ideológicas que los separan y por el grado de compromiso previamente adquirido con tendencias políticas cristalizadas por su filiación, sus referencias conceptuales y su perspectiva actual. Aunque como es de esperar, existan entrecruzamientos y casos “híbridos”, nuestra esquematización es imprescindible para hacer de nuestro examen un aporte al debate sobre las preocupaciones que compartimos, que giran alrededor del destino nacional, en este momento de la vida histórica.

La primera tendencia que vamos a mencionar –dentro del campo de aquéllos con los cuales es de nuestro interés desarrollar un debate– la conforman compañeros que proponen “retornar a las fuentes del primer peronismo”, recrear el IAPI o alguna institución que permita a la Nación una injerencia directa en el comercio exterior, reconstituir la flota mercante estatal, y apostar, en general, el Estado empresario. En el plano ideológico, una vertiente interna al sector invoca a Perón y acompaña el planteo con denuncias que aluden a la “desviación socialdemócrata”, que explicaría el eco que encuentra hoy, en el seno del gobierno, la pequeño-burguesía que, identificada con el “progresismo”, se hizo kirchnerista, sin digerir al peronismo de viejo cuño y sin dejar de aborrecer al General Perón[8]. El problema de los “ultraperonistas” (llamémoslos así, ya que se trata de doctrinarios abstractos que nada dicen del peronismo real) es que omiten decir qué medios usarán para ganar hegemonía e imponer su programa; en suma, cómo evitarán que lo suyo sea algo más que pura nostalgia. Esa carencia de proyecto, que los condena a la impotencia, tiene a su vez dos manifestaciones: 1) el impulso a expulsar a los sectores “progresistas”, sin reparar que se puede debatir con ellos pero apreciar su viraje al campo nacional, que fortalece nuestro bloque. No es aceptable pensar que es mejor arrojarlos al bloque oligárquico, para preservar una “pureza” que huele a secta; 2) Este peligro se acentúa cuando el desdén a la lucha por construir sólidas mayorías se suma una falsa asociación entre el nacionalismo en lo económico y “la fe católica”: Esa asociación, caprichosa y falsa, de la ligadura indisociable entre una política patriótica y el catolicismo tradicionalista se usa para rechazar las demandas del “progresismo” y las feministas (se aborrece el IVE, las píldoras anticonceptivas, la igualdad de género y el matrimonio igualitario), que serían opuestos a los cánones de “la nación católica”. En este punto, podría decirse, sin exageración alguna, que antes que en el peronismo abrevan en las fuentes del “nacionalismo” sin pueblo de 1943, que ya era senil en aquel año y es hoy una pieza de museo[9]. Adoptarlo como ideología nos transformaría en secta.

En otro momento, hemos dejado en claro que defender el derecho al divorcio, al aborto legal y las demás reivindicaciones del feminismo, en nuestro caso, no modifica la defensa de la unidad nacional para liberar a la Argentina, con todos los patriotas, sean o no creyentes. No quebrar el campo nacional es prioritario: la contradicción mayor es patria o colonia, sin atender credos y respetándolos a todos. Con esa conducta, como patrón, es lícito exigir a los fieles religiosos la misma actitud: bloquear toda maniobra que busque enfrentarnos, usando para ese fin algunas contradicciones secundarias de carácter ideológico y religioso. No pueden ser “más papistas que Francisco”.

No es posible estimar el peso de la corriente señalada, pero creemos que –entre las minorías críticas[10]a la actual gestión– el sector más ruidoso y más tenaz, ya que “los ansiosos” son multitud (debo ese término a un amigo), está formado por compañeros y compañeras que aún son fieles a Cristina Fernández, a quién le atribuyen una “voluntad  transformadora” que no resiste el menor análisis. Tal vez psicológicamente están “contenidos” por esa figura maternal-fuerte. Añoran su estilo; las exposiciones “magistrales”, que provocaban su admiración, por las mismas razones que no conmovían a las gentes del pueblo llano, como pasaba con las arengas vívidas pero sencillas de Perón y Evita, que sus abuelos universitarios rechazaban por “su demagogia”. No atienden razones, cuando se les sugiere analizar las consecuencias ruinosas del liderazgo verticalista; lo suyo es hablar de “profundizar”, a la ligera y sin precisión, la gestión de gobierno. En resumidas cuentas, aplaudían todo en el gobierno de “la Jefa”; pasar por alto, incluso aplaudir, hasta los peores errores, como la ruptura con la CGT de Hugo Moyano y la obcecación de mantener el Impuesto a “las Ganancias” de la clase obrera, o el rechazo al proyecto de modificar la Ley de Entidades Financieras[11]. Los más cultivados, lectores de Forster y de Laclau, atribuían la postergación de medidas de fondo a “las relaciones de fuerzas”, que según sus observaciones “gramscianas” desaconsejaban dar un paso en falso.

Esta cuestión, esgrimida en momentos de éxito electoral y mayorías parlamentarias, es hoy curiosamente ignorada, precisamente en momentos de suma debilidad. El único problema que impide avanzar, coinciden en declamar, imperiosos, tanto Navarro como Hebe de Bonafini (que se hacen eco de una impaciencia muy extendida, en las tribus k), es el carácter de Alberto Fernández, que “a todo el mundo quiere decir que sí”. En ese clima impaciente e irreflexivo, es natural que apareciera un provocador ansioso de hacerse fama, denigrando al presidente, del que ha compuesto una imagen vestida con las líneas cruzadas de la bandera inglesa[12].

Ahora bien, dejando al costado tonterías y excentricidades, nada tenemos contra el ejercicio de la crítica, aun en el caso de aquéllos que fueron aplaudidores acríticos de Cristina Kirchner.  Menos aun contra planteos dirigidos a recuperar soberanía nacional, imponer sanciones al poder económico concentrado, defender con firmeza el interés general de los argentinos, su alimentación, su salud y sus reivindicaciones, la vigencia de la justicia y, particularmente, todo lo relacionado con reparar los daños del ciclo anterior, sin olvidar la necesidad de transformar al país hasta el punto necesario para garantizar que el macrismo no vuelva nunca más. No está demás que recordemos nuestra pertenencia a la Izquierda Nacional, que se ha caracterizado por señalar que la caída del General Perón en 1955 se debió, en última instancia, a que no se expropiaron las grandes estancias de la pampa húmeda y el poder oligárquico estaba intacto, aunque se los hubiera privado, durante un periodo, del poder estatal. En el caso del kirchnerismo, señalamos los límites fundamentales de su planteo, reñido con la necesidad del Estado empresario, y en ese sentido lamentamos su adscripción a las fórmulas desarrollistas, la razón por la cual, en la larga década que pudo gobernar demoró siete años en estatizar YPF y necesitó comprobar que los delincuentes españoles estaban vaciándola para recuperar Aerolíneas, mientras otras empresas privatizadas por Menem seguían en manos de los bandidos del capital privado. Como el lector advierte, no podríamos objetar a la tentativa de impulsar una política de recuperación que, por el contrario, siempre hemos postulado, como camino necesario para liberar a la patria.

¿Qué cuestionamos a los críticos de Alberto Fernández y, particularmente, al enfoque que plantea el progresismo de “izquierda”?

En primer lugar, el desconocimiento de que lo fundamental es fortalecer el campo nacional, lo que implica advertir que el gobierno actual fue y sigue siendo lo que hemos construido, frente a la tentativa del stablishment de imponer un segundo gobierno de Macri u otro personero del bloque oligárquico. En consecuencia, toda nuestra acción –el pronombre “nuestra” designa aquí a lo que cabe llamar la izquierda del Frente de Todos, en sentido amplio– debe orientarse en función de ampliar las bases de sustentación del campo nacional y la unidad del bloque, sin pretender quebrarlo o desalentar el respaldo a la actual gestión, desacreditándola mientras la necesitamos, como debiera ser claro si se advierte que su relevo, en el momento actual, daría el poder al bloque oligárquico. Eso no excluye una posición crítica, que es necesaria para dejar en claro que nuestro programa responde mejor a las exigencias de la realidad, si estamos en lucha por liberar a la patria. Pero esta tarea requiere de nuestra parte, si queremos conquistar al pueblo argentino, demostrar que sabemos defender cada palmo de terreno ganado, ampliar el apoyo al bloque nacional, para aislar al enemigo, despojarlo de un respaldo que en las elecciones presidenciales fue muy considerable, evidenciando lamentablemente el éxito logrado en la  batalla cultural por el bloque oligárquico, lo que constituye una prueba de las limitaciones y las incoherencias que nuestro liderazgo ha tenido, sin las cuáles –cuesta asumirlo, pero deben hacerlo todos los patriotas– Macri no habría triunfado y no conservaría su base actual.

En segundo lugar, cuestionamos la frivolidad de una buena parte de la campaña que pretende desacreditar al presidente, cotejando su “moderación” con la supuesta “combatividad” del ciclo kirchnerista. Esta presunción no resiste el menor análisis, si se recuerda que se demoró cinco años antes de estatizar los fondos jubilatorios y nueve para expropiar el 51% de las acciones de YPF, las mayores medidas de ese periodo. Hemos sostenido siempre que “la década ganada” fue lo mejor que tuvo el país, después de la muerte del General Perón. Pero no es menos cierto que el actual gobierno está frente a una situación más difícil que aquélla, después del daño causado por Macri, la emergencia de la pandemia y la hostilidad de la oposición, mucho más feroz que la que tuvo Néstor; que a eso se añade un poder parlamentario débil, lo  que requiere, para superarse, un contundente triunfo en las próximas elecciones.

En una palabra: no debe sustituirse la reflexión y el cálculo político en un momento tan difícil por la impulsividad y los arranques típicos del “progresismo”, que es incapaz de mirarse en el espejo y recorrer autocríticamente su propia historia, siempre guiado por las impresiones y el deseo, reiterando un infantilismo ya senil. Hebe de Bonafini no trepida en hablar del “presidente del sí”, con la misma liviandad con que festejó públicamente el acto terrorista contra las Torres Gemelas. Guillermo Moreno habla en TN de la “desviación socialdemócrata”, pocos días antes de tratar a Menem de “gran compañero”. La inimputable Sandra Russo también tira al blanco contra Alberto Fernández, sin dejar de enorgullecerse de su alfonsinismo juvenil y sin haber revisado su estúpida teoría de que el kirchnerismo era “la superación del peronismo”[13]. Y así, cunden los dispuestos a desacreditar al presidente, sin que se les ocurra pensar quién será el beneficiario de sus “pasajes al acto”. Todos ofician “la interpretación de Cristina”, como si la actual presidente, cuando habla o calla, pudiera ser una mala interprete de su propia voluntad y posición táctica.

 Ahora bien, si ignoramos los datos de la actual la coyuntura, destacando entre ellos el nivel de conciencia y el estado de ánimo de las grandes mayorías (que sólo nos dieron en las últimas elecciones una  exigua mayoría); si hacemos caso omiso de cuáles son sus preocupaciones del momento; si nos parece inútil sopesar la fuerza y cohesión del campo propio, por un lado, y el  bloque oligárquico, por otro; si nos desentendemos del tema de si  existe o no una jefatura y un movimiento capaz de brindar al país (seriamente, es obvio) una alternativa superadora a la que ofrece, hoy, el Frente de Todos; si para librar una lucha por la emancipación nacional no  es necesario, previamente, haber ganado a la mayoría del país; en una palabra, si ignoramos el estado en que está hoy el movimiento nacional y sólo miramos nuestros deseos y nuestra ansiedad –su sagrada persona, alfa y omega de la (in) conducta típica del pequeño burgués provisto de “cultura política”– sigamos practicando “el tiro al pichón”, pase lo que pase. Dicho de un modo más amable, si el único elemento que tomamos en cuenta es si un reclamo “es justo”, dado que “la razón” sería nuestra hay que sostenerlo, sin más. Para un apóstol, siempre el dilema se plantea así, aunque lleve al martirio. Pero ésas no son las reglas de la política, en general; no lo son, menos aún, para una política revolucionaria. Para esta última, el mismo problema ha de tener una respuesta si se plantea en el curso de un alza de masas y otra distinta cuando el contexto en que aparece es “normal” o predomina la parálisis en el campo popular[14]. Si los trabajadores y el pueblo estuviesen en la calle buscando ahondar en un sentido antioligárquico y antiimperialista la gestión que preside Alberto Fernández, no daríamos la misma respuesta que en el momento actual, signado por la débil identidad política de las mayorías populares, la confusión y las conductas hasta cierto punto suicidas que hemos visto en estos años en ciertas franjas no privilegiadas del pueblo argentino. Todo lo cual, lejos de ser un fenómeno del momento, lleva más de dos décadas[15] y conforma un cuadro sin el cual la derrota del  2015 no podría haberse consumado.

El problema de la Hidrovía   

Uno de los temas que más se ha usado para cuestionar al gobierno es su presunta resistencia a recuperar el manejo estatal de la hidrovía. No subestimamos la importancia de la cuestión. Sin embargo, creemos que presentar la nacionalización de las tareas de dragado y los peajes como un cambio clave en el comercio exterior y la restauración de la soberanía, sería plantear con imprecisión el asunto, como ha señalado Juan Carlos Smith, titular del sindicato de dragado y balizamiento. En primer lugar, la ausencia estatal no se limita a este aspecto, subordinado, de un problema mayor, que incluye la privatización del sistema de puertos y la falta de pesajes de la carga naviera, que no se hace. Por otra parte, el río es el medio por el cual sangra la riqueza nacional, pero ¿quiénes son los autores del delito? Las cerealeras, pulpos que monopolizan el comercio de granos, tras la desaparición del IAPI. Alguien podría decir “por algo se empieza”, pero no vemos un planteo claro, sino un reclamo fundamentalista confuso, con mezquindades de “patrioterismo” hacia países hermanos –Uruguay y Paraguay. Al mismo tiempo, se oculta o  ignora que la pérdida de soberanía y el saqueo del país tiene otros capítulos más importantes, a saber: rigen aún dos leyes impuestas por Martínez de Hoz, con el Proceso, nunca modificadas en el ciclo democrático posterior al 83: de Inversiones Extranjeras y de Entidades Financieras. En ese marco, agravado en los 90, el comercio minorista pasó a manos del capital extranjero (Carrefour, Disco, Walmart, Easy, etc.) y fueron transferidas grandes empresas originalmente argentinas. Los ferrocarriles, la Flota Mercante del Estado, los Astilleros, el complejo industrial que conformó el IAME y en 1954 tenía un plantel de diez mil empleados, fabricando aviones, tractores, automóviles y motocicletas diseñados aquí; ENTEL, la producción y distribución de energía eléctrica, Agua y Energía, entre otros bienes, fueron destruidos, o privatizados, en la larga noche que comenzó en setiembre de 1955. En el curso de la decadencia se verifica una sucesión de dolorosos cambios del universo económico-social argentino. Entre otras cosas, fue diezmada la industria y la clase trabajadora; se redujo la influencia del movimiento obrero en nuestra política; creció, de un modo jamás visto, la marginalidad social; se empobrecieron las clases medias; los comerciantes del país fueron arrinconados en las orillas del sistema; se hizo crónica la pobreza y apareció la indigencia en crecientes franjas de población y, demostrando que los “de adentro” no siempre perdían, un núcleo minoritario acaparó la riqueza; la fuga de capitales se tornó crónica, mientras los economistas del poder se esforzaban en convencernos que falta un clima que favorezca su arraigo y debemos reducir nuestra apetencia desmedida, para crear un ambiente  “que impulse la inversión”.

Por tanto, la ausencia estatal en el manejo de la Hidrovía –debemos recuperarla, sin alimentar mitos– es “sólo” un capítulo del drama mayor, la desaparición del Estado como actor de peso en el comercio exterior; tal como pasa en la megaminería, con normas que permiten que los pulpos internacionales se limiten a declarar qué exportan. No negamos, desde luego, el avance que representaría controlar lo que envían fuera del país, pero el problema de fondo es el sistema. Algo similar cabe decir del mecanismo usado por las automotrices, que fugan divisas en el intercambio intrafirma, usando el recurso de subfacturar lo que exportan a sus centrales y sobrefacturar lo que reciben de ellas, mientras el Estado mira para otro lado.

Nuestra perspectiva

Es inconcebible, lo entiendan o no las elites “de izquierda” (un “ultra” k, lo asuma o no, razona igual que Nicolás del Caño), llevar una lucha por la liberación nacional sin ganar antes al pueblo argentino, que votó mayoritariamente por Cambiemos, en el 2017, y rectificó ese voto, de un modo parcial, en el 2019. Es nuestra presunción, basada en la experiencia de los últimos años, que el peronismo actual puede llevar a cabo una política nacional, pero es poco probable que se proponga hacer una política de liberación nacional. Esa perspectiva lo supera claramente: no está en el horizonte de su aparato político y sus cuadros de conducción; tampoco la espera hoy nuestro pueblo, que está sumido en la pérdida de identidad política y una amarga desesperanza, que apenas cede cuando se trata de sostener el poder adquisitivo del salario y proteger conquistas de vieja data. Para salir del marasmo es necesario reconstruir el movimiento nacional, algo que  implica actualizarlo doctrinariamente y democratizar su vida, para dar cauce al protagonismo popular y enviar al museo los modos verticalistas de conducción política. Es inconcebible, sin un avance en tal sentido, crear las condiciones necesarias para superar los límites y derrotas que ha sufrido el frente nacional y el pueblo argentino en las últimas décadas.

Ese horizonte, claro está, no puede alcanzarse sin una transición, cuyo punto de partida, como es de suponer, pasa por la defensa del nivel alcanzado, por endeble que sea. Retroceder, en este momento –si en las próximas elecciones no se modifica la relación de fuerzas establecida en los comicios del 2019, ese mantenimiento del statu quo será paralizante; será el prólogo de un paso atrás y la derrota del gobierno– no sólo afectará el futuro político de Alberto Fernández, sino la suerte del movimiento popular. Al contrario, la consolidación del triunfo electoral, obtener un firme respaldo político y una clara  mayoría parlamentaria, impulsará la orientación nacional-popular del gobierno, fortaleciendo también su ala izquierda, mal que le pese al ultraizquierdismo. Y, lo que obviamente es más importante, creará expectativas en el pueblo argentino y la clase trabajadora. Si, como es posible, el triunfo electoral está acompañado de una recuperación de la actividad económica, la ocupación, y los salarios, las grandes mayorías podrán plantearse objetivos más ambiciosos que la conservación del empleo y la subsistencia diaria.

Alguien podría objetar este planteo, diciendo que una estabilización semejante no impulsará la radicalización de las masas, sino su conformismo. Se trata, como la experiencia prueba –vimos a un ministro del General Onganía sorprenderse de que el Cordobazo tuviese como impulsores a “los obreros mejor pagados del país”– de un argumento falaz. Pero cabe aclarar que, aunque fuese correcto, ningún patriota puede desear que su pueblo sufra, para que “la letra con sangre entre”. Por otra parte, es nuestra la convicción de que el mayor déficit, en claridad política, no está abajo, sino arriba; antes que en el pueblo, en la militancia y sus conductores. Es preciso admitir nuestro retraso y luchar desde ya para construir una fuerza esclarecida y disciplinada, con cuadros capaces de facilitar canales de expresión a las mayorías, fragmentadas hoy, en el yunque de “la grieta”, que favorece únicamente a las minorías antinacionales. La tarea es unir al pueblo argentino, expresar a todo sector oprimido, a los trabajadores y excluidos, las clases medias pobres, los pequeños productores y comerciantes arrinconados por el capital extranjero, que los usa como peones y les arrebata el mercado, los técnicos y científicos, todos los que padecen la opresión imperialista que coloniza al país– disolver las contradicciones en el seno del pueblo, que son secundarias y usadas para dividirnos, fortalecer la unidad, aislar al enemigo y disputar la hegemonía al poder oligárquico. Estas consideraciones, por alejadas que parezcan en vista de la actual coyuntura argentina, nos brindan las claves para establecer la conducta que debemos seguir en este momento, si queremos fortalecer al campo nacional, y,  dentro del mismo, a las tendencias interesadas en profundizar el cauce abierto en octubre del 2019, con la derrota de Macri. En esa batalla se forjarán las condiciones y se fogueará una militancia que,  ideológica y políticamente formada, será capaz de combinar la audacia con el realismo crudo, revertir el retroceso que sufre el país desde la caída de Perón en 1955 y tomar en sus manos la lucha por liberar a la patria definitivamente. No es posible saber de antemano cómo llevaremos a la sala de cirugía a la Argentina oligárquica, pero sí afirmar que los impulsivos y ansiosos nunca serán el personal apto para dirigir una operación tan delicada y riesgosa para el destino colectivo.

Córdoba, 18 de febrero de 2021

[1] No podemos analizar aquí cada uno de los errores y dislates suicidas que se fueron acumulando desde el conflicto con la Mesa de Enlace, caso en el cual no se advirtió la necesidad de tratar de distinto modo  al pequeño y mediano productor, respecto a las retenciones, para aislar al núcleo oligárquico y privarlo de una base de masas, hasta el fatal paso que significó romper con la CGT de Hugo Moyano y (quizá para castigar a la clase obrera), sostener con obcecación el Impuesto a las Ganancias al salario, que terminó dando a Macri votos obreros en el 2015. El juicio y las advertencias sobre las consecuencias que podrían tener esas decisiones, que hicimos oportunamente, puede consultarse en el sitio aurelioarganaraz.com: “El conflicto gobierno-CGT y el rol político de la clase obrera” (2012), “El Impuesto a las Ganancias y las desventuras del aplaudidor” (2013)  y “Los orígenes de la grieta” (2019).

[2]Nuestra visión del asunto puede verse en “Los orígenes de la grieta” (2019) y “Los gurúes, los medios, las identidades políticas y la autocrítica del movimiento popular” (2017).

[3] Cierta militancia prefiere adjudicarla al rechazo hacia “la política” fomentada por la prensa oligárquica y la derecha. Es cómodo olvidar que desde 1983 hasta las crisis del 2001, los antiguos partidos populares traicionaban el mandato popular para obedecer las órdenes del FMI y el poder imperialista.

[4] Podría decirse que sobrevivió a las derrotas del 2009 y el 2013, desoyendo esos mensajes.

[5]Luego de la muerte del General Parón, al hacer del gobierno de Isabel Martínez “el enemigo principal”, las organizaciones armadas de la izquierda peronista y la ultraizquierda cipaya, que no podían derribarla y  tomar el poder, facilitaron la tarea del gorilismo entreguista y terrorista de las FFAA, unificándolas “en la lucha antisubversiva”, con lo cual actuaron como parteras de Videla.

[6] A nuestro modo de ver, si hemos visto algo distinto a lo que era de esperar, vistos sus antecedentes, es que “la mano de seda” a que suelen referirse algunos observadores no está reñida con cierta firmeza, en la defensa de sus ideas, tan moderadas como afines a lo que ya hemos visto en la “década ganada”.

[7] En Página 12 Alfredo Zaiat cita la declaración de CFK al anunciar la fórmula presidencial elegida por ella misma, donde explica sus razones. Dada la relación con el debate, la transcribimos con un subrayado de lo que viene a cuento: “Esta fórmula que proponemos estoy convencida que es la que mejor expresa lo que en este momento en la Argentina se necesita para convocar a los más amplios sectores sociales y políticos y económicos también, no solo para ganar una elección, sino para gobernar“. En una palabra, la vicepresidente también quería buscar “consensos”, eludir “la grieta”.

[8] El peronismo se caracteriza por no zanjar jamás sus conflictos internos, que se prolongan en el tiempo y acumulan sin resolverse. Un caso muy notorio y grave, en ese sentido, se refiere a los enfrentamientos entre “ortodoxos” y Montoneros de la década del 70, que prologaron la caída de Isabel Perón y el arribo del Proceso. Recientemente, para objetar la presencia de un hombre de Massa, Meoni, en la secretaría de Transporte, un usuario de facebook reiteró la denuncia montonera a Perón, “qué pasa, General, que está lleno de gorilas el gobierno popular”. Este ex (¿?) montonero k no aprendió nada en medio siglo.

[9] El nacionalismo oligárquico no superó la prueba de 1955, cuando el conflicto entre Perón y la Iglesia los llevó a militar en la “revolución libertadora”. Ese “nacionalismo”, católico preconciliar, tras reconciliarse y retomar su función ideológica retardataria dentro del peronismo, ha eludido siempre el análisis de las raíces histórico-sociales del conflicto con la Iglesia de 1955, como la suerte del clericalismo sin pueblo de 1943. En realidad, lo nacional tiene en ellos un lugar adjetivo, subordinado al clericalismo. No advierten, o se desinteresan, por esa razón, de las consecuencias políticas y electorales que su obcecación sectaria ocasionaría de imponerse a las fuerzas nacionales, favoreciendo a la oligarquía.

[10] No usamos el término “minorías” para descalificar a nadie: tenemos la impresión de que las grandes masas, por un lado, y el aparato político del peronismo, por el otro, no comparte esas preocupaciones.

[11]Ninguno de los que atacan por “tibio y conciliador” al actual presidente levantó la voz por la falta de voluntad de los gobiernos kirchneristas para modificar la Ley de Inversiones Extranjeras, clave de bóveda del régimen establecido por Martínez de Hoz, durante el Proceso.

[12] En la década del 60, Milciades Peña llegó a la conclusión de que Perón había sido “un agente inglés”. Su imitador actual es más vulgar y menos imaginativo que aquel precursor.

[13] Evidentemente, para Sandra Russo el estilo enérgico de CFK vale más que el IAPI, la nacionalización de los ferrocarriles, la elevación social de la clase obrera y los derechos políticos y laborales de la mujer.

[14] En mi experiencia personal puedo registrar un caso en el movimiento estudiantil cordobés. En las vísperas del Cordobazo, la movilización universitaria transformó en inservibles (y en una rémora) los centros de estudiantes e impuso formas de democracia directa, con Cuerpos de Delegados (modo de los Soviet de la Revolución Rusa)  que recibían mandato de las asambleas de curso. Pasada la euforia, los ultraizquierdistas transformaron estas organizaciones en una farsa, al instrumentar formalmente cuerpos ya vaciados: los estudiantes habían vuelto “a la normalidad”, al interiorizar los límites que tenía el movimiento y los ultras “dirigían” un tren fantasmal, al que le imponían las consignas más disparatadas. Había, pues, que reconstruir lo Centros, con sus direcciones elegidas para periodos de un año, las representaciones indirectas de la democracia burguesa.

[15] Prevalece entre la militancia y mucho más en los aparatos de los partidos, un rechazo a reconocer que la crisis de la representatividad (“que se vayan todos”) no fue superada, hasta hoy.

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