Archivo de la etiqueta: izquierda nacional

ALBERTO FERNÁNDEZ Y NUESTRA LUCHA POR LIBERAR A LA PATRIA

AF

Cuando terminó de constituirse el Frente de Todos, lanzada ya la candidatura presidencial de Alberto Fernández e incorporado Massa, con algunos compañeros de militancia celebrábamos que, faltando el amor en un campo nacional tan amorfo, la feliz decisión de Cristina Fernández hubiese permitido que a nuestros dirigentes los uniera el espanto. Era imprescindible terminar con la banda de salteadores que lideraba Macri, expulsar a esa suerte de fuerza de ocupación, que habría de condenarnos, en cuatro años más, a ser un país definitivamente inviable. En esas condiciones, era clara la necesidad –lo dijimos en esos términos, sin embellecer las cosas y con toda honestidad– de no objetar, desde nuestro lado, el empeño puesto en sumar a Massa, con la condición de darle un rol subordinado, ya que sabemos que es un amigo de la embajada de EEUU. Esta posición, que hubiésemos rechazado en otro contexto, se justificaba –entendíamos  entonces y no advertimos razones para cambiar de opinión– por la debilidad del bloque propio y el grado de dislocación de las fuerzas populares, afectadas por la zigzagueante trayectoria del sector mayoritario del movimiento nacional en las últimas décadas, que, si bien nos dio, luego del 2001, a Néstor y Cristina, también fue responsable de la década menemista. Y, en el primer caso, aunque siempre juzgamos al ciclo kirchnerista como lo mejor que tuvimos después de la muerte del General Perón, no es posible ignorar que el triunfo de Macri, en el 2015, y varias de  las rupturas habidas en el campo nacional, no fueron causados por un rayo que cayó del cielo, sino la evidencia de los límites y contradicciones de su cúpula superior.

En realidad, la razón de fondo de que Cristina Kirchner subestimara las consecuencias que sus decisiones más desdichadas iban a tener[1] –debilitar de varios modos las bases electorales y la sustentación política del Frente para la Victoria– se relaciona directamente con un fenómeno que el sistema de partidos, no sólo el peronismo, tiende a negar. Nos referimos a la crisis de la representación política. Ésta mostró el rostro en la crisis del 2001 (“que se vayan todos”) y no fue superada, al menos hasta hoy[2]. Los partidos tradicionales, incluido el peronismo, prefieren mirar para otro lado antes que buscar los motivos por los cuales la identificación de sus bases ha perdido vigor, por decirlo suavemente[3]. El kirchnerismo, en particular, creía ser el heredero del peronismo, en cuanto a concitar el grado de adhesión de la clase obrera que había tenido el General Perón; al menos, ése que aseguraba el voto de los trabajadores, en una elección. No era así. La creencia era parte del triunfalismo reinante, en ese ámbito, hasta el 2015[4], y quizás explica la falta de conciencia de que no había margen para acumular desatinos. En las actuales circunstancias, el dato es crucial. Los posibles desaciertos de cualquiera de los integrantes del Frente de Todos y obviamente del gobierno mismo, pueden ser fatales. En nuestro caso, lo que vale para todos los que apoyamos al presidente desde la izquierda, por así decir, es necesario  recordar siempre esa lección, que la historia reitera[5]: atacar a un gobierno nacional-popular al que acosa la oligarquía –somos partidarios de ejercer la crítica sin ignorar ese dato central, que dicta una posición de “apoyo independiente”– sólo favorece al bando imperialista. Ese patrón de conducta sólo debe modificarse si los trabajadores y el pueblo tienen una clara voluntad de avanzar (con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes). En ese caso, es claro, nuestro deber es acompañar a las mayorías, impulsar su lucha con inteligencia y firmeza. Pero  no es ésa la situación, hoy. En el actual momento, atacar al gobierno sólo puede beneficiar al  enemigo, tal como ocurrió en el 2015 con ciertas reticencias a respaldar a Scioli.

Los hechos hablan: el triunfo popular en las elecciones presidenciales de 2019 tuvo un alcance menor al deseado. Siendo ése el punto de partida de la situación actual y habiendo conservado pese a nuestra unidad el bloque oligárquico un apoyo del 40%, tiene un poder parlamentario suficiente para trabar al gobierno; conserva, es obvio, el poder económico, comunicacional y, en el presente, una buena cuota de poder judicial. En consecuencia, éste es un gobierno débil, política e institucionalmente. Como si todo esto fuese poco, a la insoportable herencia de un vertiginoso endeudamiento, y destrucción del aparato productivo y el nivel de consumo de las mayorías nacionales, se añadió la pandemia del coronavirus, con sus exigencias sanitarias y proyección fatal sobre la actividad económica, que estaba en recesión antes de la emergencia del covid-19. En suma, se trata de un cuadro extremadamente difícil de enfrentar, teniendo en cuenta, además, la clara disposición de los núcleos de poder económico concentrado de forzar al gobierno a una capitulación o, si éste se resistiera, a impedir su consolidación y provocar su fracaso. A nuestro entender, esa conducta destituyente es casi unánime en el núcleo del poder económico concentrado, contrariando la voluntad de generar acuerdos que ha sido enunciada como modalidad del gobierno por parte del presidente.

El desarrollo del enojo y sus sinrazones

Los rasgos que impone al desarrollo de la acción y al tratamiento de los problemas el liderazgo compartido que evidentemente impera dentro del Frente, aunque se preserve la facultad de ser quien decide para la figura presidencial, parecen desagradar a sectores de la militancia que esperaban ver menos cabildeos. Esta circunstancia, en el marco de limitaciones a la expresión  política, de la ansiedad y los temores que acompañan a una situación inédita de nuestras vidas, parece alimentar la desazón y el enojo en sectores minoritarios, pero activos y conversadores, de la opinión pública nacional y popular. Sólo de ese modo podemos entender que, luego de votar por Alberto Fernández, alguien pueda caer en la cuenta de que el actual presidente es un moderado, algo que siempre supimos sobre su personalidad política[6]. Puede que alguno, en el cuarto oscuro, creyera que iba ser, esta vez sí, un chirolita de Cristina Kirchner. En ese caso, se comprende la decepción, aunque no la compartimos. Hasta hoy, sólo vemos diferencias de estilo. Es claro que, en nuestro caso, nunca hicimos propio el delirio aquél según el cual alguna vez estuvimos en “la revolución kirchnerista”. Pero seamos serios: todos supimos que el actual presidente fue candidato para posibilitar el frente y tener chances de ganarle a Macri. Se intentó incorporar incluso a Lavagna, Urtubey y Schiaretti, dando un lugar al peronismo neoliberal.

Nada tiene de sorprendente, siendo así, que el presidente actual no sea un revolucionario, un género que además casi ha desaparecido dentro del peronismo, después de Perón.

Lo decidió Cristina; fue un acierto y un acto patriótico, pero también un reconocimiento de sus  errores previos, que se remontan a la ruptura con la CGT de Hugo Moyano y lo que siguió más tarde. Fue asumir, en los hechos, las responsabilidades propias en la derrota ante Massa, en el 2013, los goles en contra que facilitaron el triunfo fatal de Cambiemos, en el 2015 y su propio fracaso, en los comicios del 2017, en territorio bonaerense. La realidad le impuso no encabezar   la fórmula y elegir un moderado para presidirla. Más aún, precisó sumar al Frente Renovador y al mismo Massa. Dijimos que se intentó incluir a Lavagna. Y no estaba mal, era necesario.

Al recordar esto –aquella rectificación, ampliando las bases de sustentación política hacia todo el espectro de los adversarios de Macri, que permitió el triunfo del 2019– no hacemos cuestión de lo que ayer aplaudimos: respondemos al imperativo de preservar la memoria. “Con Unidad se van, con programa no vuelven”, decía un volante de Patria y Pueblo; al llamar a votar por el Frente de Todos, Iniciativa Política avalaba la incorporación de Massa al Frente, con la única condición de que fuese una pieza más, subordinada, del tablero; decíamos, sin disimulos, que si ése era el precio de triunfar sobre Macri, había que incluir “a un amigo de la embajada de EEUU”. Fuimos claros, ¿no sabían todo esto los que ahora se sorprenden de “la moderación” o “la búsqueda de consensos”, que acaban de descubrir como rasgos de personalidad de Alberto Fernández? ¿Acaso su conducta, después de constituirse el Frente de Todos, no mejoró mucho  lo que habíamos visto, luego del conflicto con la Mesa de Enlace?

Es más, salvo los jóvenes, por razones de edad, ¿cuántos de los protagonistas de “la década ganada” resistirían el  examen de su conducta en los 90? ¿cuántos de los que luego aplaudían al kirchnerismo habían votado a Fernando de la Rúa, diciendo que era mejor que Duhalde? Por nuestra parte, tenemos el honor de no haber caído en esas inconductas y valoramos habernos enfrentado al riojano y haber votado en blanco (ni Duhalde, ni de la Rúa). Pero después de la crisis del 2001, era realista reconocer que había que “barajar y dar de nuevo”, para juzgar a los dirigentes en función de la conducta que cada cual asumía tras el viraje nacional que impuso el caos, fielmente interpretado por Néstor Kirchner.

Un baño de realidad

Hasta ahora, el balance del ciclo de Alberto Fernández, tal como señala Alfredo Zaiat[7], muestra su apuesta a crear consensos; huye de la subordinación o el enfrentamiento, en la relación con el stablishment. Al mismo tiempo, como dice también ese economista, el poder económico no está dispuesto a ceder nada; no negocia y, agregamos nosotros, pone en función la fuerza de que dispone para subordinar al gobierno o llevarlo al fracaso, a cualquier precio. Definir ese marco como “empate hegemónico” sirve para graficar un estado de cosas. Pero no define la evolución y los resultados que provisoriamente arroja el conflicto, ni señala los temas en torno a los cuales se desarrolla la pelea, para que podamos juzgar lo hasta aquí logrado. Procuremos hacer un resumen serio: 1) el gobierno ha triunfado en la negociación de la deuda externa con los acreedores privados, contra la presión y maniobras que los centros de poder extranjeros e internos llevaron a cabo para ponerlo contra la pared durante la operación y, concluida con éxito esa disputa, cabe prever un resultado similar –hasta hoy fracasan las maniobras enemigas en contra el país– respecto al forcejeo con el FMI; 2) el mismo balance cabe hacer con respecto a las presiones destinadas a provocar una devaluación, con una finalidad especulativa y política, ya que iba a hundirnos, económica y electoralmente. En esa lucha, no menor, también se advierte una defensa exitosa del interés nacional, imposible de subestimar si se considera la debilidad que le impuso “la herencia” y las dificultades adicionales que trajo la pandemia, en un cuadro complejo del comercio exterior, sin acompañamiento de los miembros del Mercosur; 3) paralelamente, no pueden registrarse como defección, hacia la base social o como signo de irresolución y/o impericia en la lucha por afianzar su poder, las decisiones tomadas para enfrentar la pandemia (incluyendo el conjunto de las acciones económicas, cuyo fin fue respaldar a los trabajadores, los excluidos y las empresas, para amortiguar los efectos del paro forzoso). No por azar los medios hegemónicos, junto a la oposición feroz de Juntos por el Cambio, buscan a cualquier precio desprestigiar al gobierno, “muera la gente que tenga que morir”; 4) pese a las fastidiosas idas y vueltas, igual conclusión cabe sacar sobre la creación del impuesto a las grandes fortunas; 5) de modo indudable, en un marco de recesión y vacas flacas, el gobierno defendió a los sectores vulnerables, afectando los intereses de las franjas pudientes: congeló los alquileres, suspendió los desalojos; congeló tarifas en los servicios públicos (las concesionarias hablan de atrasos del 35%), estableció el carácter de servicios públicos de las prestaciones de internet; ha devuelto la paritaria nacional de los docentes, dejó abiertas todas las demás; impuso la doble indemnización por despido, pese a las quejas de todas las patronales, contuvo la suba de la desocupación con las ATP y a los sectores más desprotegidos con el IFE, hizo que los jubilados con ingresos bajos obtuvieran aumentos superiores a la inflación y el resto perdiera un 4% y logró (en medio de la catástrofe económico-social que se heredó del ciclo macrista éste es un dato mayor, de gran importancia para la recuperación del consumo) que los salarios perdieran respecto de la inflación mucho menos que en el resto de América latina.

Al mismo tiempo, hay un dato clave, en el orden de lo político, imposible de soslayar a la hora de trazar nuestra posición ante el gobierno: el poder económico concentrado, sus medios de prensa, sus jueces cómplices y la derecha oligárquica, no descansan un minuto en la lucha por obstruir su gestión y afianzamiento. Pujan para impedir que las elecciones próximas fracturen o debiliten a la oposición y, ampliando el poder del Frente de todos, liberen al gobierno de la extorsión constante –imponiéndole  zigzagueos que hieren la confianza y afectan su prestigio ¿Cómo negar el significado de esas conductas? ¿no sabemos que si el actual gobierno hubiese traicionado el mandato popular y no defendiese el interés general y las potestades del Estado, los medios hegemónicos llenarían hoy de elogios al presidente, como hicieron con Menem? ¿no calibramos el odio y la agresividad que exhiben sus escribas, las centrales del stablishment y la oposición? Sólo un ultraizquierdista no ve esas cosas; si se trata de militantes del campo nacional, es de esperar que la ansiedad y el enojo ante las marchas y repliegues que impone la realidad al gobierno, que asume sus límites, deben canalizarse hacia una acción política que fortalezca al campo nacional-popular, sin hacer como el perro que se muerde la cola.

Algunas variantes de “fuego amigo”

Sin embargo, en cierta militancia, en lugar de ganar terreno el deseo de alterar las relaciones de fuerza, generando acciones aptas para ganar a los sectores indecisos y aislar al núcleo duro que sigue a Macri, crece el malhumor contra nuestro gobierno, al  que se juzga indeciso frente al poder económico, llegando a plantear su supuesta capitulación. Como a nuestro entender se trata sólo de ciertas franjas, no del grueso de aquéllos que votaron por el Frente de Todos, es importante identificar a ese universo de “enojados” y analizar sus argumentos.

El primer grupo que vamos a mencionar está representado por ex funcionarios; aspiraban a un cargo en esta gestión y no los llamaron. No tienen empacho, ahora, en prestarse a los medios del poder hegemónico, cuestionar aspectos de la actual gestión, descalificando a sus ministros y a determinadas medidas. Por obvias razones, no son ellos el sector que nos interesa invitar a una reflexión. La lógica del arribista no es parte del debate.

Nos interesan, sí, muchos compatriotas honestamente afligidos por la suerte del país, que sin duda desean ver triunfar al gobierno que han votado. Quieren que se revierta el daño causado por el ciclo de Macri y se siga un camino nacional y popular, apto para conquistar soberanía nacional y justicia social. En esa franja, creemos identificar tres variantes fundamentales, cuya actitud crítica no obedece a las mismas razones, por las diferencias ideológicas que los separan y por el grado de compromiso previamente adquirido con tendencias políticas cristalizadas por su filiación, sus referencias conceptuales y su perspectiva actual. Aunque como es de esperar, existan entrecruzamientos y casos “híbridos”, nuestra esquematización es imprescindible para hacer de nuestro examen un aporte al debate sobre las preocupaciones que compartimos, que giran alrededor del destino nacional, en este momento de la vida histórica.

La primera tendencia que vamos a mencionar –dentro del campo de aquéllos con los cuales es de nuestro interés desarrollar un debate– la conforman compañeros que proponen “retornar a las fuentes del primer peronismo”, recrear el IAPI o alguna institución que permita a la Nación una injerencia directa en el comercio exterior, reconstituir la flota mercante estatal, y apostar, en general, el Estado empresario. En el plano ideológico, una vertiente interna al sector invoca a Perón y acompaña el planteo con denuncias que aluden a la “desviación socialdemócrata”, que explicaría el eco que encuentra hoy, en el seno del gobierno, la pequeño-burguesía que, identificada con el “progresismo”, se hizo kirchnerista, sin digerir al peronismo de viejo cuño y sin dejar de aborrecer al General Perón[8]. El problema de los “ultraperonistas” (llamémoslos así, ya que se trata de doctrinarios abstractos que nada dicen del peronismo real) es que omiten decir qué medios usarán para ganar hegemonía e imponer su programa; en suma, cómo evitarán que lo suyo sea algo más que pura nostalgia. Esa carencia de proyecto, que los condena a la impotencia, tiene a su vez dos manifestaciones: 1) el impulso a expulsar a los sectores “progresistas”, sin reparar que se puede debatir con ellos pero apreciar su viraje al campo nacional, que fortalece nuestro bloque. No es aceptable pensar que es mejor arrojarlos al bloque oligárquico, para preservar una “pureza” que huele a secta; 2) Este peligro se acentúa cuando el desdén a la lucha por construir sólidas mayorías se suma una falsa asociación entre el nacionalismo en lo económico y “la fe católica”: Esa asociación, caprichosa y falsa, de la ligadura indisociable entre una política patriótica y el catolicismo tradicionalista se usa para rechazar las demandas del “progresismo” y las feministas (se aborrece el IVE, las píldoras anticonceptivas, la igualdad de género y el matrimonio igualitario), que serían opuestos a los cánones de “la nación católica”. En este punto, podría decirse, sin exageración alguna, que antes que en el peronismo abrevan en las fuentes del “nacionalismo” sin pueblo de 1943, que ya era senil en aquel año y es hoy una pieza de museo[9]. Adoptarlo como ideología nos transformaría en secta.

En otro momento, hemos dejado en claro que defender el derecho al divorcio, al aborto legal y las demás reivindicaciones del feminismo, en nuestro caso, no modifica la defensa de la unidad nacional para liberar a la Argentina, con todos los patriotas, sean o no creyentes. No quebrar el campo nacional es prioritario: la contradicción mayor es patria o colonia, sin atender credos y respetándolos a todos. Con esa conducta, como patrón, es lícito exigir a los fieles religiosos la misma actitud: bloquear toda maniobra que busque enfrentarnos, usando para ese fin algunas contradicciones secundarias de carácter ideológico y religioso. No pueden ser “más papistas que Francisco”.

No es posible estimar el peso de la corriente señalada, pero creemos que –entre las minorías críticas[10]a la actual gestión– el sector más ruidoso y más tenaz, ya que “los ansiosos” son multitud (debo ese término a un amigo), está formado por compañeros y compañeras que aún son fieles a Cristina Fernández, a quién le atribuyen una “voluntad  transformadora” que no resiste el menor análisis. Tal vez psicológicamente están “contenidos” por esa figura maternal-fuerte. Añoran su estilo; las exposiciones “magistrales”, que provocaban su admiración, por las mismas razones que no conmovían a las gentes del pueblo llano, como pasaba con las arengas vívidas pero sencillas de Perón y Evita, que sus abuelos universitarios rechazaban por “su demagogia”. No atienden razones, cuando se les sugiere analizar las consecuencias ruinosas del liderazgo verticalista; lo suyo es hablar de “profundizar”, a la ligera y sin precisión, la gestión de gobierno. En resumidas cuentas, aplaudían todo en el gobierno de “la Jefa”; pasar por alto, incluso aplaudir, hasta los peores errores, como la ruptura con la CGT de Hugo Moyano y la obcecación de mantener el Impuesto a “las Ganancias” de la clase obrera, o el rechazo al proyecto de modificar la Ley de Entidades Financieras[11]. Los más cultivados, lectores de Forster y de Laclau, atribuían la postergación de medidas de fondo a “las relaciones de fuerzas”, que según sus observaciones “gramscianas” desaconsejaban dar un paso en falso.

Esta cuestión, esgrimida en momentos de éxito electoral y mayorías parlamentarias, es hoy curiosamente ignorada, precisamente en momentos de suma debilidad. El único problema que impide avanzar, coinciden en declamar, imperiosos, tanto Navarro como Hebe de Bonafini (que se hacen eco de una impaciencia muy extendida, en las tribus k), es el carácter de Alberto Fernández, que “a todo el mundo quiere decir que sí”. En ese clima impaciente e irreflexivo, es natural que apareciera un provocador ansioso de hacerse fama, denigrando al presidente, del que ha compuesto una imagen vestida con las líneas cruzadas de la bandera inglesa[12].

Ahora bien, dejando al costado tonterías y excentricidades, nada tenemos contra el ejercicio de la crítica, aun en el caso de aquéllos que fueron aplaudidores acríticos de Cristina Kirchner.  Menos aun contra planteos dirigidos a recuperar soberanía nacional, imponer sanciones al poder económico concentrado, defender con firmeza el interés general de los argentinos, su alimentación, su salud y sus reivindicaciones, la vigencia de la justicia y, particularmente, todo lo relacionado con reparar los daños del ciclo anterior, sin olvidar la necesidad de transformar al país hasta el punto necesario para garantizar que el macrismo no vuelva nunca más. No está demás que recordemos nuestra pertenencia a la Izquierda Nacional, que se ha caracterizado por señalar que la caída del General Perón en 1955 se debió, en última instancia, a que no se expropiaron las grandes estancias de la pampa húmeda y el poder oligárquico estaba intacto, aunque se los hubiera privado, durante un periodo, del poder estatal. En el caso del kirchnerismo, señalamos los límites fundamentales de su planteo, reñido con la necesidad del Estado empresario, y en ese sentido lamentamos su adscripción a las fórmulas desarrollistas, la razón por la cual, en la larga década que pudo gobernar demoró siete años en estatizar YPF y necesitó comprobar que los delincuentes españoles estaban vaciándola para recuperar Aerolíneas, mientras otras empresas privatizadas por Menem seguían en manos de los bandidos del capital privado. Como el lector advierte, no podríamos objetar a la tentativa de impulsar una política de recuperación que, por el contrario, siempre hemos postulado, como camino necesario para liberar a la patria.

¿Qué cuestionamos a los críticos de Alberto Fernández y, particularmente, al enfoque que plantea el progresismo de “izquierda”?

En primer lugar, el desconocimiento de que lo fundamental es fortalecer el campo nacional, lo que implica advertir que el gobierno actual fue y sigue siendo lo que hemos construido, frente a la tentativa del stablishment de imponer un segundo gobierno de Macri u otro personero del bloque oligárquico. En consecuencia, toda nuestra acción –el pronombre “nuestra” designa aquí a lo que cabe llamar la izquierda del Frente de Todos, en sentido amplio– debe orientarse en función de ampliar las bases de sustentación del campo nacional y la unidad del bloque, sin pretender quebrarlo o desalentar el respaldo a la actual gestión, desacreditándola mientras la necesitamos, como debiera ser claro si se advierte que su relevo, en el momento actual, daría el poder al bloque oligárquico. Eso no excluye una posición crítica, que es necesaria para dejar en claro que nuestro programa responde mejor a las exigencias de la realidad, si estamos en lucha por liberar a la patria. Pero esta tarea requiere de nuestra parte, si queremos conquistar al pueblo argentino, demostrar que sabemos defender cada palmo de terreno ganado, ampliar el apoyo al bloque nacional, para aislar al enemigo, despojarlo de un respaldo que en las elecciones presidenciales fue muy considerable, evidenciando lamentablemente el éxito logrado en la  batalla cultural por el bloque oligárquico, lo que constituye una prueba de las limitaciones y las incoherencias que nuestro liderazgo ha tenido, sin las cuáles –cuesta asumirlo, pero deben hacerlo todos los patriotas– Macri no habría triunfado y no conservaría su base actual.

En segundo lugar, cuestionamos la frivolidad de una buena parte de la campaña que pretende desacreditar al presidente, cotejando su “moderación” con la supuesta “combatividad” del ciclo kirchnerista. Esta presunción no resiste el menor análisis, si se recuerda que se demoró cinco años antes de estatizar los fondos jubilatorios y nueve para expropiar el 51% de las acciones de YPF, las mayores medidas de ese periodo. Hemos sostenido siempre que “la década ganada” fue lo mejor que tuvo el país, después de la muerte del General Perón. Pero no es menos cierto que el actual gobierno está frente a una situación más difícil que aquélla, después del daño causado por Macri, la emergencia de la pandemia y la hostilidad de la oposición, mucho más feroz que la que tuvo Néstor; que a eso se añade un poder parlamentario débil, lo  que requiere, para superarse, un contundente triunfo en las próximas elecciones.

En una palabra: no debe sustituirse la reflexión y el cálculo político en un momento tan difícil por la impulsividad y los arranques típicos del “progresismo”, que es incapaz de mirarse en el espejo y recorrer autocríticamente su propia historia, siempre guiado por las impresiones y el deseo, reiterando un infantilismo ya senil. Hebe de Bonafini no trepida en hablar del “presidente del sí”, con la misma liviandad con que festejó públicamente el acto terrorista contra las Torres Gemelas. Guillermo Moreno habla en TN de la “desviación socialdemócrata”, pocos días antes de tratar a Menem de “gran compañero”. La inimputable Sandra Russo también tira al blanco contra Alberto Fernández, sin dejar de enorgullecerse de su alfonsinismo juvenil y sin haber revisado su estúpida teoría de que el kirchnerismo era “la superación del peronismo”[13]. Y así, cunden los dispuestos a desacreditar al presidente, sin que se les ocurra pensar quién será el beneficiario de sus “pasajes al acto”. Todos ofician “la interpretación de Cristina”, como si la actual presidente, cuando habla o calla, pudiera ser una mala interprete de su propia voluntad y posición táctica.

 Ahora bien, si ignoramos los datos de la actual la coyuntura, destacando entre ellos el nivel de conciencia y el estado de ánimo de las grandes mayorías (que sólo nos dieron en las últimas elecciones una  exigua mayoría); si hacemos caso omiso de cuáles son sus preocupaciones del momento; si nos parece inútil sopesar la fuerza y cohesión del campo propio, por un lado, y el  bloque oligárquico, por otro; si nos desentendemos del tema de si  existe o no una jefatura y un movimiento capaz de brindar al país (seriamente, es obvio) una alternativa superadora a la que ofrece, hoy, el Frente de Todos; si para librar una lucha por la emancipación nacional no  es necesario, previamente, haber ganado a la mayoría del país; en una palabra, si ignoramos el estado en que está hoy el movimiento nacional y sólo miramos nuestros deseos y nuestra ansiedad –su sagrada persona, alfa y omega de la (in) conducta típica del pequeño burgués provisto de “cultura política”– sigamos practicando “el tiro al pichón”, pase lo que pase. Dicho de un modo más amable, si el único elemento que tomamos en cuenta es si un reclamo “es justo”, dado que “la razón” sería nuestra hay que sostenerlo, sin más. Para un apóstol, siempre el dilema se plantea así, aunque lleve al martirio. Pero ésas no son las reglas de la política, en general; no lo son, menos aún, para una política revolucionaria. Para esta última, el mismo problema ha de tener una respuesta si se plantea en el curso de un alza de masas y otra distinta cuando el contexto en que aparece es “normal” o predomina la parálisis en el campo popular[14]. Si los trabajadores y el pueblo estuviesen en la calle buscando ahondar en un sentido antioligárquico y antiimperialista la gestión que preside Alberto Fernández, no daríamos la misma respuesta que en el momento actual, signado por la débil identidad política de las mayorías populares, la confusión y las conductas hasta cierto punto suicidas que hemos visto en estos años en ciertas franjas no privilegiadas del pueblo argentino. Todo lo cual, lejos de ser un fenómeno del momento, lleva más de dos décadas[15] y conforma un cuadro sin el cual la derrota del  2015 no podría haberse consumado.

El problema de la Hidrovía   

Uno de los temas que más se ha usado para cuestionar al gobierno es su presunta resistencia a recuperar el manejo estatal de la hidrovía. No subestimamos la importancia de la cuestión. Sin embargo, creemos que presentar la nacionalización de las tareas de dragado y los peajes como un cambio clave en el comercio exterior y la restauración de la soberanía, sería plantear con imprecisión el asunto, como ha señalado Juan Carlos Smith, titular del sindicato de dragado y balizamiento. En primer lugar, la ausencia estatal no se limita a este aspecto, subordinado, de un problema mayor, que incluye la privatización del sistema de puertos y la falta de pesajes de la carga naviera, que no se hace. Por otra parte, el río es el medio por el cual sangra la riqueza nacional, pero ¿quiénes son los autores del delito? Las cerealeras, pulpos que monopolizan el comercio de granos, tras la desaparición del IAPI. Alguien podría decir “por algo se empieza”, pero no vemos un planteo claro, sino un reclamo fundamentalista confuso, con mezquindades de “patrioterismo” hacia países hermanos –Uruguay y Paraguay. Al mismo tiempo, se oculta o  ignora que la pérdida de soberanía y el saqueo del país tiene otros capítulos más importantes, a saber: rigen aún dos leyes impuestas por Martínez de Hoz, con el Proceso, nunca modificadas en el ciclo democrático posterior al 83: de Inversiones Extranjeras y de Entidades Financieras. En ese marco, agravado en los 90, el comercio minorista pasó a manos del capital extranjero (Carrefour, Disco, Walmart, Easy, etc.) y fueron transferidas grandes empresas originalmente argentinas. Los ferrocarriles, la Flota Mercante del Estado, los Astilleros, el complejo industrial que conformó el IAME y en 1954 tenía un plantel de diez mil empleados, fabricando aviones, tractores, automóviles y motocicletas diseñados aquí; ENTEL, la producción y distribución de energía eléctrica, Agua y Energía, entre otros bienes, fueron destruidos, o privatizados, en la larga noche que comenzó en setiembre de 1955. En el curso de la decadencia se verifica una sucesión de dolorosos cambios del universo económico-social argentino. Entre otras cosas, fue diezmada la industria y la clase trabajadora; se redujo la influencia del movimiento obrero en nuestra política; creció, de un modo jamás visto, la marginalidad social; se empobrecieron las clases medias; los comerciantes del país fueron arrinconados en las orillas del sistema; se hizo crónica la pobreza y apareció la indigencia en crecientes franjas de población y, demostrando que los “de adentro” no siempre perdían, un núcleo minoritario acaparó la riqueza; la fuga de capitales se tornó crónica, mientras los economistas del poder se esforzaban en convencernos que falta un clima que favorezca su arraigo y debemos reducir nuestra apetencia desmedida, para crear un ambiente  “que impulse la inversión”.

Por tanto, la ausencia estatal en el manejo de la Hidrovía –debemos recuperarla, sin alimentar mitos– es “sólo” un capítulo del drama mayor, la desaparición del Estado como actor de peso en el comercio exterior; tal como pasa en la megaminería, con normas que permiten que los pulpos internacionales se limiten a declarar qué exportan. No negamos, desde luego, el avance que representaría controlar lo que envían fuera del país, pero el problema de fondo es el sistema. Algo similar cabe decir del mecanismo usado por las automotrices, que fugan divisas en el intercambio intrafirma, usando el recurso de subfacturar lo que exportan a sus centrales y sobrefacturar lo que reciben de ellas, mientras el Estado mira para otro lado.

Nuestra perspectiva

Es inconcebible, lo entiendan o no las elites “de izquierda” (un “ultra” k, lo asuma o no, razona igual que Nicolás del Caño), llevar una lucha por la liberación nacional sin ganar antes al pueblo argentino, que votó mayoritariamente por Cambiemos, en el 2017, y rectificó ese voto, de un modo parcial, en el 2019. Es nuestra presunción, basada en la experiencia de los últimos años, que el peronismo actual puede llevar a cabo una política nacional, pero es poco probable que se proponga hacer una política de liberación nacional. Esa perspectiva lo supera claramente: no está en el horizonte de su aparato político y sus cuadros de conducción; tampoco la espera hoy nuestro pueblo, que está sumido en la pérdida de identidad política y una amarga desesperanza, que apenas cede cuando se trata de sostener el poder adquisitivo del salario y proteger conquistas de vieja data. Para salir del marasmo es necesario reconstruir el movimiento nacional, algo que  implica actualizarlo doctrinariamente y democratizar su vida, para dar cauce al protagonismo popular y enviar al museo los modos verticalistas de conducción política. Es inconcebible, sin un avance en tal sentido, crear las condiciones necesarias para superar los límites y derrotas que ha sufrido el frente nacional y el pueblo argentino en las últimas décadas.

Ese horizonte, claro está, no puede alcanzarse sin una transición, cuyo punto de partida, como es de suponer, pasa por la defensa del nivel alcanzado, por endeble que sea. Retroceder, en este momento –si en las próximas elecciones no se modifica la relación de fuerzas establecida en los comicios del 2019, ese mantenimiento del statu quo será paralizante; será el prólogo de un paso atrás y la derrota del gobierno– no sólo afectará el futuro político de Alberto Fernández, sino la suerte del movimiento popular. Al contrario, la consolidación del triunfo electoral, obtener un firme respaldo político y una clara  mayoría parlamentaria, impulsará la orientación nacional-popular del gobierno, fortaleciendo también su ala izquierda, mal que le pese al ultraizquierdismo. Y, lo que obviamente es más importante, creará expectativas en el pueblo argentino y la clase trabajadora. Si, como es posible, el triunfo electoral está acompañado de una recuperación de la actividad económica, la ocupación, y los salarios, las grandes mayorías podrán plantearse objetivos más ambiciosos que la conservación del empleo y la subsistencia diaria.

Alguien podría objetar este planteo, diciendo que una estabilización semejante no impulsará la radicalización de las masas, sino su conformismo. Se trata, como la experiencia prueba –vimos a un ministro del General Onganía sorprenderse de que el Cordobazo tuviese como impulsores a “los obreros mejor pagados del país”– de un argumento falaz. Pero cabe aclarar que, aunque fuese correcto, ningún patriota puede desear que su pueblo sufra, para que “la letra con sangre entre”. Por otra parte, es nuestra la convicción de que el mayor déficit, en claridad política, no está abajo, sino arriba; antes que en el pueblo, en la militancia y sus conductores. Es preciso admitir nuestro retraso y luchar desde ya para construir una fuerza esclarecida y disciplinada, con cuadros capaces de facilitar canales de expresión a las mayorías, fragmentadas hoy, en el yunque de “la grieta”, que favorece únicamente a las minorías antinacionales. La tarea es unir al pueblo argentino, expresar a todo sector oprimido, a los trabajadores y excluidos, las clases medias pobres, los pequeños productores y comerciantes arrinconados por el capital extranjero, que los usa como peones y les arrebata el mercado, los técnicos y científicos, todos los que padecen la opresión imperialista que coloniza al país– disolver las contradicciones en el seno del pueblo, que son secundarias y usadas para dividirnos, fortalecer la unidad, aislar al enemigo y disputar la hegemonía al poder oligárquico. Estas consideraciones, por alejadas que parezcan en vista de la actual coyuntura argentina, nos brindan las claves para establecer la conducta que debemos seguir en este momento, si queremos fortalecer al campo nacional, y,  dentro del mismo, a las tendencias interesadas en profundizar el cauce abierto en octubre del 2019, con la derrota de Macri. En esa batalla se forjarán las condiciones y se fogueará una militancia que,  ideológica y políticamente formada, será capaz de combinar la audacia con el realismo crudo, revertir el retroceso que sufre el país desde la caída de Perón en 1955 y tomar en sus manos la lucha por liberar a la patria definitivamente. No es posible saber de antemano cómo llevaremos a la sala de cirugía a la Argentina oligárquica, pero sí afirmar que los impulsivos y ansiosos nunca serán el personal apto para dirigir una operación tan delicada y riesgosa para el destino colectivo.

Córdoba, 18 de febrero de 2021

[1] No podemos analizar aquí cada uno de los errores y dislates suicidas que se fueron acumulando desde el conflicto con la Mesa de Enlace, caso en el cual no se advirtió la necesidad de tratar de distinto modo  al pequeño y mediano productor, respecto a las retenciones, para aislar al núcleo oligárquico y privarlo de una base de masas, hasta el fatal paso que significó romper con la CGT de Hugo Moyano y (quizá para castigar a la clase obrera), sostener con obcecación el Impuesto a las Ganancias al salario, que terminó dando a Macri votos obreros en el 2015. El juicio y las advertencias sobre las consecuencias que podrían tener esas decisiones, que hicimos oportunamente, puede consultarse en el sitio aurelioarganaraz.com: “El conflicto gobierno-CGT y el rol político de la clase obrera” (2012), “El Impuesto a las Ganancias y las desventuras del aplaudidor” (2013)  y “Los orígenes de la grieta” (2019).

[2]Nuestra visión del asunto puede verse en “Los orígenes de la grieta” (2019) y “Los gurúes, los medios, las identidades políticas y la autocrítica del movimiento popular” (2017).

[3] Cierta militancia prefiere adjudicarla al rechazo hacia “la política” fomentada por la prensa oligárquica y la derecha. Es cómodo olvidar que desde 1983 hasta las crisis del 2001, los antiguos partidos populares traicionaban el mandato popular para obedecer las órdenes del FMI y el poder imperialista.

[4] Podría decirse que sobrevivió a las derrotas del 2009 y el 2013, desoyendo esos mensajes.

[5]Luego de la muerte del General Parón, al hacer del gobierno de Isabel Martínez “el enemigo principal”, las organizaciones armadas de la izquierda peronista y la ultraizquierda cipaya, que no podían derribarla y  tomar el poder, facilitaron la tarea del gorilismo entreguista y terrorista de las FFAA, unificándolas “en la lucha antisubversiva”, con lo cual actuaron como parteras de Videla.

[6] A nuestro modo de ver, si hemos visto algo distinto a lo que era de esperar, vistos sus antecedentes, es que “la mano de seda” a que suelen referirse algunos observadores no está reñida con cierta firmeza, en la defensa de sus ideas, tan moderadas como afines a lo que ya hemos visto en la “década ganada”.

[7] En Página 12 Alfredo Zaiat cita la declaración de CFK al anunciar la fórmula presidencial elegida por ella misma, donde explica sus razones. Dada la relación con el debate, la transcribimos con un subrayado de lo que viene a cuento: “Esta fórmula que proponemos estoy convencida que es la que mejor expresa lo que en este momento en la Argentina se necesita para convocar a los más amplios sectores sociales y políticos y económicos también, no solo para ganar una elección, sino para gobernar“. En una palabra, la vicepresidente también quería buscar “consensos”, eludir “la grieta”.

[8] El peronismo se caracteriza por no zanjar jamás sus conflictos internos, que se prolongan en el tiempo y acumulan sin resolverse. Un caso muy notorio y grave, en ese sentido, se refiere a los enfrentamientos entre “ortodoxos” y Montoneros de la década del 70, que prologaron la caída de Isabel Perón y el arribo del Proceso. Recientemente, para objetar la presencia de un hombre de Massa, Meoni, en la secretaría de Transporte, un usuario de facebook reiteró la denuncia montonera a Perón, “qué pasa, General, que está lleno de gorilas el gobierno popular”. Este ex (¿?) montonero k no aprendió nada en medio siglo.

[9] El nacionalismo oligárquico no superó la prueba de 1955, cuando el conflicto entre Perón y la Iglesia los llevó a militar en la “revolución libertadora”. Ese “nacionalismo”, católico preconciliar, tras reconciliarse y retomar su función ideológica retardataria dentro del peronismo, ha eludido siempre el análisis de las raíces histórico-sociales del conflicto con la Iglesia de 1955, como la suerte del clericalismo sin pueblo de 1943. En realidad, lo nacional tiene en ellos un lugar adjetivo, subordinado al clericalismo. No advierten, o se desinteresan, por esa razón, de las consecuencias políticas y electorales que su obcecación sectaria ocasionaría de imponerse a las fuerzas nacionales, favoreciendo a la oligarquía.

[10] No usamos el término “minorías” para descalificar a nadie: tenemos la impresión de que las grandes masas, por un lado, y el aparato político del peronismo, por el otro, no comparte esas preocupaciones.

[11]Ninguno de los que atacan por “tibio y conciliador” al actual presidente levantó la voz por la falta de voluntad de los gobiernos kirchneristas para modificar la Ley de Inversiones Extranjeras, clave de bóveda del régimen establecido por Martínez de Hoz, durante el Proceso.

[12] En la década del 60, Milciades Peña llegó a la conclusión de que Perón había sido “un agente inglés”. Su imitador actual es más vulgar y menos imaginativo que aquel precursor.

[13] Evidentemente, para Sandra Russo el estilo enérgico de CFK vale más que el IAPI, la nacionalización de los ferrocarriles, la elevación social de la clase obrera y los derechos políticos y laborales de la mujer.

[14] En mi experiencia personal puedo registrar un caso en el movimiento estudiantil cordobés. En las vísperas del Cordobazo, la movilización universitaria transformó en inservibles (y en una rémora) los centros de estudiantes e impuso formas de democracia directa, con Cuerpos de Delegados (modo de los Soviet de la Revolución Rusa)  que recibían mandato de las asambleas de curso. Pasada la euforia, los ultraizquierdistas transformaron estas organizaciones en una farsa, al instrumentar formalmente cuerpos ya vaciados: los estudiantes habían vuelto “a la normalidad”, al interiorizar los límites que tenía el movimiento y los ultras “dirigían” un tren fantasmal, al que le imponían las consignas más disparatadas. Había, pues, que reconstruir lo Centros, con sus direcciones elegidas para periodos de un año, las representaciones indirectas de la democracia burguesa.

[15] Prevalece entre la militancia y mucho más en los aparatos de los partidos, un rechazo a reconocer que la crisis de la representatividad (“que se vayan todos”) no fue superada, hasta hoy.

LA IZQUIERDA NACIONAL, EL PARTIDO SANMAURENTIANO Y LA BATALLA DE AYACUCHO

San Martín para niñosDe tanto en tanto, en los últimos años, alguien me preguntaba quién es Fernando Maurente. Yo me limitaba a decir: un día se fue de Patria y Pueblo –Socialistas de la Izquierda Nacional– sin objetar la línea política y/o la acción práctica, ni decir ni mu, para fundar lo que él llama Socialismo Sanmartiniano de la Izquierda Nacional. Antes de lanzarse, estuvo en Córdoba. Se limitó a plantear que la invocación a San Martín –prenda de unidad para los latinoamericanos,  símbolo de patriotismo– resolvía el problema de “llegar al pueblo y liderar la lucha por liberar al país”, ante quienes, por ignorar sus propósitos, le aceptaron un café en el Hotel Argentino. Se fue a Buenos Aires, sin reclutar ni un soldado, pero sin la menor duda sobre la potencia de su idea, planeando otro viaje que lo llevara a Mendoza y al cruce de los Andes, para llevarlo a las cimas de la batalla de Ayacucho.

Contra mi voluntad, me veo obligado a ocuparme del maurentismo. Maurente, sin duda, tiene  el derecho a pregonar lo suyo, aunque a quiénes militamos en la Izquierda Nacional nos aflige el uso de nuestra identidad y vivamos sus actos añorando prácticas de las viejas familias, que solían ocultar en el cuarto patio a un familiar nacido “con cola de cerdo”, para usar el símbolo de García Márquez, que puede avergonzarnos delante de las visitas. Adoptábamos, pese a todo, un silencio resignado. Pero Fernandito, como solía decirle el compañero Spilimbergo, últimamente ha dejado de atender su empresita con el propio esfuerzo, para parasitar a otros, entre los cuales me cuento. Sí. Sin pedirme permiso, y sin nombrar al autor, el 17 de marzo sube mi ensayo “El General Roca. Historia y prejuicio”, sin ponerle título, ni como digo autor (¡sí mi dedicatoria a Alfredo Terzaga, que mis amigos íntimos han comentado!, absolutamente personal) en su portal “Fernando Maurente Producciones”. Pero esta picardía no es la primera, aunque la vez anterior no fui la víctima: unos días antes publicó una nota de Gustavo Batistoni, también integrante de Patria y Pueblo –en ese caso pidiendo autorización al autor, pero no al periódico que la había editado. Y sin mencionar la filiación de Gustavo, aparentemente con la intención de que el lector creyese que era  un soldado del batallón maurentiano  y dando a entender que había sido escrito “para” el portal de Fernandito, siendo que  lo tomaba de otro medio, Redacción Rosario.

Los partidos revolucionarios, al proponer fines tan ambiciosos ¡transformar el mundo! suelen convocar, entre quienes se suman convocados precisamente por su estrategia revolucionaria –que si son gente seria analizan minuciosamente para no dar un paso en falso– a personajes proclives a la ensoñación y el delirio; para un megalómano, la visión de asaltar el Palacio de Invierno, mientras las masas cantan La Marsellesa de los Obreros, es una imagen irresistible…  al alcance de la mano. Si además la hazaña puede ser pensada como algo que depende de encontrar “una fórmula” que resuelve todo –en este caso, la invocación a San Martín, en otros el ejemplo del Che Guevara– el sueño puede adquirir una potencia orgásmica, que el aprendiz de profeta vivencia con fiebre. Es una situación difícil de resolver, sobre todo en fuerzas que luchan por crecer en la sociedad hostil, incrédula, desorientada y desmoralizada de nuestro tiempo, aunque la experiencia nos enseña a eludir el “apoyo” de este género de personajes, que suelen desnudar la nula consistencia de su estructura psíquica con la insalvable dificultad para el trabajo colectivo, la disciplina que exige toda labor seria y la subordinación del impulso y el lucimiento personal al objetivo común, un esfuerzo que los supera. Nuestra tarea, por otra parte, se caracteriza –como suele decir un buen artista, si se trata de hacer algo significativo– porque la cuota de sudor supera con creces “el momento de la inspiración”.

¿Una confluencia de Izquierda Nacional?

¿Es posible ver desde otro ángulo esto que hasta aquí parece una gresca entre personas que invocan a la Izquierda Nacional? ¿Algo que interese a todos los que adhieren o simpatizan con  nuestra corriente? Lo anecdótico del asunto seguramente no. Y la (des) honestidad intelectual es un (dis) valor, sin duda, pero no establece diferencias políticas y “pelear” sobre un tema de orden moral –de algún modo hay que caracterizarlo– puede ser fastidioso al entorno que nos rodea, si se trata de eso y nada más. Conscientes del caso, lanzamos una pregunta: ¿Es posible  extraer de todo este asunto algo que importe auténticamente a los militantes y simpatizantes de la Izquierda Nacional?

Creo que sí. El motivo principal por la cual me preguntaban en estos años quién es Maurente,  es su filiación de Izquierda Nacional. Sabiendo que milito en Patria y Pueblo – Socialistas de la Izquierda Nacional, y enterados de que postulamos una confluencia de Izquierda Nacional, era natural pedir explicaciones sobre qué nos separa. Si no queremos construir una secta, si buscamos fortalecer un ala izquierda del movimiento nacional (rechazando la posibilidad de diluir nuestro programa para “amontonarnos” sin principios, cabe añadir) ¿cuál sería la razón para estar separados?

Ahora bien: ¿me permiten decir que nunca supimos qué motivos tuvo Maurente para romper y fundar su “socialismo sanmartiniano”? Nadie lo echó de Patria y Pueblo. Ignoramos si saben por qué se fue sus nuevos interlocutores. Nunca dijo frente a nosotros una palabra al respecto (¿ignora que el silencio es también “un programa”?) ¿o se trataba solamente de armar un grupo de “seguidores de Maurente”? Si las bases de su disidencia no se formulan, y no está claro qué lo separa de nuestra línea  ¿soy un “malpensado” al afirmar que inventó el “Partido Sanmaurentiano… de la Izquierda Nacional”?

Un revolucionario no rompe con el partido en el cual milita sin librar una lucha para denunciar su posible desviación ideológica, pugnar por que modifique su orientación táctica, señalar los  errores que atentan contra los fines estratégicos de la organización y, si fracasa en su empeño, y debe construir una nueva organización, ganar para lo suyo a los mejores militantes. Sólo si está muy desmoralizado, puede irse en silencio a su casa. Pero, ¿marcharse así, como fue en este caso, sin decir ni mu, para formar algo más adecuado a una “expectativa individual”?

Es “un programa”, sin duda. Pero ajeno por completo a la política revolucionaria.

Por otra parte, nunca le objetamos que creara cursos de historia nacional y teoría política, no gratuitos, para ganarse la vida. Nuestra simple opinión es que una actividad de esa naturaleza no hacía daño y podía complementar nuestra labor propagandística. Pero, difundir la fantasía de que invocar a San Martín y postular un Profeta puede eludir la lucha por construir un partido, es muy distinto. Aunque no sea explícita, esa es una diferencia insalvable. Ante todo, no es lo nuestro vender abalorios. La Izquierda Nacional ha tenido avances y retrocesos en su prolongada historia y ha padecido diversas defecciones. Pero quienes permanecemos fieles a su estrategia nunca hemos apostado a una figura providencial, llámese como se llame, sino a crear un sistema de cuadros, sostener lo nacional desde el socialismo revolucionario y luchar por representar a la clase obrera, impulsando su liderazgo en el movimiento nacional.

Córdoba, 06 de mayo de 2020

EL GENERAL ROCA: HISTORIA Y PREJUICIO

Terzaga

Nota publicada en la revista POLÍTICA, n° 17, marzo 2020

             A la memoria de Alfredo Terzaga, que me asombraba en la juventud por su prodigiosa familiaridad con nuestro siglo XIX, del que hablaba como si fuese un testigo ocular.

 

Hasta las ciencias duras sufren el impacto de la visión del mundo del investigador y de su época. Siendo así, linda con la deshonestidad decirse neutral en las ciencias sociales. Un autor serio explicita cuál es su posición ideológica, además de acudir a todas las fuentes que estén a su alcance, sin omitir aquellas que le son adversas; busca la objetividad, aun a costa de contradecir las hipótesis que fueron para él un punto de partida. En el terreno histórico, la tiranía del presente –los intereses y las ideas a las que tributa un autor, le pese o no– es impiadosa, sobre todo en países como la Argentina, donde el pasado y el presente se entrelazan inextricablemente, en tanto el ayer permanece vivo, por encarnar problemas aún irresueltos.

Osvaldo Bayer, pionero en tachar a Roca por genocida, industrializa La Ética, pero usa ¡a Sarmiento!, cuyo odio a los gauchos, los indios y los semitas es célebre, para condenar como racista al general tucumano. El Estado, los curas y los militares son los rostros del Mal para todo anarquista. Bayer, que lo es, prefiere vestirse con el traje de La Moral, para que el lector ignore desde dónde opina, sin advertir sus prejuicios y la desvergüenza con que ignora cualquier dato que pueda afectarlos. Pero allí terminan “las culpas” del apologista de Severino Di Giovanni. La mayoría de los indigenistas que demonizan a Roca no son anarquistas y hasta los hay “marxistas”, en la versión seudo trotskista. A estos últimos, quizás convenga, parafraseando a Lenin, para quien Rusia “más que del capitalismo sufría del atraso”, señalarles que la Argentina del siglo XIX padecía más de la ausencia o debilidad del Estado que de su capacidad para ejercer el monopolio de la fuerza. Desde la Revolución de Mayo  hasta la construcción de su Estado moderno, con Roca, la anarquía fue la constante del país, con la ruptura de las Provincias Unidas del Sur, la pérdida de la salida al Pacífico y la amenaza de soportar la secesión definitiva de la provincia de Buenos Aires, conjurada por la desdicha ¡oh, paradojas! de la derrota nacional que representó Pavón. El mitrismo nos dio la unidad “a palos”, después consolidada por el triunfo roquista y la federalización de la Ciudad, el Puerto y la Aduana, usurpados hasta 1880 por la Provincia-Metrópolis.

Roca exige un examen histórico riguroso, por la enorme gravitación del ciclo que lideró durante un cuarto de siglo en la construcción de la Argentina. Ese análisis no puede ceder a un dictamen “ético” que opera en el vacío, sin atender las circunstancias y las creencias de la época que pretende juzgar y, peor aún, sin ocuparse de las soluciones alternativas supuestamente viables en ese marco. ¿O se supone que la historia es el escenario del combate eterno entre el Bien y el Mal? Si así fuese, deberá condenarse toda la historia humana: los pueblos primitivos mataban y morían por el territorio y la prehistoria está aún con nosotros, afirma Marx. La moralina es pueril, la objetividad social no puede eludirse: El campeón de “La Ética” dice ser neutral pero toma partido, le guste o no: si es indigenista, aunque quiera disimularlo elige a Mitre y la burguesía comercial aliada a Inglaterra y opuesta a las fuerzas que luchaban por independizarnos del poder extranjero. Si Mariano Grondona “defiende” a Roca, contra Bayer, desde La Nación, ambos cooperan para sepultar al General bajo el estigma del oligarca; el lector desinformado no sospechará que La Nación, el diario de Mitre, y El Nacional, con la colaboración de Sarmiento, fueron pioneros “en apiadarse de los indios”. Ellos habían matado más indígenas que Roca y los habían usado como carne de cañón –Cipriano Catriel fue muerto por sus hermanos, luego de poner lanceros al servicio de Mitre, en la revolución del 74, dato que complica la leyenda según la cual los indios eran ajenos a las disputas criollas– pero sus órganos de prensa salían en “su defensa” para dañar a Roca y al Ejército roquista, no por indigenistas, sino por mitristas, es decir, por porteños ¿Es demasiada suspicacia preguntar por qué los antirroquistas actuales callan los crímenes de Mitre y Sarmiento y hasta usan sus denuncias contra la acción del “genocida”(1)? ¡El asesino del Paraguay, el más grande aliado del capital inglés en Sudamérica, puede dormir tranquilo, mientras su prestigio dependa de la influencia de Bayer! Nadie pide tachar su nombre de las infinitas calles de las ciudades y pueblos, en las que nunca faltan Mitre y Sarmiento.

Roca es la Campaña del Desierto, pero ¿cómo ignorar que combatieron al indio todos los gobiernos del siglo XIX? Ni uno solo de nuestros próceres estaría a salvo, omitiendo a los libertadores, que empeñados en su empresa querían el apoyo o la neutralidad de los indígenas, pero no enfrentaron la tarea de organizar la sociedad postcolonial. La Campaña del Desierto sólo fue la culminación de una pugna iniciada con la llegada del español y perduró luego de alcanzada la independencia, hasta que el Estado nacional sometió al indio. No hubo, es verdad, con excepción de Artigas, un programa capaz de integrar a los indígenas a la economía agraria, venciendo la resistencia de las elites criollas, que los querían muertos, tanto como al gauchaje y el artesanado criollo. Pero, no es menos cierto que hay muchas razones para creer que lo de Artigas era inviable, con los cazadores del Chaco. Fue exitosa en el Paraguay de Francia, pero contando allí con la presencia del guaraní, que era agricultor. En la región pampeana y el sur austral, por razones que los indigenistas  –incluidos los “marxistas” de Groucho Marx– se niegan a considerar, algo similar parece utópico. Ya que ¿cómo excluir el peso de los hábitos que desarrolló el modo de producción dominante en el sur, tras la multiplicación del caballo y las vacas, el avance araucano sobre las tribus antiguas de la región y la transculturación generada por esos cambios y el contacto con “los blancos”?

La antropología marxista, valioso instrumento para orientarse en ese terreno, no puede archivarse para coquetear –lejos de Marx, con el padrón electoral como libro de cabecera– con el etnicismo y sus planteos a históricos y, más prosaicamente, con el votante “progresista”, listo a sostener poses bienpensantes, como reivindicar al indio, que está lejos… y eludir al vecino, ese “negro de mierda”; o defender ballenas, con el único peligro de hacer un viajecito a la Península de Valdés. Abunda en esa          fauna el que se amarga si los collas invaden su barrio… pero le gusta el FIT y su furor antiperonista.

Las culturas del noroeste y los cazadores del Chaco, la pampa y la Patagonia

Las Ordenanzas de Alfaro, los argumentos de Juan de Solórzano y Pereira para justificar la conquista y colonización de América y, en general, las disposiciones que pretendieron regular las relaciones de los indígenas con el conquistador señalan invariablemente, varios siglos antes del nacimiento de Marx, que si falta el indio no hay riqueza (2). Esa conclusión, cabe precisarlo, alude a contar con productores preparados por su experiencia vital (anterior al “descubrimiento”) a ceder un excedente económico a quien gobierna, legítimamente o no. Ese excedente, a su vez, es también un producto histórico, parido por el incremento de la productividad del trabajo, desarrollada exponencialmente tras la revolución neolítica, estadioen que se logra la domesticación de las especies útiles para el hombre y se adquieren modos de vida sedentaria. Como el poder expropiado al productor no puede prevalecer únicamente por la fuerza, debe legitimarse, con el auxilio de la religión y las ideologías dominantes; aun así, estará obligado a reproducir su base, sin extinguir a las clases que sostienen el orden. Esa necesidad general suele ser ignorada por el explotador individual, interesado por enriquecerse al precio que sea. De allí los legisladores que cuidan al súbdito, como el buen ganadero cuida sus bestias y ahuyenta al predador. En las sociedades humanas, esa tarea da lugar al Estado. Ninguna sociedad prescindió de las armas, ni pudo superar la lucha de clases y las disputas por el poder territorial y económico, hasta hoy.

Las propias características de una formación social ligada a la tierra por los cultivos y ganados facilitan la sustitución del estamento que la domina por un invasor más poderoso, como ocurrió en el caso de los imperios americanos. Un territorio rico por sus recursos naturales no producirá nada, sin esa mano de obra que eran los indios, sustituidos luego por los esclavos negros, que venían también de culturas agrarias. En el territorio argentino, los pueblos del noroeste y las sierras centrales, sometidos por los españoles a la encomienda y la mita, responden a ese modelo. Puede decirse que, aunque enfrentaron al español de diverso modo –encarnizadamente, en algunos casos, con tibieza en otros–su posibilidad de resistir estaba limitada por el modo particular de vincularse a la tierra que es propio de las culturas agrarias, y que las hace frágiles frente a un invasor dispuesto a privarlos de medios de vida que los atan al suelo y logra explotar sus conflictos internos. Esto explica que fuesen las comunidades más avanzados de América las primeras en sucumbir ante el español, servir a los encomenderos y morir en las minas, pese al clamor de algún religioso y las intenciones fallidas de las Leyes de Indias.

Por el contrario, los pueblos más primitivos lograron preservar el dominio territorial, mientras sufrían trastornos en sus hábitos de vida. Estos, en el sur argentino, fueron extraordinarios, al incorporarse a las pampas el ganado europeo, las armas del invasor y valorarse productos y costumbres “blancas”, en el vestuario y la nutrición. Un efecto fatal fue reforzar la idiosincrasia ligada a la caza y recolección, dada la abundancia del “ganado cimarrón”, que en las tribus y en el gauchaje generó perfiles marcados por el orgullo, el gusto por la libertad y el nomadismo. No se trata de ignorar el valor de su resistencia al embate español, después criollo, sino de apreciar un conjunto de factores, determinantes en aquel singular proceso. Y de evitar la simpleza de ciertos “románticos” que han querido ver pueblos bravíos, indomables por el español, opuestos a los timoratos, que se sometieron sin luchar. Entre esos factores que deben sopesarse, el más importante es el referido modo de producción, con las relaciones sociales a él asociadas (3).

Como dijimos, aunque no lo adviertan los indigenistas al uso, “marxistas” o no, el español comprobó la imposibilidad de transformar a los cazadores del Chaco y las pampas en productores agrarios, o aun de ganarlos para el trabajo doméstico. Rodríguez de Valdez y de la Banda, gobernador de Buenos Aires en 1599, dice que los españoles no tenían servicios por “ser los indios de esta tierra gente que no tiene casa ni asientos y que a puro andar tras ellos los traen y con dádivas los sustentan y con todo esto se les van al mejor tiempo…” Los colonos deben cargar con las labores manuales: “…la agua que gastan en sus casas la traen cargada sus mugeres e hijos y ellas propias lavan la ropa de sus maridos y van a la lavar al dicho Río…”, “los vecinos desta ciudad son tan pobres y necesitados que por faltalles el servicio natural de sus indios ellos propios por sus manos hazen sus sementeras y labores con mucho trabajo andando vestidos de sayas y otras rropas miserables…” (4). En la época de Rosas, cuando las viejas vaquerías y el capitalismo agrario han liquidado el “ganado cimarrón”, los indios se empleaban ocasionalmente en las estancias, por pocos días, pero era imposible radicarlos en forma estable. En los “territorios libres”, muy pocos hacían agricultura y cría de ganado, algo que al parecer les exigía cambios en sus hábitos de vida inadmisibles para ellos. Sin embargo, no cabe afirmar que se agotaron los expedientes dirigidos a incorporarlos pacíficamente al país en gestación; que, en cambio, fueron potentes las tendencias a “resolver” la cuestión con el aniquilamiento de las tribus. Pero éstas, si nos interesa entender aquellos dilemas, deben caracterizarse con la máxima objetividad de que seamos capaces. No cabe decir, livianamente, que los indios “llevaban adelante la violencia como respuesta, en defensa de su forma de vida” ¡como si los criollos no hubieran hecho lo mismo (5)!

No es casual que las campañas sobre el Chaco y las pampas, que buscaban someter esos territorios a la soberanía del Estado, enfrentaran a comunidades de “cazadores y recolectores”, que eran las únicas que conservaban su libertad, tres siglos después de que fuesen vencidas las formaciones agrarias del noroeste, donde vivían los indios“domesticables” por el encomendero. Podría añadirse, aunque llegar a comprobarlo requiere una investigación que supera los fines del presente trabajo, que es curioso el hecho de que dentro del mundo de las comunidades pampeanas, las tribus “amigas” –muchas veces asociadas con los gobiernos criollos para combatir a “las hostiles”– fuesen las más propensas a laborear el suelo, en ciertos casos, o tuvieran “indios ricos en ganado” (6), si las comparamos con aquéllas más apegadas al malón. Una y otras, sin embargo, debían apelar a “los tratados” con los blancos, incapaces de generar un excedente económico que les permitiera obtener de otra manera los bienes reclamados para pactar “la paz” –eufemismos aparte, la renuncia al malón– con el poder criollo. Como es sabido, el precio de “la paz” era otorgar grado militar y sueldos a los caciques y jefes principales y proveer a las tribus de diversos productos, como yeguas, harina, yerba, tabaco, ginebra, ponchos, sin olvidar las botas con tacos Luis XV para “madame Namuncurá”. Este raro dato (7), antes de motivar comentarios sarcásticos, debe asociarse al hecho de que varios hijos de los caciques cursaron estudios en colegios porteños, como un signo clarísimo de la derrota cultural que aquejaba a su sociedad, antes de que los abatiera la Campaña del Desierto. Y, una vez más, llamarnos la atención sobre la mezquindad analítica de los autores indigenistas, que se empecinan en ignorar las leyes históricas, para secundar el prejuicio y la animosidad de Bayer, tan inconsistentes como la ideología anarquista, preñada de moralinas, ese disloque moral que el diccionario define como “moralidad inoportuna, superficial o falsa”. En su obra sobre Roca, hace casi medio siglo, Alfredo Terzaga nos daba en cambio la clave científica para encarar el examen que intentamos aquí: para comprender el desenlace final de la tragedia no debía olvidarse que su origen era “la coexistencia cultural y económica, a un mismo nivel temporal, de dos sociedades en opuestos estadios del desarrollo de la civilización… (8)”

¿Quién es el Videla del siglo XIX?

Hemos explicado la incongruencia de discriminar al General Roca, cuando se juzgan las relaciones de la sociedad criolla del siglo XIX con el mundo indígena. Su papel, a lo sumo, fue tener éxito donde otros fallaron: someter al indio a la soberanía del Estado “nacional” argentino. Atendible sería, en tal caso,  condenar a toda la sociedad criolla: si fuimos antaño un pueblo genocida, habría que asumirlo. ¡Ni José Hernández, nuestro poeta nacional, salva la prueba! Por suerte, esto sería una arbitrariedad, fruto de la pérdida de una perspectiva histórica, que estaríamos reemplazando por una moralina, que, para ser consecuente, debería condenar a la historia en bloque y a los hombres que la protagonizaron, en todas las latitudes y todos los tiempos ¿O hay alguna época donde no exista la guerra entre las naciones, las etnias, las clases sociales y las relaciones entre los humanos sean inmaculadas, carentes de violencia, dramas y sangre? Desconocer que esa Arcadia no existió jamás sólo conduce a transformar la historia en la primera víctima del capricho moralizador, sin aceptar que la vida de todas las colectividades es inabordable desde la escisión maniquea entre buenos y malos, víctimas y victimarios. Hemos citado a Martínez Sarasola que con esa visión ignora que los “cristianos” también defendían “su estilo de vida”. Dicho autor denuncia el crimen, al recordar que en Buenos Aires la impiedad blanca separó a las madres de sus hijos pequeños, dándolos como criados a las familias elegantes. Tiene razón: esa insensibilidad nos espanta, como a los argentinos de aquel momento que repudiaron esa crueldad, haciendo lo posible por ponerle coto. Pero, no por eso vamos a ignorar el drama de las cautivas y las incontables tragedias generadas por el malón y demás atrocidades, que tuvieron como responsables a todos los bandos de aquella época. Sólo el prejuicio puede hacer de Roca el chivo expiatorio del siglo que registra, entre muchos crímenes, el genocidio del Paraguay, el exterminio del gaucho y el artesanado del interior. La barbarie de “los civilizados” no fue menor que la barbarie montonera y pampa, los tachados de “barbaros”. En el presente, estando lejos de haber superado las sucesivas “grietas” de nuestra historia, para convivir sin odios, el país necesita al juzgarse a sí mismo balances equilibrados, que fortalezcan su identidad, menos irracionales y más maduros.

Hasta donde sabemos, la literatura indigenista omite decir que, como fue habitual en otros choques con tribus “hostiles”, en la Campaña del Desierto obraron oficiales y soldados indios, en el Ejército nacional, en proporción  elevada (9). Una vez más ¿cabe sostener seriamente un juicio, escondiendo bajo la alfombra los datos que hacen complejo el problema y quizás horaden nuestras premisas? ¿O en vez de premisas tenemos un prejuicio y defenderlo admite cierta indecencia? ¿Se saldrá del paso juzgando como “traidores” a los lanceros indios que desmienten la visión del salvaje ingenuo? Nada menos que el Coronel Álvaro Barros, reconocido promotor de una política de integración pacífica del  indio, dice que ellos hacen la guerra “para procurarse recursos de subsistencia que no han aprendido a adquirir con el trabajo”(10). En este contexto, tras décadas durante las cuales han fracasado otras políticas, se impone el proyecto planteado por Roca al ministro Alsina, mientras vivía en Río Cuarto, en 1874, de terminar con los fortines y ocupar el territorio. Como se sabe, Alsina lo archiva y recién se realizará después de su muerte, con el tucumano en el Ministerio (11).

El autor ya nombrado, Martínez Sarasola, provee cifras que ratifican la arbitrariedad de la tentativa de distinguir a la Campaña del Desierto del resto del cuadro de la lucha contra los indios: para el ciclo que abarca desde 1821 hasta 1848, que incluye las campañas realizadas por Rosas, el número de muertos se eleva a 7.587. A su vez, en la Patagonia, entre 1878 y 1884, las víctimas fatales suman un total, entre los indígenas, de 2.196, contabilizándose alrededor de 14.000 prisioneros. Debe añadirse  que los sobrevivientes, como los criollos pobres, tuvieron como destino los obrajes y cañaverales del norte, ser peones de estancia o encerrarse en las reducciones, en el mejor caso, a laborear la tierra. Otros encontraron un destino militar, ganados para un Ejército que no guerreaba ya, pero tenía en los territorios un papel central (12). En general, conquistado “el desierto”, estamos ante el ascenso de la Argentina moderna, que deja atrás las guerras civiles, el mundo de los fortines, el malón y “las fronteras”, que el Martín Fierro reflejó genialmente. A nuestro entender, aunque seguramente esta conclusión no agrade al indigenismo, el país que el roquismo dejaba atrás no reunía condiciones que lo hagan acreedor de una añoranza postrera. No puede vérselo como un paraíso perdido. Ninguno, entre sus habitantes, podía gozar razonablemente de la vida en aquella situación, donde lo atroz (la violencia, la incertidumbre, la miserias y el hambre), eran el pan nuestro de cada día.

Particularmente, los años que van desde la Batalla de Pavón hasta el triunfo roquista de 1880 cubren de oprobio a esas dos décadas del siglo XIX, del dominio de la burguesía comercial porteña, liderada por Mitre. Bajo su dictadura, con el Imperio Británico como inspirador supremo, la constante es la guerra, el aniquilamiento del Paraguay, el vasallaje de las provincias, la decisión de exterminar a la población criolla, el librecambio como recurso para destruir las artesanías e imponer la importación industrial inglesa, la convicción de que gastar un solo peso fuera de Buenos Aires es un derroche, en fin, la prosternación ante Europa, la negativa a solidarizarse con los países hermanos y a concebir al país con raíces latinoamericanas, revelan que Mitre, no Roca, es el Videla de aquella época.

El carácter antinacional del antirroquismo

No admiten esa conclusión los antirroquistas. No por amor a Mitre, sino por su matriz antinacional. Esta afirmación puede parecer un exabrupto, pero sólo resume la repugnancia que sienten los tipos como Bayer, sus epígonos y el  “marxista” cipayo frente a Yrigoyen y Perón, los líderes nacionales del siglo XX. Esa aversión es la clave para entender el origen del odio a Roca, antecesor de aquéllos en el siglo XIX (13).Es notorio, hoy, que el partido socialista de Juan B. Justo y el stalinismo argentino enfrentaron a Yrigoyen, se aliaron con los radicales ya domesticados de Alvear y terminaron forjando la Unión Democrática, en 1945, contra Perón y la clase obrera, tachados respectivamente de militar “nazi” y lumpen proletariado. Bayer, su discípulo, Marcelo Valko, y la “izquierda” ligada actualmente al FIT, coinciden en esforzarse para atribuir a Yrigoyen el asesinato de indígenas y hacer del suceso del “Malón de la Paz” la prueba de que Perón también rechazaba las justas reivindicaciones de los indígenas de Jujuy, pacíficamente planteadas. Con más equidad, Martínez Sarasola, sin polemizar, lo desmiente, explicando cómo Yrigoyen mejoró la condición de los indios y los indígenas de Jujuy, que Perón no atendió, recibieron más tarde tierras fiscales y apoyo estatal en maquinaria y semillas ¿por qué recordarlo –razonarán entretanto los cipayos “de izquierda”– y echar a perder el plan de probar que Roca, Yrigoyen y Perón fueron abominables (14)?

Cierta opinión afín al peronismo ignora o subestima lo que está en juego y le sigue la corriente a los  indigenistas-antirroquistas. Con la guardia baja ¿no advierte que se ataca la identidad de un país que es débil frente a la colonización cultural y a la influencia ganada por Mitre y su escuela? ¿Es tan difícil comprender que La Nación, al “reivindicar” a Roca, gana tres batallas, al mismo tiempo? Primera, hacer irreconocibles al general y su época; segunda, sumar a su patrimonio los méritos del roquismo en la construcción del Estado y la formación de una estructura económica más “nacional”, algo que se logró enfrentando la oposición mitrista; tercera, ocultar la mezquindad de Mitre y la burguesía comercial porteña, para quienes Sarmiento y Avellaneda “derrochan el dinero”, cada vez que fundan una escuela en el interior, los “trece ranchos” que el mitrismo desprecia… y empobrece al privarlos de medios de vida (cualquier coincidencia con hechos recientes prueba que se trata de los mismos actores, hoy más envilecidos).

De cualquier modo, es pueril pensar en homenajes y condenas, antes de construir juicios maduros, en un país cuya historia oficial y su contracara rosista, de filiación también porteña, se empeñaron en crear, para impedir la comprensión de nuestro pasado, una galería de héroes y villanos, en blanco y negro. En consecuencia, no se trata de sacralizar a Roca y la generación civil y militar del 80. Se trata, sí, de hacer un examen que no soslaye ninguna de las cuestiones implicadas en el estudio de un ciclo fundamental en la vida nacional, que no puede abordarse unilateralmente. Al contrastarlo con el mitrismo, cuya base social eran los exportadores e importadores porteños, que condenaban al país a producir sólo “pasto”, como decía Pellegrini. Los molinos harineros, la industria vitivinícola, la azucarera y hasta las cementeras y caleras, se levantaron pese a ellos. Si cotejamos ambos modelos, el roquismo acredita un carácter nacional, aun sin considerar al núcleo de sus partidarios que fundó el Club Industrial y pretendió imponer una política proteccionista, lográndolo a medias. No obstante, es preciso decir que no expresaba a una burguesía nacional decidida y clarividente, similar a la que,  varias décadas antes, impulsaba el capitalismo en EEUU, guiada por los principios recomendados por Hamilton. Pese a lo cual estaba muy lejos de la visión porteña, con la cual terminó conformando una síntesis. A nuestro entender, esta caracterización flexible nos brinda una aproximación despojada de prejuicios, que no puede ignorar el peso determinante que la prosperidad indiscutida que acompañó la expansión del modelo agroexportador tuvo sobre la conciencia de nuestras poblaciones, hasta la crisis mundial de 1930. Sin la menor pretensión de cerrar el debate, creemos que avanza en la tarea de elaborar un juicio racional y matizado sobre la gestación de la Argentina y su Estado “nacional”. El lector juzgará.

La Patagonia y sus destinos posibles

Es natural que a un anarquista, como Bayer, le importe un pito que el Estado argentino ganara para sí  los territorios patagónicos y, fingiendo creer que sin el General Roca aquéllos estarían aún en poder de los indios, arremeta contra los responsables de que el sur americano permaneciera bajo la soberanía de Argentina y Chile, sin caer en manos de algún país europeo ¡Lástima que Bayer no lo diga así, con toda franqueza, para que los argentinos y los chilenos lo aplaudan o lo repudien!

¿Cuál era el modelo alternativo al que se impuso finalmente, al someter a los indios a la soberanía argentina? Esa cuestión es insoslayable para juzgar –sin perder de vista la tragedia indígena– lo que efectivamente ocurrió. Ya que es obvio, aunque muchos ensayistas se nieguen a reconocerlo, que el mundo aborigen tal cual era no podía sobrevivir al impacto de las tendencias que prevalecían al final del siglo XIX, en todo el planeta, doblegando culturas más sólidas que las del sur americano. ¡Es tan evidente que el modo de producción y las relaciones sociales que caracterizan a una comunidad de cazadores-recolectores no podían subsistir! Era necesario salvar la distancia con el nivel civilizatorio del mundo criollo, algo para lo cual había obstáculos de carácter estructural. Los contemporáneos, sin embargo, con la excepción de Roca, estaban un problema que les parecía insoluble.  Es curioso el hecho, confirmado por la lectura de la prensa y los discursos parlamentarios, de que viesen lejana la solución del llamado “tema de la frontera”, mientras el Ejército roquista marchaba hacia el sur (15).

Nadie puede creer que sin la Campaña del Desierto los toldos albergarían aún a los indios, en el siglo XXI, así como ningún poder humano pudo impedir, en su hora, que el tren desplazara a la carreta y la galera. Lo cual no quita que nos interroguemos si era posible otro modo de incorporación del indio a la sociedad que estaba forjándose; analizar sin anteojeras a todos los actores; evaluar los problemas  ideológicos y estructurales opuestos a esa meta, que tuvo impulsores, pero también enemigos, tanto en la sociedad criolla como en las tribus pampeanas. La mirada del investigador no debería limitarse a decir que el final fue atroz para los vencidos, para no caer en la tontería de “solidarizarnos” con las víctimas de la historia humana e “indignarnos” con el resto; alegar, como Bayer, que es posible aún hacer justicia a las brujas quemadas por la Inquisición en la hoguera, si “se asume” el crimen (16). ¿A quién le sirve semejante impostura?

Con pertinencia, preguntemos: ¿si el Estado argentino hubiese fracasado en la lucha por gobernar el territorio ocupado por las tribus indígenas, éstas hubiesen construido una nación? La nación es una formación moderna soldada por el desarrollo capitalista, no una suma de grupos étnicos, unidos precariamente por las jerarquías tribales. Sin aquel carácter ¿es posible que los aborígenes lograran impedir que Chile u otros países les impusieran su dominio? En este caso ¿hubiesen tenido un mejor destino? Todo indica –los indigenistas deben tratar este tema– que los grupos tribales de cazadores que sobrevivían en nuestro sur en el siglo XIX carecían por completo de las fortalezas estructurales necesarias para eludir la pérdida de los “territorios libres” e impedir el sometimiento, violentando su cultura, por uno u otro de los países que aspiraban a establecer su dominio en los territorios del sur: Argentina, Chile o alguna potencia europea.

Desde una perspectiva latinoamericana, debe concluirse que en el mejor de los casos la Patagonia argentina sería hoy parte de Chile. Su población indígena, si así fuese –los hechos hablan– no estaría mejor. Pero no cabe descartar la hipótesis de una colonia inglesa o francesa, como Guayanas… o Las Malvinas. Cuando el Comodoro Lasserre, enviado por Roca, toma posesión de la Bahía de Ushuaia, en octubre de 1884, lo hace arreando la “Unión Jack”, de la Misión Anglicana, que obraba como una vanguardia del dominio británico, e izando nuestra bandera, que flamearía en Tierra del Fuego ya definitivamente (17).

¿Los pueblos colonizados por el Imperio Británico, Francia u Holanda, tuvieron más suerte? La India, China, Vietnam y Argelia, no sufrieron menos el dominio imperial y la destrucción consiguiente de su modo de vida. Y estamos hablamos civilizaciones antiguas, pioneras en el desarrollo de la cultura y la ciencia, en mayor medida que la propia Europa. Si no ignoramos esta realidad, es ilusorio suponer, como viene señalándose, que el mosaico tribal que habitaba las pampas y el sur austral pudiera parir una formación social apta para sostener un desarrollo autónomo, vedado en América a culturas más avanzadas, como la incaica.

Esto no significa ignorar la tragedia que se abatió sobre las tribus vencidas, su emigración forzada, todas las vejaciones que les fueron causadas, la crueldad evidenciada al destruir sus familias, separar a los niños de sus respectivas madres, como la mezquindad o ausencia de acciones que facilitaran su inmersión en el mundo de la “sociedad blanca”, cuyos sectores dominantes sólo se interesaron por servirse de ellos en las tareas domésticas, el obraje y las minas; en el mejor de los casos, quizás, para los varones, en darles un lugar en las fuerzas armadas. Pero dicha tragedia –aquí nos apartamos de la “sensibilidad indigenista”– no fue más terrible que la sufrió la población criolla pobre; también ella fue privada de la tierra, la libre disposición del ganado orejano y debió admitir, como en otros países también atravesados por trastornos semejantes, que en el nuevo orden del capitalismo semicolonial, sólo podía comer y reproducirse como el proletario moderno, vendiendo en el mercado su fuerza de trabajo. Esta situación, para los trabajadores, perdura hoy, sea cual sea su origen étnico. La pérdida del territorio, esa modificación tremenda para las condiciones de vida de los pueblos indígenas, fue en ocasiones compensada con cesiones de tierra, algo que no ocurrió con el gaucho y el artesano del interior olvidado y la provincia bonaerense, privados del suelo antes de que arribara la Campaña del Desierto, para dar lugar a la propiedad terrateniente. El proceso, que los afectó a todos los paisanos pobres, indígenas o no, desecha el sueño de “retornar al paraíso” o de expedientes fundados en dar la tierra a cierta parcialidad, cuando en verdad se trata de transformar una totalidad, mirando hacia adelante: liberar al país del dominio oligárquico y la dependencia semicolonial, un bloque parasitario que obstruye la formación de una patria para todos.

Pero esta realidad, la sobrevivencia de una elite parasitaria que oprime a las mayorías, suele filiarse, por error, como fruto buscado por la Generación del 80, ignorando el rol que pretendió cumplir tras vencer a las fuerzas que lideró Mitre, el verdadero jefe de la oligarquía argentina, sempiterno socio del capital inglés. Si después de Pavón el interior sufre la dictadura mitrista en términos sangrientos, pero logra más tarde alterar ese estado, e imponerse finalmente a la elite porteña, esto obedece a la extrema debilidad del apoyo que Mitre tenía fuera de Buenos Aires; sólo un puñado de comerciantes ricos de las ciudades principales, ligados a la burguesía comercial porteña, apoyaban al “liberalismo” de Mitre y Sarmiento, un credo librecambista, remedo servil del conservadorismo europeo. La gran  mayoría del interior –sostén fervoroso de la Confederación urquicista– soportó horrorizada a Mitre y sus generales sanguinarios o se alzó con Peñaloza, Varela y López Jordán, hasta que logró madurar una nueva síntesis, con la Liga de los Gobernadores y la generación militar liderada por Roca.

El roquismo, Mitre y la construcción del Estado

Una de las pruebas de la miopía indigenista es pretender que Roca fue nada más que la Campaña del Desierto. Su figura “abarca” un cuarto de siglo de la historia nacional y en ese periodo se construyó la Argentina, como Estado moderno. Sin embargo, para esa “escuela”, el resto de la obra del general tucumano no merece ningún examen. En realidad, sin crítica alguna hacia la historia oficial, toman partido por las visiones antirroquistas urdidas por una parte de “la sociedad blanca” (que en bloque repudiaban, al parecer). De allí toman, para juzgar a Roca y la generación del 80, la leyenda histórica que glorifica a Leandro Alem, un aliado de Mitre, adverso a Yrigoyen y, so pretexto del gigantismo futuro de Buenos Aires, enemigo de su federalización. Un porteño, en suma y por esa razón enemigo de Roca. Con etiqueta “marxista”, esa misma versión, desde Juan B. Justo en adelante, goza del favor de la “izquierda” cipaya. El antipersonalismo radical y el cipayismo de izquierda, pues, completan el cuadro de los aliados historiográficos que la pequeña burguesía aporta a la obra intelectual mitrista, cuyo núcleo es el dogma Civilización y Barbarie. Como, por su parte, el nacionalismo católico busca también sepultar a Roca y la generación del 80, que al construir el Estado ofendieron al clericalismo, los mitristas actuales tienen la fortuna de que otros hagan el trabajo sucio de horadar a Roca, desde “la izquierda” y la derecha. Esa confluencia de opiniones, tan antagónicas en apariencia, le permite a los liberales, que La Nación lidera, “reivindicar” a Roca y la generación del 80, como si fuesen suyos.  ¡Extraña unanimidad! De Caseros en adelante prevalecería entre nosotros “el orden conservador”, al  que recién pone fin la llegada de Yrigoyen. El país agroexportador se construyó sin conflicto; no hubo disidentes, como los impulsores del proteccionismo y el desarrollo industrial; nadie denunció, en ese periodo, la extorsión ferroviaria inglesa, ni luchó para mantener en manos del Estado el primer tren. Semejante vaciamiento ¿a quién beneficia, que no sea el mitrismo en todas sus variantes? La historia del país enfrenta a dos bloques –patria y colonia– desde la Revolución de Mayo. Desconocerlo, crear una fantaseada “sociedad blanca” vs “pueblos originarios”, prologando la pugna entre “la derecha” y “la izquierda”, ambas oposiciones entre el Bien y el Mal, sólo puede oscurecer la conciencia nacional, lo que equivale a favorecer la hegemonía oligárquica. El mitrismo, espíritu de una elite europeizada y venal, se apropia del aporte del interior nacional al calificó en vida de “chusma provinciana (18). Los epígonos de Mitre –no olvidar que tuvo en los clericales un aliado y en la plebe alemista el respaldo “de izquierda”, contra Roca y Juárez– tildaron al de “jefe de la oligarquía”, antes de señalarlo como el “genocida” del indio. Los seudo marxistas, que contribuyen a la farsa con terminología clasista, no dudaron en inventar una nueva categoría: las “oligarquías provinciales”, que habrían sido la base del roquismo. En realidad, son abrumadoras las pruebas que desmienten el disparate, ya  que el interior generó un patriciado “con alcurnia”, pero pobre; los ricos del interior, dijimos, fuertes comerciantes ligados a la burguesía comercial porteña, eran mitristas. Algunos provincianos, como Roca, ingresan  después a la elite terrateniente, pero atribuirles esa condición, en el momento en que enfrentaron a la ciudad porteña, en 1880, es tan arbitrario como responsabilizar a la movilización del 17 de octubre de 1945 de la política de Menem, en la década del 90 (19).

Si Roca fue “el jefe de la oligarquía” ¿por qué lo aborrecieron Mitre y los porteños? Si ambos “eran lo mismo” –interpretación quizás grata a Nicolás del Caño– ¿por qué se enfrentaron, en el campo de batalla, con miles de muertos, en 1880? ¿Cómo explicar que ese año puso fin a las guerras civiles del siglo XIX, con el triunfo de la Nación, mientras seguía su curso, en el sur, la lucha por imponer la soberanía de Estado a las tribus indias?

Es imposible comprender cada una de las empresas que asumió Roca y la generación civil y militar que lo secundó sin el hilo conductor que permite apreciarlas como un todo. Tanto la federalización de la ciudad porteña, del puerto y su aduana, como la toma de posesión de los territorios australes se inscriben en un proyecto de construir “la nación”, consolidando su Estado (entrecomillamos la nación, pensando que el término debería reservarse para la unión latinoamericana, pero sabiendo que dicha causa se había extraviado en los primeras décadas del siglo XIX; y su fragmento, argentino, podía sufrir nuevas divisiones, mientras siguiera predominando la facción porteña, que impulsó la desmembración del antiguo virreinato). La Argentina escindida por la perfidia del Puerto coexistió  con el mundo indígena, que tuvo participación en nuestras contiendas, aportó lanceros a todos los bandos y, suscribiendo tratados con todos sus gobiernos, era un factor interno de la vida del país, no una nación vecina.

De modo que a la anarquía generada por la irresolución del conflicto entre el Puerto y las provincias del interior, se añadía como una muestra de la extrema debilidad de la sociedad criolla anterior al 80 la incapacidad para lograr una condición esencial del Estado, cual es el monopolio de la fuerza pública. Nótese, para dimensionar mejor ese problema, que para resistir la federalización de su Puerto y su Aduana, con la creación consiguiente de la Capital Federal, la provincia separatista pudo apelar a su propia milicia, institución existente en los Estados provinciales, hasta el advenimiento del roquismo.

Todo esto, aun sin mencionar el fuerte desarrollo de las economías regionales que no forman parte de la zona pampeana, la ocupación plena del territorio nacional y el sistema estatal de Educación Pública, entre otros aportes a la construcción del Estado que el país debe a Roca y los suyos, nos da la medida del papel histórico de la generación del 80 y la perfila como opuesta respecto al mitrismo y la matriz creada por el autor del Facundo, que, en las antípodas de Roca, creía que nuestro mal era la extensión. Desde luego, esto no implica advertir, al mismo tiempo,  los puntos de contacto entre unos y otros (20).

Los derechos del indio vivo, la miopía del etnicismo y las tonterías ultraizquierdistas

Para una visión marxista nacional, las demandas basadas en la condición étnica deben subordinarse a la lucha por liberarnos del yugo imperialista y, en un sentido más general todavía, a la construcción de una sociedad sin explotadores y explotados. La unidad latinoamericana es la única garantía contra el poder imperialista, que nos dividió y oprime, para sostener el bienestar del “mundo occidental”. Los reclamos legítimos de una fracción étnica, que en los países andinos, mezclada hasta confundirse con la población mestiza es amplia mayoría, no debe oponerse a la lucha común de los pueblos latinoamericanos, cuyo real enemigo es el bloque conformado por el imperialismo mundial y sus secuaces oligárquicos, ambos beneficiarios de cualquier división de las mayorías oprimidas. De todos modos, la dispersión, o lo que es peor, el antagonismo en el seno del campo antiimperialista, sólo puede nacer de una mala interpretación de las demandas parciales, que genere por error –o con alevosa premeditación– rivalidades sectarias en el seno del pueblo, mal procesadas por las fuerzas populares, lo que ocurrirá forzosamente si un reclamo sectorial es levantado de modo unilateral, en desmedro del esfuerzo de constituir un sólido movimiento nacional, única formación apta para llevar exitosamente la lucha antiimperialista.

Así las cosas, es pueril ignorar –cuando no malintencionado– la presión que ejercen diversas ONG, con respaldo europeo-norteamericano, para utilizar las demandas de grupos indígenas en un sentido divisionista, cuando no dirigido –la contra nicaragüense, financiada para destruir al poder sandinista, es un ejemplo de instrumentación imperialista– a socavar a gobiernos nacional-populares y debilitar al Estado, que necesitamos para enfrentar al capital extranjero (21).

En la Argentina (sin que “la cuestión indígena” jugara aquí papel alguno) la Constitución del 94, fruto  del pacto Menem-Alfonsín, cedió poderes del Estado Nacional al área provincial, atomizando al país. Las heridas que subsisten a la secular derrota y consiguiente postergación de la población indígena, son o pueden ser también un ariete, para crear grietas en el bloque nacional y las clases populares que le dan sustento. Sin rechazar la demanda de asientos territoriales que les permitan mantener su estructura comunitaria, sino, por el contrario, dándole una respuesta seria e integral, que facilite su integración a la Argentina moderna, no puede omitirse que la apropiación oligárquica –que incluye a capitalistas de origen foráneo– no afectó solamente a los aborígenes, sino también al criollo, todo lo cual respondía al desarrollo del capitalismo semicolonial argentino. El acceso a la tierra, si aquéllos que deseamos respaldar los reclamos de comunidades indígenas los levantamos como privilegio de un segmento poblacional, sin incluirlo en un programa más integral ¿cómo podríamos luchar por el apoyo de los habitantes de nuestros suburbios, que necesitan un terreno para construir su casa a un reclamo que no los incluye? La militancia popular debe unir, no enfrentar, a unos con otros, en lugar de agitar demagógicamente lo que exige con razón un grupo minoritario: los indígenas argentinos. Tenemos que presentar un plan general de acceso a la tierra (un derecho humano). Pero éste es un tema que, siendo muy importante, no es el más grave de los errores en que caen los “indigenistas” y “marxistas” de la sociedad argentina.

El más grave es la invención de “una cuestión nacional”, según la cual –vaya como ejemplo el caso de la Argentina– una “nacionalidad” dominante oprime a otras, las “naciones” indias. Curiosamente, las comunidades indias, salvo algún mapuche bajo influencia “blanca”, plantean demandas sociales y culturales, pero no reclaman la autonomía nacional. Esta última es sugerida –el indigenismo apunta, si es ajeno al “marxismo”, a reivindicar genéricamente a los “pueblos originarios” y reclamar justicia al Estado que los margina– por ciertos autores de la “izquierda” cipaya, que ignoran olímpicamente        la teoría marxista, imitando como simios la política de Lenin en el Imperio Zarista o, lo que es peor, ocultando con descaro las enseñanzas de Trotsky sobre la cuestión nacional latinoamericana (22). En el primer caso, Rodolfo Ghioldi reclama, en 1933, como intérprete del stalinismo, “el derecho capital de las nacionalidades indígenas a la separación” (de la Argentina); “derecho” que hace extensivo a “las colonias judías de Entre Ríos” y a “las regiones italianas con sus diversas lenguas” (23). Incapaz de pensar con su propia cabeza, al dirigente stalinista no se le ocurre pensar que la Argentina no es un Imperio, sino un país sometido al imperialismo mundial y que el problema nacional, en América Latina, es el inverso: si el zarismo oprime diversas naciones y los bolcheviques reconocen el derecho a la separación, en Latinoamérica debíamos superar la fragmentación impuesta por el imperialismo y las oligarquías, para unirnos y constituir nuestra nación. El Zarismo era plurinacional; aquí éramos una provincia escindida de la Nación Latinoamericana. Pero, si en la década del 30 esto puede verse  como una puerilidad –en el marco de la degeneración que siguió al triunfo de Stalin en la URSS– esa piedad no merece aplicarse a la ultraizquierda “trotskista”, que ignora a Trotsky y quiere inducir a los pueblos indígenas, señalando que no lo exigen, a reclamar a la Argentina la autonomía nacional (24).

¿Hace falta explicar quién ganaría ante esa concesión a “naciones” que son minorías étnicas, sin la fortaleza y los atributos que reúne esa categoría históricamente determinada de “la nación”, que la teoría marxista define precisamente –de cualquier modo, entre etnia y nación hay un abismo para la teoría política usual– como formación asociada al desarrollo del capitalismo, dueña de una lengua, un territorio y un pasado común, determinadas creencias, donde puede faltar algún elemento, pero nunca el impulso a unificar ese territorio como un mercado interior (25)? ¿Es tan difícil advertir que el zarismo oprimía, con base en Rusia, a naciones como Polonia, Georgia, Ucrania y otras tantas, con la estructuración de clases propia de los países donde el modo de producción es capitalista, aunque éste conviva con el atraso agrario? ¿Dónde encontramos algo similar en la América precolombina, cuyas culturas avanzadas sólo levantaron ciudades neolíticas, no conocieron la propiedad privada y aún exhiben, en las formaciones sobrevivientes, una indiferenciación social muy acentuada?

No se trata de un dato menor, para establecer la política del socialismo revolucionario. En relación al zarismo (¿lo ignoran estos “marxistas”?) los bolcheviques adoptaban una posición que combinaba el reconocimiento incondicional al derecho a la autonomía de las naciones oprimidas, por un lado, con el internacionalismo estricto como principio del proletariado de todo el imperio, para impulsar a todas las naciones del mismo a federarse en lo que luego sería la URSS, en igualdad de condiciones, y asegurando a las naciones la libertad idiomática, el estímulo a su cultura y el respeto a sus creencias, su religión y tradiciones. La tontería seudo marxista de dar “autonomía nacional” a las comunidades tribales, por el contrario, significa exponer a formaciones endebles a la manipulación de las grandes fuerzas mundiales, que no tendrían cómo resistir. Un absurdo, pero además un crimen, contra esos pueblos y contra la única posibilidad de que los indoamericanos, un pueblo mestizo, en realidad, seamos libres y podamos construir una sociedad rica, independiente y justa, sin perjuicio del respeto y el estímulo a las culturas, los idiomas, los saberes precolombinos y las tradiciones que enriquecen la diversidad americana (26).

Córdoba, 29 de enero de 2020

Notas:

1) La categoría “genocidio” es muy estricta y el lector puede verificar por sí mismo hasta qué punto se abusa de ella, extendiéndola a la conquista y el sometimiento de otros pueblos, en general, hechos en los que abunda toda clase de crueldades, pero en la mayoría de los cuales no existe el objetivo de exterminar al vencido. Ejercicios de violencia, como integrar a la Marina a 300 indios –lo decidió Roca, ya en su presidencia– no buscan su muerte, sino incorporarlos a un servicio que también ocupaban los criollos, aun siendo hombres “de tierra adentro”. El servicio militar es una vejación para un anarquista, pero fue instituido por las revoluciones democráticas.

2) Carolina Jurado, Un fiscal al servicio de su Majestad: Don Francisco de Alfaro en la Real Audiencia de Charcas, 1598-1608, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4729341; Carlos Baciero, Juan de Solórzano Pereira y la defensa del indio en América, enero-junio 2006, https://pdfslide.net/documents/baciero-carlos-2006-juan-de-solorzano-pereira-y-la-defensa-del-indio-en.html

3) Godelier, Marx, Engels, El modo de producción asiático, Eudecor, 1966. En el texto de Marx “Formaciones económicas precapitalistas”, al hablar de “las tribus indias salvajes de América” el autor dice, en pág. 20: “la tribu considera que determinada región constituye su territorio de cacería y lo conserva por la fuerza frente a otras tribus o procura expulsarlas del territorio que reclaman”. Del conjunto de las reflexiones de Marx se deriva la conclusión de que las condiciones de vida de los cazadores-recolectores difieren en tal grado –no hay juicio de valor, sino un dictamen– de las que rodean al agricultor que hacer del primero un productor agropecuario exige superar hábitos de vida muy arraigados, lo que hace incierto el resultado de la empresa. La resistencia al cambio es identitaria ¿acaso nosotros responderíamos mejor en el caso inverso?

4) S. Assadourian, C. Beato, J. C. Chiaramonte, Argentina, de la conquista a la independencia, pág. 82, Hyspamérica, 1986.

5) Carlos Martínez Sarasola, Nuestros paisanos los indios, pág. 357, Ed. Del nuevo Extremo, 2012. El autor dice no tener “ánimo de justificar la violencia de ningún lado”, pero a renglón seguido usa un argumento que muestra su parcialidad. La contradicción deriva de considerar al criollo como un “intruso” en “el territorio indio”. Metafísicamente, se otorga al araucano, también un migrante, un derecho que “el blanco” no tendría, aunque llevara en América 300 años. No se advierte lo endeble de esa posición; basta con recordar que la     migración es constante en la historia humana y animal; el avance araucano sobre las tribus primitivas de la Patagonia argentina hace caer esa defensa del “pueblo originario”, tanto como la expansión de los incas y los aztecas. Los españoles, como sabemos, usaron la voluntad de enfrentar a los incas y los aztecas de pueblos que éstos habían sometido.

6) Ingrid de Jong, Facciones políticas y étnicas en la frontera: los indios amigos del Azul en la Revolución Mitrista de 1874. La autora cita un juicio de Teófilo Gomila, en un trabajo de mucho valor para comprender el complejo mundo de “las fronteras”. Todo el relato de la intervención de los catrieleros en el alzamiento mitrista, incluido el asesinato de Cipriano Catriel, indica con claridad que las relaciones entre la sociedad criolla y los indios no pueden esquematizarse del modo habitual en los enfoques indigenistas.

7) Coronel Juan Carlos Walter, La conquista del desierto, pág. 771. Ed. del Círculo Militar, Buenos Aires 1964. Citado por Jorge Abelardo Ramos, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, Tomo II Del patriciado a la oligarquía, pág. 96, Editorial Plus Ultra, 1973.

8) Alfredo Terzaga, Historia de Roca, Tomo 2, pág. 20, Peña Lillo, 1976.

9) Alfredo Terzaga, Ibídem, pág.103 a 113.

10) Álvaro Barros, Fronteras y Territorios Federales de las Pampas del Sur, Hachette, 1975.

11) Alfredo Terzaga, Ibídem. Ver en su Apéndice la carta de Roca, dirigida a Alsina, el Ministro de Guerra.

12) Carlos Martínez Sarasola, Ibídem, pág. 707. El autor, investigador concienzudo del mundo indígena, no parece odiar particularmente a Roca. Es más bien un indigenista genérico, cuya proximidad o simpatía hacia los pueblos originarios se basa en creer que estos tenían una inocencia virginal y los blancos eran ambiciosos y crueles. Estos “blancos”, desde luego, son una abstracción; se elude el análisis de la actitud que tenían los criollos pobres hacia el poblador de los toldos.

13) Yrigoyen fue diputado roquista en el 80 y en dicha ocasión voto por federalizar la Ciudad, la Aduana y el Puerto de Buenos Aires. En otro momento, dijo que hacerse mitrista era “como hacerse brasilero”, aludiendo a la guerra de la Triple Alianza.

14) Marcelo Valko, Los indios invisibles del Malón de la Paz, Sudestada, 2007. La valoración de Valko contrasta con la expuesta por Martínez Sarasola. Entre el fanático y el investigador no hay un acuerdo pleno. Valko señala a Mitre como el victimario del Paraguay, donde los cálculos más serios –él no los menciona– arrojan la friolera de 300.000 muertos, el 70% de la población masculina. No obstante, fiel escudero de Bayer, Valko solo pretende derribar monumentos que honran a Roca y, sin pudor, jamás sugiere derribar estatuas o rectificar el nombre de una calle que rinda culto a Mitre.

15) Es curioso que pocos vieran que el final, para las tribus, estaba próximo. En Buenos Aires, ya iniciada la Campaña del Desierto, era mayoritaria la creencia de que la lucha contra los indígenas sería prolongada. Algunos decían que había que prever “tres siglos” de conflicto, para concluirla.

16) Este tipo de alegatos, firmados por Bayer, con frases pueriles sobre “el triunfo final de la ética en la historia”, llegaban desde Alemania a Página 12. Ángela Merkel, a juzgar por los artículos publicados en el diario, era valorada por su autor. Para un cipayo anarquista, por lo visto, una europea imperialista es más estimable que un populista sudaca.

17) Hugo A. Santos, Lasserre, Roca y la soberanía en la Patagonia Austral, Revista Política 3, Marzo 2007.

18) Eduardo Wilde, Los descamisados, en https: //es.wikisource. org/ wiki/Los_descamisados

19) Un análisis estricto y esclarecedor del agotamiento final del ciclo roquista y la integración de sus cuadros en la oligarquía “nacional”, algo que alcanza ya plena madurez al final del siglo XIX, puede leerse en la nota Roberto Ferrero “De los Juárez a Sabattini”, http:// www. formacionpoliticapyp.com/2014/07/de-los-juarez-a-sabattini/

20) Al Partido Autonomista Nacional concurren en el 80 fuerzas y figuras de filiación federal, que se sienten interpretadas por esa nueva formación, que vence al mitrismo en las luchas en que se resuelve la federalización de la ciudad y el puerto de Buenos Aires. 21) Un ejemplo modélico es el respaldo al “gobierno mapuche en el exilio” por Gran Bretaña. https://www.infobae.com/politica /2017/ 08/08/the-mapuche-nation-el-pueblo-originario-con-sede-en-bristol-inglaterra/

22) León Trotsky, Por los Estados Unidos Socialistas de América Latina, Ed. Coyoacán, 1962.

23) Jorge Abelardo Ramos, El partido comunista en la política argentina, pág. 93, Coyoacán.

24) Azul Picón. La cuestión nacional, La Izquierda Diario N° 8, Abril 2014, la autora es del PTS. Para una crítica de esta posición ver http://www.formacionpoliticapyp.com/2015/07/la-cuestion-nacional-en-el-pts-de-leon-trotsky-a-ruben-patagonia/

25)José Stalin, El marxismo y el problema nacional, Editorial Problemas, 1946. La obra fue escrita bajo la inspiración de Lenin, en 1912, lo que no es un dato menor.

26) Una exposición específica del tema en Roberto A. Ferrero, Ni hispanismo, ni indigenismo. http://www.formacionpoliticapyp.com/ 2014/04/ni-hispanismo-ni-indigenismo/

SOBRE UN LIBRO DE ITAÍ HAGMAN Y ULISES BOSIA

Itai HagmanAcabo de leer “La izquierda y el nacionalismo popular ¿un divorcio inevitable?”, un libro de Itai Hagman y Ulises Bosia, publicado a fines del 2017. Confirma mi opinión  con respecto a la corriente que ellos lideran: es una buena novedad de estos años (1). La obra reúne varios ensayos, escritos  antes y después del triunfo de Macri, en los cuales se expone su visión de problemas implicados en la lucha por transformar al país desde una perspectiva de “izquierda popular”; término con el que se deslindan de la ultraizquierda y la izquierda tradicional, buscando interactuar con el “nacionalismo popular”. Este último fenómeno, al que ven hoy encarnado en el kirchnerismo, no es juzgado como un “obstáculo a remover”, sino como “el piso a partir del cual puede darse un proceso de cuestionamiento al orden social vigente, si se consigue generar las condiciones para su radicalización”.

Un enfoque posible para examinar a Patria Grande –nombre de esta “izquierda popular”, en estos días– parte de señalar que su gestación siguió, en cierto modo, un curso inverso al que dio nacimiento a la Izquierda Nacional, en otro tiempo. Ésta surgió, en los primeros años de la década del 40 del siglo pasado, después de “argentinizar” los postulados expuestos en las tesis de Lenin sobre “los pueblos de Oriente” (la política marxista en los países oprimidos)  y asimilar planteos sobre las cuestiones estratégicas de la revolución latinoamericana que aportó Trotsky, desde Méjico, mientras apoyaba al gobierno del General Cárdenas (2). Al hacer suyas esas lecciones, la primera generación de Izquierda Nacional pudo señalar al peronismo naciente como una manifestación de nacionalismo popular, saludar como gesta al 17 de Octubre y hasta decir que las masas que entonces coreaban “Viva Perón” eran las mismas que antes gritaban “Viva Irigoyen”, exponiendo la continuidad de los movimientos nacionales (3). Luego, durante una década (4), en un contexto poco receptivo para puntos de vista tan heterodoxos, sus integrantes se refugiaron en el estudio del país, lejos de las demandas de la lucha práctica (5). Estas circunstancias, que sólo al final del ciclo peronista abrieron cierto cauce de acción política, son, por lo tanto, opuestas a las que enfrentaron los compañeros que militan actualmente en Patria Grande, que desarrollaron fuerzas mientras buscaban “la teoría” que iba a guiar su acción política. Esa oposición en el modo de crecer y posicionarse entre ambos grupos es significativa, por razones que se verán.

Bases de la génesis de “la izquierda popular”

La corriente de “izquierda popular” que los autores expresan, por el contrario, surge más bien, como ellos mismos lo dicen, en un periodo de “orfandad teórica” posterior a la caída del “socialismo real”. Surgieron entonces planteos utópicos de “transformar lo pequeño”, que desdeñaban la lucha por el poder político; una era de repliegue, que hace decir a los autores del libro que “el proyecto de una izquierda popular nace con una gran orfandad” y que, asumiéndolo, “la tarea de construir un árbol genealógico que le dé sentido y hondura histórica se vuelve una cuestión de primer orden” (6). Una cuestión de primer orden, cabe añadir, complicada por el choque entre la mencionada “orfandad” y las demandas propias de la lucha práctica en la que están comprometidos núcleos militantes que se orientan sin contar con sólidas referencias, impactados por la emergencia de virajes en la realidad que no se habían previsto y amenazaban dispersarlos, como ocurrió con el “autonomismo”, al menos con las variantes incapaces de evolucionar. Los hechos, como dicen los autores,  “dejan en orsai” al que es sorprendido, aunque se trate de acontecimientos favorables al pueblo y las perspectivas de una izquierda bien orientada. Y eso sucedió, los compañeros lo confiesan, con la emergencia del chavismo, particularmente. Que me permitan decir, en este punto –no hay una pizca de vanidad en recordarlo; hay interés en trasmitir el valor de contar con ciertas visiones– que recibimos a Hugo Chávez en 1995, en el local de Patria y Pueblo, cuando toda la “izquierda” veía en él a “un militar golpista”. Lo hicimos por carecer del prejuicio “antimilitarista”, que ignora, aún hoy, una de las claves del ciclo bolivariano: el  nacionalismo militar, que fue y sigue siendo un componente de la revolución venezolana, como lo fue en tiempos del coronel Perón, en la Argentina.

Ahora bien, es precisamente la referida “orfandad” lo que agiganta el mérito de responder,  con un viraje, como hicieron los compañeros, a la emergencia del ciclo latinoamericanista que inauguró Chávez y prosiguieron luego Lula, Evo, Kirchner y Correa, en los inicios del siglo. Con núcleos militantes, sobre todo estudiantiles, debieron emprender una ruptura crítica con los primeros amores, que Ulises Bosia narra en las notas (I) Ajuste de cuentas final con el autonomismo y (II) El Frepaso, la Izquierda Unida y la hipótesis autonomista. Debates de cara a nuestro presente.

En este punto, casi podría decir que cedo la palabra al compañero Ulises, que reseña una evolución donde las novedades históricas parecen haber contado más, en el viraje de la corriente, que las armas provistas por el capital intelectual con el cual arrancaron, más o menos al empezar el siglo. De allí que, según mi opinión, la mayor cualidad de nuestros autores y la corriente en que militan fue la capacidad de ser permeables a las corrientes reales de la política popular;  revisar creencias y, en tal caso, como dice Itai, “equivocarse con el pueblo”, mientras asimilaban las lecciones que la historia latinoamericana de este tiempo nos está brindando, sin resistirse a dejar una piel envejecida. La flexibilidad es una condición tan importante para la política revolucionaria –para ser receptivos a los giros de la realidad, en lugar de cerrarse y persistir en el error, al modo de las sectas– como lo es, para impedir que esa cualidad degenere en oportunismo, la firmeza de ideas y el esfuerzo por asimilar las lecciones históricas y la tradición teórica del marxismo revolucionario.

¿Sería lícito, en este momento, añadiendo el dato de que se trata de una evolución que, como dijimos, afecta a tendencias originariamente estudiantiles, señalar el fenómeno como prueba de una “nacionalización” de las clases medias, en su vertiente universitaria, bajo el calor del chavismo y las vertientes latinoamericanistas del siglo XXI? Entiendo que sí, siempre que lo hagamos sin la carga despectiva que le añaden las sectas a “clases medias” o “pequeñoburgués”, y sin ignorar el esfuerzo intelectual que lo acompaña, para  alimentar visiones que ayuden a crear una confluencia de fuerzas de Izquierda Nacional o Popular, o como queramos llamarnos, siempre y cuando nos guie el propósito de establecer claramente lo que debemos ser y necesita hacerse para liberar la patria y resolver simultáneamente la “cuestión social”.

Con ese ánimo, valorando además que los propios compañeros de Patria Grande llevaron  adelante un debate sobre los matices y diferencias tácticas que conviven dentro de su organización, quiero exponer a la consideración de nuestros activos y del campo nacional y popular en general, mi punto de vista sobre algunas cuestiones tratadas o mencionadas en la obra que podríamos transformar en ejes de un debate amplio y plural, decisivo para la lucha. Es posible constituir ámbitos interagrupacionales con dicho propósito, punto de partida para objetivos más amplios:

1) La “orfandad generacional” (uso una expresión de Itaí y Ulises) tiene como marco lo que suele llamarse “la crisis de la teoría revolucionaria”, que se hizo notoria luego de la caída del “socialismo real”. Pero, salvo una mención al español Podemos, que dejo al costado, los compañeros hablan de América Latina, de latinoamericanos del siglo XX, como Mariátegui, Mella y el Che Guevara, a los cuales añaden una larga nómina de intelectuales influyentes sobre la militancia setentista, a los que suponen aptos para formar el “árbol genealógico” de “la izquierda popular”. Para lograr esto, opino que se precisa un “trabajo de clasificación”, sin sustituir la determinación del ADN por una suerte de paternidad en bloque; o tratándose de teorías, doctrinas y experiencias, por la “compra a granel”, sin examen crítico, del legado que dejaron las fuerzas y figuras que actuaron entonces. Una galería de prohombres, mal o bien seleccionados, sólo sirve para crear “mística”, sin esclarecer a nadie y desechando el consejo de Simón Bolívar de que “el arte de vencer se aprende en las derrotas”. Deben examinarse fríamente los fracasos, los errores teóricos y de cálculo que los acompañaron, las contradicciones internas del movimiento popular, sus límites conceptuales; en fin, las lecciones de la experiencia. Solo así se obtiene el alimento necesario. Es, además, el mejor homenaje que cabe hacer a los latinoamericanos que, desde las luchas por la independencia, dejaron su vida por liberar a la patria. Itaí y Ulises dicen que no se trata de repetir “viejos esquemas”. Justamente por eso es necesario profundizar en la crítica, para adquirir consistencia, incluso para saber qué se desecha y qué se reitera, en términos actualizados. Un valor “eterno” es la coherencia, que nos provee de autoridad moral y política. Quiero dar un ejemplo en ese sentido: si la disputa actual, como es el caso, exige cuestionar el antiperonismo de ciertas ”izquierdas”; valorizar como aliado al nacionalismo popular; afirmar con Lenin que la táctica es “golpear juntos y marchar separados” con las fuerzas que lo expresan y sostener con firmeza la noción marxista de que el protagonismo popular  “es indispensable para transformar la realidad”, ¿no es contradictorio ignorar el antiperonismo que caracterizó al ERP? ¿por qué juzgar con otra vara ese dislate de raíz gorila que hoy criticamos, como un vicio del FIT? ¿qué motivos existen para suponer que el acercamiento entre los Montoneros y el ERP era indicador de “un proceso de maduración y reflexión política más profunda”? Ambos grupos –como la ultraizquierda hace hoy, le hacían el juego a la derecha– habían socavado, como si fuese el enemigo, al primer gobierno votado libremente (con el 62% de los votos), tras 18 años de proscripción y fraude. ¿Defendemos o no, como valor permanente, la soberanía popular, sin pisotearla cuando los resultados nos desagradan?

2) Lo anterior conduce a un tema central: el peronismo y los intelectuales de izquierda de aquel periodo. Los compañeros citan a Cooke y Hernández Arregui (peronistas de izquierda) y a Portantiero, Murmis, Arico, Silvio Frondizi (fieles o provenientes de la izquierda antiperonista) como modelos del abordaje marxista del fenómeno, algo que resulta difícil de comprender. El “peronismo de izquierda” sólo ha servido para oscurecer el problema del peronismo a secas, inspirando los extravíos del periodo setentista. Seducido por el impacto de la revolución cubana, en una carta dirigida a Perón, Cooke le sugiere hacer del peronismo “un partido obrero”, ignorando que tal propuesta significaba destruir el movimiento nacional (frente de clases nacionales) y sustituirlo por una secta de aventureros eclécticos. Ya que constituir un partido de clase capaz de liderar a las fuerzas nacionales implica ganar a los obreros reales y, para lograrlo, perfilar una fuerza socialista revolucionaria que pruebe en los hechos la superioridad ideológica, programática y práctica, mientras “golpea junto al bloque nacional, marchando por separado”. Hernández Arregui, por su parte, que sintetiza su confusión en el conocido absurdo: “soy peronista porque soy marxista”, muestra su perplejidad frente a la ruptura con Perón por parte de Montoneros y convalida, en general, las posiciones “entristas”, ignorando la lógica de la conducción vertical que hace de Perón el inapelable jefe burgués del campo popular. Silvio Frondizi, por su lado, postula neutralidad en 1945, envuelto en las brumas de un “marxismo” abstracto. Portantiero y Murmis, por último, a mitad de camino entre la sociología norteamericana y un “marxismo” escolar, contribuyen poco a disolver los prejuicios de la izquierda cipaya (el PS y el PC) tradicional, imantados más bien por la revolución cubana que, contrariando a los compañeros, no ayudó a comprender el peronismo, sino a cuestionar sectariamente sus límites.

 Ahora bien, ¿cuál sería el sentido de actualizar el debate de aquellos tiempos, en este momento? La necesidad, respondo, de precisar la interpretación del fenómeno peronista, cuya comprensión sigue siendo crucial. En segundo lugar, para formar a la militancia en la doctrina marxista en relación a un tema básico, que es la crítica del “izquierdismo infantil”, esa “enfermedad” criticada por Lenin, tan perniciosa como el oportunismo usual. Se trata de dos tendencias simétricas, representativas ambas de una inmadurez general. La “teoría del foco”, una de las manifestaciones del extremismo infantil, sólo ha cedido bajo el peso de las desastres suicidas que impulsó, sin excluir el del Che, en su aventura boliviana de fines de los sesenta.

3) El celo teórico caracterizó a Lenin toda su vida y es un valor siempre estimado por el marxismo revolucionario. No es su fin “mostrar el listado de nuestros aciertos”, el vicio criticado con razón por Itaí. Nada más opuesto al marxismo vivo (la verdad es siempre concreta, decía Lenin) que el dogmatismo, la esclerosis. Pero tan dañinos como éstos son el eclecticismo y la frivolidad intelectual, ya que se trata de “guiar la acción”; tarea para la cual el bisturí electrónico es superior al cuchillo, para no hablar del hacha de silex. Siempre es buena la sensibilidad frente a los síntomas que provienen del mundo externo, no olvidar que “gris es la teoría y sólo es verde el árbol de la vida”. Pero, se ha dicho, con razón, que para usar las alas es necesaria la columna vertebral. La “crisis de la teoría” ha generado, antes que una reflexión más exigente y profunda, las vaguedades postmarxistas inútiles y dañinas, que nos retornan a  tiempos anteriores a Marx, tachadas por los maestros como “socialismo utópico”. Esa curandería ocupa el lugar que deberían tener temas ignorados por la intelectualidad “izquierdista” de moda, como la desintegración de la URSS y demás         países del “socialismo real”; el viraje chino hacia fórmulas que recuerdan a la NEP rusa; los ensayos cubanos que buscan utilizar los mecanismos de mercado; temas  centrales para la construcción del socialismo. La insolvencia teórica o la liviandad postmodernista, si no se superan, nos llevarían a una encerrona, aun en el caso de que tomemos el poder. Pero es peor y más inmediato el problema que tenemos: sin teoría revolucionaria, sin diagnósticos precisos, nunca lograremos comprender a tiempo los síntomas que anticipan un desarrollo próximo o un cambio de tendencias que precisamos advertir, antes que nadie, para que tenga sentido, y no incurramos en una pedantería, el asumir el rol de “vanguardia revolucionaria” (categoría que, si se analizan las cosas con profundidad y perspectiva, es imprescindible conservar, a la manera bolchevique, lejos de la idiotez y soberbia de los “trotskistas”).

4) Las exigencias inmediatas, está claro, conspiran contra la dedicación a los temas de fondo, algo por lo cual los dirigentes de Patria Grande corren con desventaja, al comparar su situación con aquélla que rodeó a la generación fundadora de nuestra Izquierda Nacional, en el siglo pasado. De modo que, sin achacar una negligencia, es preciso decir, como amigos, que no se ve, en los planteos, una caracterización de la estructura económico-social agraria, en un país donde el asunto es decisivo, teórica y políticamente. Si juzgo por el libro, sus autores no ven en el mundo rural un sector que pueda contribuir a la construcción de un sujeto político popular, con la sola excepción de “los campesinos e indígenas” desplazados por la expansión de la frontera agropecuaria. Si así fuera, creo que la causa revolucionaria en el país no tendría ninguna posibilidad, estaría perdida. El sector aludido es ínfimo, y marginal, tanto si lo medimos por su peso social como por su aporte al producto general del agro. No existiría, según las observaciones a que tenemos acceso, ninguna fuerza social de peso dentro del sector que pueda respaldar una política antioligárquica. Al parecer, los compañeros creen que el productor pequeño y mediano (únicamente) tiene intereses comunes con el sector concentrado, sin visualizar contradicciones que puedan desatar antagonismos en el agro. Nuestro punto de vista es muy otro, pero si así fuese, repito, sería imposible llevar adelante la transformación del sector e incluso sostenerse en el poder del Estado, perdurablemente. No es raro así que el libro carezca de una crítica al enfoque con el cual se lanzó la primera versión de la famosa Circular 125. Esta, al no distinguir entre el pequeño y mediano productor y los grupos concentrados, arrojó en brazos de la Sociedad Rural a la FAA y permitió que la revuelta tuviera una singular base de masas rural y urbana, que la miopía del kirchnerismo no supo prever.

5) Algo he dicho, más arriba, del nacionalismo militar que sostenía a Chávez, que a su vez era él mismo un militar. Ese dato no puede meterse debajo de la alfombra para destacar unilateralmente el llamado a construir un impreciso “socialismo del siglo XXI”, consigna sobre la cual di una opinión en otro texto, que no tiene sentido que reitere aquí (7). En esta ocasión, interesa preguntarnos por qué razón la revolución venezolana, que pone en cuestión el viejo prejuicio del “antimilitarismo abstracto”,  tradicional en la “izquierda” latinoamericana, no ha generado un replanteo crítico en el seno de Patria Grande, que no está sola, en este déficit. La sucesión de figuras como Cárdenas en Méjico, Perón en Argentina, Vargas en Brasil, Ibañez en Chile, Velazco Alvarado en Perú, Torres en Bolivia y luego, Chávez, nunca conmovieron a  la izquierda tradicional y el ultraizquierdismo, aun cuando algunos elogian a Chávez y simpatizan con la revolución. Se trata, es claro,  de un tema tabú, decisivo, no obstante, para la lucha revolucionaria, que la repugnancia paralizante sea superada y el tema se trate de un modo objetivo.

6) En ese marco, pero con mayor peso sobre la coyuntura política, es posible señalar la necesidad de ajustar la caracterización del kirchnerismo, cuyos límites advierten los compañeros claramente, como lo prueba un estudio publicado por Itaí antes de la llegada de Macri al poder (8). Por ser así, los defectos que limitan el examen del fenómeno no derivan de una “fascinación”. Se deben, a mi juicio, a una visión del “nacionalismo popular” teñida de “setentismo”, que ignora su carácter burgués y al no nombrarlo tampoco puede incorporarlo al análisis. Al ignorar que precisamente por eso es progresivo, se adopta una dicotomía entre “la derecha” y “la izquierda” que omite el papel de la cuestión nacional y pierde de vista las contradicciones de clase del movimiento nacional tal cual son. De ese modo, queda sin develar el secreto de la oscilación crónica, en el seno del peronismo, entre un extremismo, sólo verbal y su contrario simétrico, la contracara “conservadora”. El “extremismo” arroja fuera del área a esa contracara. Y sin embargo, sin esa “derecha” rechazada no encontraría un sostén externo al que echarle la culpa de todas las tendencias internas del movimiento, que son incapaces de profundizar en serio la lucha nacional-democrática-popular y el programa que la sustenta. De esa manera, de hecho, termina justificando lo que critica por no asumir que para esa profundización es indispensable el protagonismo de las masas (9). Por esto, sin comprar el buzón, el análisis marxista debe desnudar esta “patraña” “de izquierda”, que es efectuada sin mala fe. A pesar de todo, hay en Itaí un análisis exhaustivo de la génesis y desarrollo del proceso nacido en el 2003, punto en el cual sólo reitero la ausencia de crítica al enfoque erróneo por parte del kirchnerismo de las diferencias que habitan el mundo agrario. En cambio, Itaí advierte perfectamente cómo obstruyeron la capacidad de prever lo que iba a pasar con la producción petrolera los límites neo desarrollistas. En suma, falta ahondar el examen del peronismo, sus métodos de conducción y sus tendencias internas (10). Como un síntoma de esa falta y de las influencias de pueden actuar para generarla, me permito citar una apreciación que se lee en el libro, sobre “el giro a la derecha” del General Perón, en 1973. Este típico juicio “setentista” de origen montonero-PC-alfonsinista, es repetido sin crítica. En ese año, el líder peronista aceptó ser candidato a presidente en la boleta del FIP (Frente de Izquierda Popular), llegó al gobierno con el 62% de los votos, lo sostuvo a Gelbard en el Ministerio de economía y envió al parlamento el mejor proyecto de Ley Agraria de la historia del país. Pero la tontería lanzada por el despecho pequeñoburgués de los que quisieron ver en Perón a un socialista no es puesta en duda, medio siglo después (11).

Era aquélla una visión impresionista, superficial, incapaz de resistir un análisis serio del pasado del peronismo y los designios de su jefe ¿no será un error similar creer hoy que el kirchnerismo encarna “el nacionalismo popular del siglo XXI”? ¿por qué no dudar y pensarlo como un fenómeno quizás pasajero? Pese a su decadencia, el peronismo a secas puede sobrevivirlo, imponiéndonos la tarea de saber cómo nos vinculamos a él. Al tratarse un movimiento gastado por la historia, donde pululan postulantes a socios de Macri, se impone distinguir entre lo muerto y lo vivo. Aun así, hay todavía puesta en él, con reservas muy grandes, cierta adhesión de las grandes masas. Y hay figuras como Rodríguez Sáa, que una caracterización torpe, no matizada, encasillará estúpidamente.

No son estos, es obvio, todos los temas que importa discutir.

Pero son algunos de los que deberían motivar un debate fraternal, dentro de la izquierda nacional y popular, apto para enfrentar la intemperie ideológica característica de nuestro tiempo, con el bloque oligárquico destruyendo al país y un marco global que amenaza con sumergirnos en catástrofes sin precedente, no obstante lo cual, o justamente por eso, es cierto que nunca el dilema de Rosa Luxemburgo: ¡Socialismo o barbarie!

Los marxistas de la Izquierda Nacional: ¿parte del problema o parte de la solución?  

He hablado al comienzo del proceso fundacional de nuestra corriente, del apoyo brindado  al peronismo naciente  y de la herencia teórica que apuntaló la posición de la generación pionera de 1945. No sacralizamos nuestra propia historia, no obstante: incluye, como toda historia no transformada en leyenda, límites, disputas menores, errores y defecciones. Sin embargo, cualquier estudio confirma que Ramos, mientras era un revolucionario, realizó aportes que son mucho mayores que los de cualquiera de las figuras que los compañeros mencionan en su libro. En sus obras fundamentales, Revolución y Contrarrevolución en la Argentina e Historia de la Nación Latinoamericana (esta última, recomendada por Chávez a Cristina Kirchner, adquirió una particular fama en ese momento) se tratan integralmente, desde el punto de vista del marxismo revolucionario, los problemas histórico-políticos del país y Latinoamérica, sus fuerzas sociales y políticas y los temas estratégicos de nuestra revolución, incluyendo el estudio de la colonización cultural y el europeísmo reinante, en momentos en los que nadie advertía estos problemas, en el universo de “la izquierda””.

Nuestra militancia –hoy en Patria y Pueblo-Socialistas de la Izquierda Nacional– se nutre en esa tradición, que incluye junto a Ramos a otros autores de gran valor, entre los cuales se destaca Jorge Enea Spilimbergo, que integró nuestra fuerza hasta el fin de su vida, en el 2004. Sin embargo, aplicamos también el pensamiento crítico a nuestra producción, del mismo modo en que señalamos la decadencia y capitulación de Ramos y la fracción que en la década del 90 disolvió su partido y se suma al menemismo (12). Pero, distinguimos entre el niño y el agua sucia.

Sorprende que, buscando antecedentes de una visión de “izquierda popular”, Itaí y Ulises den relevancia a figuras que poco o nada entendieron de qué se trata y nombren al paso a la Izquierda Nacional y a Ramos, que fueron pioneros en comprender la naturaleza del nacionalismo popular. Los archivos dicen que siempre supimos “golpear juntos y marchar separados”. Y es difícil, sin consultarlos, establecer el programa nacional del socialismo  revolucionario en la Argentina. Simultáneamente, compartimos sin mezquindad un capital teórico, sin monopolizarlo: ¿por qué acudir a tuertos y ciegos?

También sorprende y hasta provoca disgusto –pero se trata de construir, no de pelear por  “quién la vio primero”– que en esto de lanzar la “izquierda popular” y darle a la criatura un  “árbol genealógico”, no se mencione al FIP (Frente de Izquierda Popular), que tuvo en el país 72.000 afiliados, personería electoral en todas las provincias, llevó en su boleta la candidatura de Perón en 1973 y logró en la elección 900.000 votos, llamando a votar “por Perón y el socialismo” ¿Por qué omitirlo? Sea dicho al pasar, hasta Silvio Frondizi tuvo un lugar en nuestras listas, como extrapartidario.

Lo que me obliga a plantear, con el riesgo de errar y esperando que se advierta que trato entender, no pelear sin motivo, una hipótesis, que formulo como pregunta: ¿será que  pesa sobre los compañeros una tradición de clase, con el sesgo particular de la tradición intelectual “del mundo académico”? Itaí y Ulises no han nacido en una probeta, provienen del riñón de la Universidad de Buenos Aires. Nadie es ajeno a su tiempo y a su medio. Ni el más pintado, como se dice en criollo. En el ámbito de la UBA –no es distinta la UNC, pese a que algunos suelen creerlo– Portantiero, Murmis, Germani, son exponentes de la “ciencia social” y califican mejor que los “autodidactas” Jauretche y Ramos. No sé qué piensan Ulises e Itaí sobre la colonización cultural, pero convengamos que la Universidad no está enterada de que FORJA tuvo, entre nosotros, un papel semejante al cumplido por la Ilustración en la Europa burguesa: despejar el terreno para la nueva Argentina que iba a desarrollar luego el peronismo. Scalabrini “descubrió” la semicolonia inglesa, perforando las brumas creadas por el sistema, que sólo ha cedido muy poquito. Pero, volviendo a los compañeros ¿o sólo se trata de desconocimiento o conocimiento defectuoso del proceso formativo del “pensamiento nacional” (13)?

¿No conviene hacer, antes que “comprar a granel” un “árbol genealógico” de la “izquierda popular”, un balance crítico prolijo de la trayectoria y los frutos que nos han dejado todos, como saldo? En nuestro caso, lo hemos hecho con Ramos. Pero sería injusto sí, al mismo tiempo, no dijéramos que Aricó terminó su vida –nunca además intentó nada, en términos políticos– rindiendo culto a Raúl Alfonsín, lejos de toda veleidad marxista; que la mayor empresa de Viñas y Portantiero, el MLN (Movimiento de Liberación Nacional), con veloz crecimiento al promediar los 60, era una entidad tan inconsistente que se disolvió antes de cumplir un lustro; que Hernández Arregui asistió mudo al choque del peronismo de izquierda con Perón, sin saber a qué santo encomendar el alma, cómo entender su propia idea de “soy peronista por ser marxista” (14). Cooke se libró de la hora de la verdad por una muerte oportuna, nada más. Es amargo recordarlo, pero es la verdad (15).

La militancia actual no puede correr la misma suerte. Es verdad, como dice Itaí, que nada puede eliminar el riesgo. También es cierto que, en un brete, “es mejor equivocarse con el pueblo” que aferrarse a un dogma. Pero, para reducir las posibilidades de acabar mal, de perder el tiempo, tengamos en cuenta que “sin teoría revolucionaria no puede haber una acción revolucionaria” (Lenin). Debemos evitar toda improvisación. Y lo digo sin excluirnos de ese deber. Por lo que no hemos sabido construir –todos deberíamos asumirlo así– los militantes populares somos “parte del problema”. Debemos ser “parte de la solución”. La teoría marxista, junto al capital intelectual y la experiencia ganada por varias generaciones es un punto de partida irrenunciable, el único material con el cual contamos para cimentar la voluntad política de los cuadros y evitar que la construcción sea endeble y la disuelva el enfrentar un cambio de clima, dejando en la memoria un “amor de estudiantes”, para usar una imagen de Carlos Gardel.

Córdoba, 31 de enero de 2018

Notas:       

1) Esta “bienvenida” fue precedida por algunos diálogos y acercamientos mutuos.  El 24 de marzo de 2016, antes de la marcha habitual en la fecha, invitado por los compañeros de Patria Grande de Córdoba, expuse ante ellos mis puntos de vista. Y en nuestro local de Capital Federal hubo un par de actos que incluyeron expositores de Patria Grande.

2) Las sectas “trotskistas” no deben llevarnos a ignorar a Trotsky, como las aberraciones “marxista-leninistas” del stalinismo no pueden privarnos de las enseñanzas de Lenin.

3) El periódico Frente Obrero analizaba así la movilización del 17 de Octubre a pocos días de aquella jornada, mientras la izquierda cipaya hablaba del nazismo y descalificaba a los obreros que reclamaban la libertad de Perón como  “desclasados con aspecto de murga”.

4) La trayectoria del grupo y el proceso constitutivo de sus ideas puede verse en el libro Tiempo de Profetas, de Martín Rivadero, Editorial Universidad Nacional de Quilmes, 2017.

5) El aislamiento que señalo aquí fue señalado reiteradamente por la Izquierda Nacional y se advierte al recordar que los trabajadores estaban satisfechos con Perón y no querían sustituirlo (La Argentina era una fiesta, dice el historiador radical Félix Luna), y la pequeña burguesía intelectual era hostil a una izquierda que apoyaba al peronismo, aborrecido por ella.

6) La izquierda y el nacionalismo popular, Itai Hagman y Ulises Bosia, pág. 20, Colihue.

7) Ver, en este sitio o en la  revista POLÍTICA, n° 14, junio 2014, Algunos equívocos sobre la revolución bolivariana.

8) Ver La Argentina kirchnerista en tres etapas, una mirada crítica desde la Izquierda Popular, de Itaí Hagman, Cuadernos de Cambio 1, 2014.

9) Sobre la interacción entre la Izquierda Nacional, en sentido amplio y el nacionalismo burgués, mis puntos de vista, en este sitio, en la nota Izquierda Nacional y nacionalismo burgués ante la necesidad de reconstruir el movimiento nacional y liberar definitivamente a la patria.

10) Un análisis clásico de la cuestión en Las tendencias internas del peronismo, de Jorge Enea Spilimbergo. http://www.formacionpoliticapyp.com/2014/05/las-tendencias-internas-del-peronismo/

11) La generación setentista (más apropiado es decir el pueblo argentino) no logró “poner en cuestión el poder dominante”, como cree Itaí, sino vencer a la dictadura oligárquica, y obligarla a llamar a unas elecciones condicionadas, con Perón proscripto. La proscripción cayó en el gobierno de Cámpora: los nuevos comicios, con Perón candidato, fueron libres. Durante el ciclo militar, el nivel más alto alcanzado por la lucha popular, el Cordobazo, debe calificarse como “pre insurreccional”, ya que no pretendía tomar el poder. A media mañana, con la policía derrotada, dueños de la ciudad, hubiéramos podido –soy cordobés y protagonista del hecho– tomar sin problemas la Casa de Gobierno. No lo hicimos; nadie lo propuso.  Esto en cuando a movilización de masas. Los grupos armados, que nunca se articularon con el movimiento popular –eran lo opuesto, por su “elitismo de redentores”– sólo lograron dar a la represión “argumentos” para ensañarse sobre las organizaciones de masas. Jamás estuvieron “cerca” del poder, ni antes ni después de atacar al gobierno que había elegido el pueblo argentino, en 1973.

12) El deslinde de posiciones con Ramos y los suyos puede leerse en De la crisis del FIP al Partido de la Izquierda Nacional (http://www.formacionpoliticapyp.com/2014/08/de-la-crisis-del-fip-al-partido-de-la-izquierda-nacional/) y, entre otros, en La izquierda Nacional y el discurso de los quebrados, en este mismo sitio.

13) En el gobierno de CFK no era claro ese concepto. De allí la designación de Ricardo Forster, un filósofo progresista, pero que nunca representó al “pensamiento nacional”, en la Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional”, y de O’Donnell, un mitrista, además de menemista, en el Instituto del Revisionismo Histórico Manuel Dorrego.

14) Hernández Arregui no es el creador que Itaí supone, sino un autor que añade lo suyo a la visión elaborada por la Izquierda Nacional, en la cual se apoya para realizar aportes,  en su mayoría buenos (eligiendo, en cambio, identificar su “marxismo” con un movimiento nacional burgués). Imperialismo y cultura y La formación de la conciencia nacional tienen varios años de atraso respecto a Crisis y Resurrección de la literatura argentina, publicada por Ramos en 1954 y el resto de la obra publicada por Indoamérica, donde varios autores, antes de 1955, muestran a una Izquierda Nacional ya madura; en el libro de Ramos citado se expone la crítica de la colonización cultural, sentando la base de las obras posteriores, como lo reconoce honestamente Arturo Jauretche. En 1957, cuando Hernández Arregui habla de una “izquierda nacional” nacida después de 1955, Spilimbergo le dice “la criatura ya tiene muchos años de vida y ha nacido junto con el peronismo”. Un estudio sólido de la relación entre él y la Izquierda Nacional, en la tesis inédita de Ernesto Roland Marxismo y liberación nacional: un acercamiento a la obra de Juan José Hernández Arregui.

15) En el afán de llevar “socialismo” al  peronismo, sin lucha por superarlo dialécticamente  Cooke negaba la naturaleza del mismo, que jamás se propuso abolir el capitalismo, sino establecer un capitalismo nacional. Esa era su progresividad, precisamente: cuestionar la satelización de la Argentina agraria al imperialismo mundial. La confusión lleva a Cooke, un luchador, a decir que el peronismo era “el hecho maldito del país burgués”. En realidad era “lo burgués” (progresivo, aunque limitado) antioligárquico. El deseo de radicar a Perón en Cuba fue otra muestra del mismo error. Seguirlo en la sugestión, por parte de Perón, hubiera puesto en crisis esa pluralidad social e ideológica del peronismo (que no es “un defecto”), manifestación de que se trata de un movimiento nacional burgués.

LA IZQUIERDA NACIONAL Y EL DISCURSO DE LOS QUEBRADOS

Publicada el 4 de diciembre de 2013 en aurelio-arga.blogspot.com (*)

Reporteado en “Tiempo Argentino”, el 13 de noviembre de 2013, el actual funcionario kirchnerista (también lo fue de Carlos Menem y en un remoto ayer integró las filas de la Izquierda Nacional) Víctor Ramos, no a título individual sino en nombre de Seguir leyendo LA IZQUIERDA NACIONAL Y EL DISCURSO DE LOS QUEBRADOS